La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea, selecciona sus momentos verdaderamente significativos […] y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto, lingüísticamente no descriptible, un pasado claro, estable, cierto […]. Solo gracias a la muerte nuestra vida sirve para explicarnos.
III
¿Dónde está la memoria? ¿En qué cuadra duerme?
¿La memoria significa recordar una fotografía,
o esa imagen impresa es lo único que queda del pasado, cuando se hundió la memoria sin dejar otras señales? Estoy en el patio de una casa adornada de plantas
—yedra, hortensias, magnolios—, y llevo pantalones amarillos que atraen a las abejas asesinas.
Mi cara es la de un púber, sin rastro de bocio,
corto de estatura en comparación con otros compañeros. Desde el borde de la fachada, los observo.
¿Elegí yo ese lugar, el borde que toca el marco de la fotografía? Me daban asco las lombrices y el codillo.
En la cuadra, Luis quiso hacer espiritismo con una Biblia y unas tijeras, de repente. “¿No habéis visto
que se han movido?”, decía abriendo mucho los ojos para poner
a prueba nuestra incredulidad.
Hice la primera comunión a los ocho años: una cruz dorada colgando en el pecho
y mi flequillo del color de la cruz.
El cura me pidió que le dijera un pecado
y la cruz se puso negra porque
yo no sabía,
y el flequillo se puso negro
porque yo no sabía
y me lavé las manos en la sombra húmeda.
Siento que vomito el pasado con sus aparejos. Lo vivido
está en coma,
en el jergón de al lado,
en círculos borrosos
que miden la edad de los abetos. A mí también me habría gustado, como hizo Eneas, sacar a mi padre en hombros del incendio,
arrancarle la perla turbia de aquel ictus.
Sin embargo, camino solo.
¿Quién portará mi peso hasta desfallecer?
Resuenan en el valle
disparos de postas.
Los buitres acechan
detrás de los almendros
los viejos osarios
y las ingles que dejan asomar el vello.
La verdad se encerró en esta torre y
todos orinamos en su escudilla.
En mi castillo interior reconozco la pureza
del tomillo y la manteca, discuto con mis ballesteros y canta la tórtola en una cavidad que ignoro.
Fresas blancas
en las alacenas de la muerte.
¿Qué clase de derrota preparó
para nosotros esta somnolencia que nos aletarga ahora?
En mi familia abundaron los fingidores:
un tío materno sostuvo delante de muchos parroquianos que había matado un gallo de veinte kilos,
insistiendo para que le creyeran.
Nunca me enseñaron
a jugar al ajedrez, ni yo quise aprenderlo por mi cuenta.
Se me daban mejor la invención o la tristeza.
Los amigos formaron
un grupo de seguidores
de Anne Rice, barro y peonías en los portales de Belén, Suzanne Vega en la Plaza Mayor cantando “Luka”, cervezas de sabor a frambuesa, luces de neón
en el prostíbulo de la calle Parras, frecuentado por quintos
y tullidos.
En Paleografía leíamos los viejos testamentos escritos en letra gótica, sin intuir aún
por qué había que testar si todo sabía a albahaca, si la piedra se deshacía no por el mal del tiempo,
sino por piedad y complacencia al tacto.
Escritura automática en una vieja Olivetti, desnudos en un camping de Blanes.
Siempre amanecíamos en las cocinas, fregando la loza de madrugada,
empapando de maicena nuestras celebraciones, tránsfugas desbocados a petición de las muchachas que hablaban de Marx y Freud mientras bebían licor de hierbas o absenta apócrifa.
Nunca creímos que alguien pudiera romperse un hueso.
es ist Zeit… es ist Zeit…
Espío mis propios rituales, me sumerjo en mi biografía,
me adentro en sus empastes, hurgo en sus escondrijos. La revancha se cubre las manos de amoniaco,
gañán que no entiende modales, atusa mis temores: “Los surcos no se pisan, hijo”, me advertía mi padre.
¿Cómo no me iba a refugiar
en las ciudades
si no sabía andar
por el campo ni cuidar los surcos? Aquella claridad que descendía del cielo me pareció
solo parte de un decorado teatral.
¿Cuáles serían mis otras moradas de aquel tiempo?
(Si hoy ha muerto
Paolo Rossi, héroe
del Mundial del 82,
entonces yo también soy mortal).
Fui a buscar
la belleza en los tejados escapando de la polio. Me apretó
en sus manos rudas Rafael,
que no era un arcángel, sino que colocaba huesos y cobraba la voluntad (estampas pías, olor a cremas analgésicas).
Fui a buscar la belleza en los tejados
y subí por la escalera
que llevaba al desván.
En la terraza,
escalé hasta la antena
y desde allí toqué adrede
los cables de alta tensión.
Fluía la electricidad y mis ojos gravitaron en las corrientes tumefactas. Anochecía.
Luego dijeron: “Cosas de críos, qué barbaridad, casi lo mata la corriente, a quién se le ocurre.
Ninguno tiene una idea buena”. Un cable era la vida;
dos la muerte,
pero amaba rozar
el aguijón del alacrán
y no tuve miedo.
También estuve
cerca de la muerte años más tarde.
Me hicieron una
resonancia magnética
y me inyectaron una solución yodada
en vena. Al instante sentí que me ahogaba.
Por suerte,
todo pasó en unos segundos
y, mientras el médico observaba
las circunvalaciones de mi cerebro por el monitor, yo me puse a pensar en Walt Whitman para confundirlo.
El frescor del légamo en las acequias,
la preparación de las semillas
de eucalipto
para las cerbatanas —cuanto más dañinas mejor— y el dibujo a tiza de un triángulo en el suelo.
Aprendí a
purificar mi voluntad en los juegos callejeros. Aprendí a usar los codos y también a rendirme a tiempo,
a no quejarme si el dolor me doblaba por la mitad.
Aunque nuestros padres nos alejaban de la muerte para que
no nos ahogara el insomnio o la obsesión,
conocíamos los clavos que coronan la ruina y la vergüenza.
Perder era la forma
que teníamos de madrugar
aún más al día siguiente, de medir las proteínas en la sangre. Mientras tensábamos los arcos —varas de morera arrancadas de los semilleros— nos deslumbraba el sol.
Esa era la yesca que animaba
nuestra infancia.
Otras veces el cuerpo entraba
por las gateras
y me decía desde dentro: “Ven conmigo, ven a la culpa”. Pero yo no quería ver las leznas clavadas en el barro.
El día en que me picaron
las avispas
en brazos de mi abuela, el sol olía a gasolina. Llovía marrón detrás de las paredes de la casa.
En la calle Los
Mártires los pajares abrían de madrugada para calentar la indolencia de los albañiles.
“Tengo ganas de volver a verte”, me dijo la tórtola. Así era nuestra forma de querernos todos, saltando de avispero en avispero.
No es olvido, ni tampoco desafección.
La ropa de nuestra vida la han tendido al aire y otras manos distintas de las nuestras
la orean para solaz de las alimañas y las bestias.
Repleta al fin de costurones, la acercamos a la piel y con ella se confunde.
Darle la vuelta es solo una posibilidad de cobardes. Más difícil fue aprender a montar en bicicleta porque teníamos que aceptar que la quietud
alimenta la caída
y solo la velocidad se apiada del cuerpo.
Ya no volveremos a buscar la belleza en los tejados.
VIII
Sobre la mesa de snooker,
Ronnie O’Sullivan bosteza y le gana la partida a Barry Hawkins.
En la apertura del grupo de bolas rojas,
siempre existe un punto de azar, y de poco sirven
los conocimientos de geometría o aritmética.
El espacio
se curva, la gravedad se impone ciegamente.
Vivir es trasnochar en esa certeza, traficar
con números marchitos, no asustarse si la bola blanca se dirige inevitablemente a la tronera.
El árbitro anuncia
la falta y limpia la bola.
Los focos hacen sudar.
No hay público. Nadie aplaude.
Los jugadores tiran piedras contra el cielo y el cielo se las devuelve.
Todo maquina contra todo: la leña contra el bosque, la legaña contra el ojo, el mioma de Dios
contra el músculo
y sus fibras más delicadas. Salgo a correr y me persiguen
los acróbatas,
los filatélicos, y todo me sale a pagar en los andenes, y todo me certifica el óbito, su talega de ayer,
la bota mordida por Van Gogh, el desorejado.
Estoy por preguntar: “¿De quién son estos pellejos?”.
Nadie me responde
y por eso me entrego al juego defensivo: rozo la bola roja
y llevo la blanca hacia
arriba, pegada a la banda. Es turno del otro jugador, que bebe un sorbo,
se levanta derecho hacia la mesa y me mira fijamente, contrariado.
Ni Escila ni Caribdis. Ni Moloch ni Nosferatu. Los monstruos
eran otros.
Las clínicas cerraron y abrieron sucursales.
Con el látigo de Cristo se hicieron pelucas postizas. La carne se puso a temblar en las culatas
del espíritu.
Solo un hombre
pequeño se dedicaba
a cuidar huesos, ejercitando la fascinación y las pústulas.
Más allá, los reclinatorios de las hamburgueserías.
El vendedor de los grandes
almacenes explicaba a su clienta: “Si sopla por este orificio, el bibelot
se pone en marcha y recita canciones
de la guerra”. (Dijiste: “Hay tiempos en los que toca escupir
y otros
en los que toca tragar
culebras”).
X
para aproximarse al pleno significado de la gracia.
No quieras entender siempre, no tengas ese afán de sentido en medio de cada axila. “Vas para atrás, como los cangrejos”,
te reprendía la maestra en el aula, que olía a falsa resurrección.
Fuiste incapaz
de memorizar el
credo
de puro insolente, por pura rabia contenida. Retrocede al verde de los chopos, a las paperas, incluso al misterio de las ortigas
que no picaban si aguantabas la respiración.
Que todas tus averiguaciones duren
solo una tarde y sean sobre alfombras sucias de pisadas.
¿No ves que tu gato te observa sin querer comprenderte?
“Lesson learned, wish me luck”, escribió Kurt Cobain.
Estoy dispuesto a encerrarme en las cabañas igual que un telegrafista que aún no sabe
que la guerra terminó hace un siglo y continúa mandando mensajes cifrados a sus mandos.
Este es el momento
de máxima lucidez:
pensar en las casas encantadas donde decapitan turistas, ir bordeando la acequia sin mojarse los pies
y decir muchas veces seguidas las palabras del pan.
Ahora, el rayo de mi conciencia es un vaho rojo, se presenta en forma de retales y hábitos dañinos, menstrúa, me enseña a mi padre
—septiembre de 2009—
hemipléjico en una cama de hospital a causa del ictus,
lo mismo que si hubiera estado cosechando sorgo,
y yo recluido
en los lavabos, desolado, aspirando el tabaco de las enfermeras que se encerraban para fumar lejos de la supervisora,
lejos de las cánulas y las insinuaciones del internista. En la mesilla, dentaduras y juanetes.
La enfermera me preguntó:
“¿Has tropezado mucho en esta vida?
¿Te han untado
poco con la miel de los pezones?”. Mi conciencia no se doma, aunque debiera sentarse a firmar sus armisticios.
A veces nos ocurre
lo que a Filoctetes,
solo en una isla, arrastrando la herida que apesta,
rechazado incluso por las hienas y los buitres.
¿Con quién vamos entonces a repartir
los beneficios de la usura sobre el tiempo? “Castiga siempre a los henchidos en su saber”, me dijo la enfermera mirando el termómetro. Yo metía los dedos en la boca de mi padre, toqué sus dientes negros por el Winston.
Y viajé yo solo hasta ese hueco,
y allí estaba
la luz enamorada, comprendiendo el lujo del vacío,
sus molares firmes e indefensos.
Luego le pregunté
a mi padre, que tenía los ojos cerrados:
“
¿Qué harías tú si la memoria fuese una liebre muerta?”.
XI
La espondilitis anquilosante es una enfermedad reumática.
Simponi 50 mg. Leer el prospecto antes de usarlo.
Solution for injection. (Caducidad: 01-2022).
Naturalmente, nunca reviso el prospecto
antes de ponerme la inyección en el recto femoral de la pierna izquierda. Mejor fijo la mirada
en el libro egipcio de los muertos:
“¡Tú eres puro! ¡Tú eres puro!
Te han lavado la parte delantera de tu Cuerpo con agua de manantial.
Perfumada con incienso
y purificada con salitre tienes tu espalda.
Todo tu cuerpo ha sido lavado con leche de vaca Hap, con cerveza de la diosa Tennmit y con salitre.
Ha sido borrado todo el mal que tenías”.
Ahora lo comprendo: escribir es también
inyectarse venenos, propagar
nuestras calamidades. (Ya lo dijo Alejandra Pizarnik en su diario:
“La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura”).
Renuncio a la introspección si la hierba danza, si puedo salir a ver a las abubillas en los parques,
renuncio a escribir doscientos ochenta caracteres si admiro a Basho o Kobayashi.
No te extrañe
lo abyecto: tú también bebes
en su mano. Toma la espátula y rasca, ráscalo.
Cuando me preguntaste qué hice todo este tiempo en que anduve perdido en las ciudades,
te respondí que descansé en la sembradura de los merenderos. Recorría las ermitas entibiando el agua para los recién nacidos, arreglaba vallados para volver a derribarlos.
Ese era el pacto: esperar hasta que llegaran
las primeras nieves,
escribir con sangre
de Gorgona.
¿Quién me pondrá
plata dentro de la pierna?
¿Quién sabe todavía
lo que puede un cuerpo? El único botín es una amapola de humo.
Arthur Cravan, desde México, le dijo por carta a Mina Loy: “La vida es atroz”.
Vi a los mejores plusmarquistas de mi generación encerrarse en moteles sórdidos y dejar mensajes de despedida, como el que pudo escribir
el saltador de longitud Yago Lamela.
Vi temblar de hambre incluso
a los linces, retractarse del sermón a los predicadores.
Pese a todo, pese a que la partida se ha puesto difícil
(hay muchas bolas rojas pegadas a la banda),
solo necesitas una falta del adversario
para forzar el desempate.
y XII
Por eso tuve que morir
en el cuarto de las puertas pintadas, por eso tuve que amar lo que bizquea,
para comenzar todo de nuevo.
Las fotografías son de Nan Goldin

