Mostrando entradas con la etiqueta tanatografía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta tanatografía. Mostrar todas las entradas

sábado, 25 de octubre de 2025

JOSÉ ANTONIO LLERA. TANATOGRAFÍA

 




La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea, selecciona sus momentos verdaderamente significativos […] y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto, lingüísticamente no descriptible, un pasado claro, estable, cierto […]. Solo gracias a la muerte nuestra vida sirve para explicarnos
.
Pier Paolo Pasolini

 

III

¿Dónde está la memoria? ¿En qué cuadra duerme?

¿La memoria significa recordar una fotografía,

o esa imagen impresa es lo único que queda del pasado, cuando se hundió la memoria sin dejar otras señales? Estoy en el patio de una casa adornada de plantas

—yedra, hortensias, magnolios—, y llevo pantalones amarillos que atraen a las abejas asesinas.

Mi cara es la de un púber, sin rastro de bocio,

corto de estatura en comparación con otros compañeros. Desde el borde de la fachada, los observo.

¿Elegí yo ese lugar, el borde que toca el marco de la fotografía? Me daban asco las lombrices y el codillo.

En la cuadra, Luis quiso hacer espiritismo con una Biblia y unas tijeras, de repente. “¿No habéis visto que se han movido?”, decía abriendo mucho los ojos para poner a prueba nuestra incredulidad.

Hice la primera comunión a los ocho años: una cruz dorada colgando en el pecho

y mi flequillo del color de la cruz.

El cura me pidió que le dijera un pecado

y la cruz se puso negra porque yo no sabía,

y el flequillo se puso negro porque yo no sabía y me lavé las manos en la sombra húmeda.

Siento que vomito el pasado con sus aparejos. Lo vivido está en coma, en el jergón de al lado,

en círculos borrosos que miden la edad de los abetos. A también me habría gustado, como hizo Eneas, sacar a mi padre en hombros del incendio, arrancarle la perla turbia de aquel ictus.

Sin embargo, camino solo.

¿Quién portará mi peso hasta desfallecer?

 

Resuenan en el valle disparos de postas.

Los buitres acechan detrás de los almendros

los viejos osarios y las ingles que dejan asomar el vello.

La verdad se encerró en esta torre y todos orinamos en su escudilla.

En mi castillo interior reconozco la pureza

del tomillo y la manteca, discuto con mis ballesteros y canta la tórtola en una cavidad que ignoro.

Fresas blancas en las alacenas de la muerte.

 

¿Qué clase de derrota preparó para nosotros esta somnolencia que nos aletarga ahora?

En mi familia abundaron los fingidores:

un tío materno sostuvo delante de muchos parroquianos que había matado un gallo de veinte kilos,

insistiendo para que le creyeran.

Nunca me enseñaron a jugar al ajedrez, ni yo quise aprenderlo por mi cuenta.

Se me daban mejor la invención o la tristeza.

Los amigos formaron un grupo de seguidores

de Anne Rice, barro y peonías en los portales de Belén, Suzanne Vega en la Plaza Mayor cantando “Luka”, cervezas de sabor a frambuesa, luces de neón

en el prostíbulo de la calle Parras, frecuentado por quintos y tullidos.

En Paleografía leíamos los viejos testamentos escritos en letra gótica, sin intuir aún

por qué había que testar si todo sabía a albahaca, si la piedra se deshacía no por el mal del tiempo, sino por piedad y complacencia al tacto.

Escritura automática en una vieja Olivetti, desnudos en un camping de Blanes.

Siempre amanecíamos en las cocinas, fregando la loza de madrugada,

empapando de maicena nuestras celebraciones, tránsfugas desbocados a petición de las muchachas que hablaban de Marx y Freud mientras bebían licor de hierbas o absenta apócrifa.

Nunca creímos que alguien pudiera romperse un hueso.

es ist Zeit… es ist Zeit…

Espío mis propios rituales, me sumerjo en mi biografía, me adentro en sus empastes, hurgo en sus escondrijos. La revancha se cubre las manos de amoniaco,

gañán que no entiende modales, atusa mis temores: “Los surcos no se pisan, hijo”, me advertía mi padre.

¿Cómo no me iba a refugiar en las ciudades

si no sabía andar por el campo ni cuidar los surcos? Aquella claridad que descendía del cielo me pareció solo parte de un decorado teatral.

¿Cuáles serían mis otras moradas de aquel tiempo?

(Si hoy ha muerto Paolo Rossi, héroe del Mundial del 82, entonces yo también soy mortal).

 

Fui a buscar la belleza en los tejados escapando de la polio. Me apretó

en sus manos rudas Rafael, que no era un arcángel, sino que colocaba huesos y cobraba la voluntad (estampas pías, olor a cremas analgésicas).

Fui a buscar la belleza en los tejados

y subí por la escalera que llevaba al desván.

En la terraza, escalé hasta la antena

y desde allí toqué adrede los cables de alta tensión.

Fluía la electricidad y mis ojos gravitaron en las corrientes tumefactas. Anochecía.

Luego dijeron: “Cosas de críos, qué barbaridad, casi lo mata la corriente, a quién se le ocurre.

Ninguno tiene una idea buena”. Un cable era la vida; dos la muerte,

pero amaba rozar el aguijón del alacrán y no tuve miedo.

También estuve cerca de la muerte años más tarde.

Me hicieron una resonancia magnética

y me inyectaron una solución yodada en vena. Al instante sentí que me ahogaba.

Por suerte, todo pasó en unos segundos

y, mientras el médico observaba las circunvalaciones de mi cerebro por el monitor, yo me puse a pensar en Walt Whitman para confundirlo.

 

El frescor del légamo en las acequias,

la preparación de las semillas de eucalipto

para las cerbatanas —cuanto más dañinas mejor— y el dibujo a tiza de un triángulo en el suelo.

Aprendí a purificar mi voluntad en los juegos callejeros. Aprendí a usar los codos y también a rendirme a tiempo, a no quejarme si el dolor me doblaba por la mitad.

Aunque nuestros padres nos alejaban de la muerte para que no nos ahogara el insomnio o la obsesión,

conocíamos los clavos que coronan la ruina y la vergüenza.

 En casa repetía mi padre: “El miedo guarda la viña”. Pero no era miedo.

Perder era la forma que teníamos de madrugar

aún más al día siguiente, de medir las proteínas en la sangre. Mientras tensábamos los arcos —varas de morera arrancadas de los semilleros— nos deslumbraba el sol.

Esa era la yesca que animaba nuestra infancia.

Otras veces el cuerpo entraba por las gateras

y me decía desde dentro: “Ven conmigo, ven a la culpa”. Pero yo no quería ver las leznas clavadas en el barro.

El día en que me picaron las avispas

en brazos de mi abuela, el sol olía a gasolina. Llovía marrón detrás de las paredes de la casa.

En la calle Los Mártires los pajares abrían de madrugada para calentar la indolencia de los albañiles.

“Tengo ganas de volver a verte”, me dijo la tórtola. Así era nuestra forma de querernos todos, saltando de avispero en avispero.

 

No es olvido, ni tampoco desafección.

La ropa de nuestra vida la han tendido al aire y otras manos distintas de las nuestras la orean para solaz de las alimañas y las bestias.

Repleta al fin de costurones, la acercamos a la piel y con ella se confunde.

Darle la vuelta es solo una posibilidad de cobardes. Más difícil fue aprender a montar en bicicleta porque teníamos que aceptar que la quietud

alimenta la caída y solo la velocidad se apiada del cuerpo. Ya no volveremos a buscar la belleza en los tejados.

 

 

 

VIII

 

Sobre la mesa de snooker, Ronnie O’Sullivan bosteza y le gana la partida a Barry Hawkins.

En la apertura del grupo de bolas rojas,

siempre existe un punto de azar, y de poco sirven los conocimientos de geometría o aritmética.

El espacio se curva, la gravedad se impone ciegamente.

Vivir es trasnochar en esa certeza, traficar

con números marchitos, no asustarse si la bola blanca se dirige inevitablemente a la tronera.

El árbitro anuncia la falta y limpia la bola. Los focos hacen sudar.

No hay público. Nadie aplaude.

 

Los jugadores tiran piedras contra el cielo y el cielo se las devuelve.

Todo maquina contra todo: la leña contra el bosque, la legaña contra el ojo, el mioma de Dios

contra el músculo y sus fibras más delicadas. Salgo a correr y me persiguen los acróbatas,

los filatélicos, y todo me sale a pagar en los andenes, y todo me certifica el óbito, su talega de ayer,

la bota mordida por Van Gogh, el desorejado.

Estoy por preguntar: “¿De quién son estos pellejos?”.

Nadie me responde y por eso me entrego al juego defensivo: rozo la bola roja

y llevo la blanca hacia arriba, pegada a la banda. Es turno del otro jugador, que bebe un sorbo,

se levanta derecho hacia la mesa y me mira fijamente, contrariado.

 

Ni Escila ni Caribdis. Ni Moloch ni Nosferatu. Los monstruos eran otros.

Las clínicas cerraron y abrieron sucursales.

Con el látigo de Cristo se hicieron pelucas postizas. La carne se puso a temblar en las culatas del espíritu.

Solo un hombre pequeño se dedicaba a cuidar huesos, ejercitando la fascinación y las pústulas.

Más allá, los reclinatorios de las hamburgueserías.

El vendedor de los grandes almacenes explicaba a su clienta: “Si sopla por este orificio, el bibelot

se pone en marcha y recita canciones de la guerra”. (Dijiste: “Hay tiempos en los que toca escupir

y otros en los que toca tragar culebras”).



 





X

 Simone Weil necesitó de la pobreza y la tisis

para aproximarse al pleno significado de la gracia.

No quieras entender siempre, no tengas ese afán de sentido en medio de cada axila. “Vas para atrás, como los cangrejos”,

te reprendía la maestra en el aula, que olía a falsa resurrección.

Fuiste incapaz de memorizar el credo

de puro insolente, por pura rabia contenida. Retrocede al verde de los chopos, a las paperas, incluso al misterio de las ortigas

que no picaban si aguantabas la respiración.

Que todas tus averiguaciones duren solo una tarde y sean sobre alfombras sucias de pisadas.

¿No ves que tu gato te observa sin querer comprenderte?

“Lesson learned, wish me luck”, escribió Kurt Cobain.

Estoy dispuesto a encerrarme en las cabañas igual que un telegrafista que aún no sabe

que la guerra terminó hace un siglo y continúa mandando mensajes cifrados a sus mandos.

Este es el momento de máxima lucidez:

pensar en las casas encantadas donde decapitan turistas, ir bordeando la acequia sin mojarse los pies

y decir muchas veces seguidas las palabras del pan.

Ahora, el rayo de mi conciencia es un vaho rojo, se presenta en forma de retales y hábitos dañinos, menstrúa, me enseña a mi padre

—septiembre de 2009—

hemipléjico en una cama de hospital a causa del ictus, lo mismo que si hubiera estado cosechando sorgo,

y yo recluido en los lavabos, desolado, aspirando el tabaco de las enfermeras que se encerraban para fumar lejos de la supervisora,

lejos de las cánulas y las insinuaciones del internista. En la mesilla, dentaduras y juanetes.

La enfermera me preguntó:

“¿Has tropezado mucho en esta vida?

¿Te han untado poco con la miel de los pezones?”. Mi conciencia no se doma, aunque debiera sentarse a firmar sus armisticios.

A veces nos ocurre lo que a Filoctetes,

solo en una isla, arrastrando la herida que apesta, rechazado incluso por las hienas y los buitres.

¿Con quién vamos entonces a repartir

los beneficios de la usura sobre el tiempo? “Castiga siempre a los henchidos en su saber”, me dijo la enfermera mirando el termómetro. Yo metía los dedos en la boca de mi padre, toqué sus dientes negros por el Winston.

Y viajé yo solo hasta ese hueco, y allí estaba

la luz enamorada, comprendiendo el lujo del vacío,
sus molares firmes e indefensos.

Luego le pregunté a mi padre, que tenía los ojos cerrados: “
¿Qué harías tú si la memoria fuese una liebre muerta?”.

 

 

XI

 

La espondilitis anquilosante es una enfermedad reumática.

Simponi 50 mg. Leer el prospecto antes de usarlo.

Solution for injection. (Caducidad: 01-2022).

Naturalmente, nunca reviso el prospecto

antes de ponerme la inyección en el recto femoral de la pierna izquierda. Mejor fijo la mirada

en el libro egipcio de los muertos:

“¡Tú eres puro! ¡Tú eres puro!

Te han lavado la parte delantera de tu Cuerpo con agua de manantial.

Perfumada con incienso y purificada con salitre tienes tu espalda.

Todo tu cuerpo ha sido lavado con leche de vaca Hap, con cerveza de la diosa Tennmit y con salitre.

Ha sido borrado todo el mal que tenías”.

 

Ahora lo comprendo: escribir es también

inyectarse venenos, propagar nuestras calamidades. (Ya lo dijo Alejandra Pizarnik en su diario:

“La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura”).

Renuncio a la introspección si la hierba danza, si puedo salir a ver a las abubillas en los parques,

renuncio a escribir doscientos ochenta caracteres si admiro a Basho o Kobayashi.

No te extrañe lo abyecto: también bebes en su mano. Toma la espátula y rasca, ráscalo.

Cuando me preguntaste qué hice todo este tiempo en que anduve perdido en las ciudades,

te respondí que descansé en la sembradura de los merenderos. Recorría las ermitas entibiando el agua para los recién nacidos, arreglaba vallados para volver a derribarlos.

Ese era el pacto: esperar hasta que llegaran

las primeras nieves, escribir con sangre de Gorgona.

¿Quién me pondrá plata dentro de la pierna?

¿Quién sabe todavía lo que puede un cuerpo? El único botín es una amapola de humo.

Arthur Cravan, desde México, le dijo por carta a Mina Loy: “La vida es atroz”.

Vi a los mejores plusmarquistas de mi generación encerrarse en moteles sórdidos y dejar mensajes de despedida, como el que pudo escribir

el saltador de longitud Yago Lamela.

Vi temblar de hambre incluso a los linces, retractarse del sermón a los predicadores.

 

Pese a todo, pese a que la partida se ha puesto difícil (hay muchas bolas rojas pegadas a la banda),

solo necesitas una falta del adversario para forzar el desempate.

 

y XII

 

Por eso tuve que morir

en el cuarto de las puertas pintadas, por eso tuve que amar lo que bizquea, para comenzar todo de nuevo.

 






 

 JOSÉ ANTONIO LLERA (Badajoz, 1971) es profesor titular de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado seis libros de poesía: Preludio a la inmersión (1999), El monólogo de Homero (2007), El síndrome de Diógenes (2009), Transporte de animales vivos (2013), El hombre al que le zumban los oídos (2021) y Tanatografía (2022, Premio Leonor de Poesía). En 2017 obtuvo el XXIII Premio Café Bretón por el dietario Cuidados paliativos, que tiene su continuación en Estatuas sin ojos (2023). Recientemente, ha aparecido su primera novela: Una danza con los pies atados. Entre sus monografías académicas destacan: El humor en la obra de Julio Camba (2004); Los poemas de cementerio de Luis Cernuda (2007); Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman (2012); Lorca en Nueva York: una poética del grito (2013); y Vanguardismo y memoria: la poesía de Miguel Labordeta (2017, Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria).


Las fotografías son de Nan Goldin