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sábado, 25 de octubre de 2025

LUCÍA RIVAROLA. KILROY Y LA PARANOIA DEL ALGORITMO

 


Resulta cada vez más evidente que la llamada “cultura digital” no es un estadio evolutivo de la historia humana sino, como diría Zižek, su bucle histérico: la repetición acelerada del trauma bajo el disfraz de novedad. Si el siglo XXI tiene una fe, no es la fe religiosa ni la del progreso ilustrado, sino una fe posmoderna en la autonomía del dato, ese fetiche contemporáneo que Yuval Noah Harari convierte en credo antropológico. En Homo Deus (2016), Harari sostiene con la solemnidad de un sacerdote sin ironía que el ser humano ha sido superado por los algoritmos, que el yo es una ficción narrativa obsoleta, que los “data” sabrán decidir mejor que nosotros lo que deseamos, sentimos o pensamos. Su visión —una suerte de transhumanismo pasteurizado— ignora, sin embargo, lo que Zižek llamaría “el resto real”: aquello que no puede ser digitalizado sin dejar una mancha, la obstinación analógica de lo humano.

Harari confunde la descripción del capitalismo de plataformas con una profecía. Lo que él llama “la nueva religión del dataísmo” no es una mutación ontológica, sino la más reciente intensificación del dispositivo mercantil. Su entusiasmo por la inteligencia artificial no difiere mucho de la fascinación teológica por la omnisciencia divina: “El algoritmo sabe”, como antes se decía “Dios proveerá”. En el fondo, Harari no predice el futuro: lo canoniza. Zižek, en cambio, en The Parallax View (2006), nos recuerda que el verdadero acontecimiento no es lo que cambia la realidad sino el desplazamiento en nuestra mirada: lo digital no sustituye lo analógico, lo recodifica. No asistimos a una “nueva era”, sino a la expansión tautológica de la vieja lógica instrumental, la que convierte toda experiencia en dato, toda afectividad en estadística, toda memoria en archivo replicable.




La presunta “novedad” de la cultura digital —su inmediatez, su hiperconectividad, su aparente volatilidad— responde, en verdad, a un arcaísmo emocional: la necesidad humana de inscribir una presencia efímera en el mundo. Y ahí, en el origen de toda esta farsa luminosa, aparece Kilroy was here. A mediados del siglo XX, ese grafiti minimalista, esa caricatura de una nariz asomando sobre una línea, recorrió los muros de medio planeta, funcionando como el primer meme global. James J. Kilroy, inspector de soldaduras, había escrito su nombre sobre las planchas metálicas revisadas; los soldados lo imitaron hasta convertirlo en icono universal. Richard Dawkins (1976) acuñaría después el término meme para describir las unidades culturales que se propagan por imitación, pero Kilroy lo había experimentado en estado puro: sin teoría, sin red, sin interfaz. Fue la red social analógica, la inmediatez prehistórica del mensaje viral.

Walter Benjamin ya había advertido que “toda tecnología de reproducción acarrea una transformación de la experiencia” (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936), pero lo que Harari no percibe —o decide no percibir— es que esa transformación no anula la experiencia, la repite bajo otra textura. Kilroy was here condensaba, en plena guerra, el deseo de dejar huella, de resistir a la aniquilación simbólica; los memes de hoy, aunque saturados de ironía y conectividad, repiten el mismo gesto, pero degradado por la estadística: su circulación ya no es acto de supervivencia, sino de consumo.

Zižek, en Living in the End Times (2010), dice que el capitalismo tardío ha logrado un prodigio teológico: transformar la abstracción en sustancia. El dinero, el crédito, el dato: todos fingen ser inmateriales pero dependen de la infraestructura más física imaginable. La “nube” —esa invención poética de Silicon Valley— no es una metáfora espiritual, sino una ficción de clase. Son kilómetros de servidores encendidos en desiertos energéticos, obreros minando litio en el altiplano para que el teléfono pueda simular liviandad. Lo digital es la última forma del fetichismo materialista: el deseo de eliminar el peso del mundo sustituyéndolo por una estética de la transparencia.


Por eso, más que una evolución, lo digital es una transducción de lo analógico: una transferencia imperfecta que conserva la vieja lógica de la huella pero con pretensiones de inmaterialidad. La risa del emoji —esa lágrima azul sobre una cara amarilla que finge universalidad— no es más que la reducción pictográfica del gesto humano. Roland Barthes lo habría llamado “la mitología del signo total”: el intento de reemplazar la ambigüedad de la emoción por la claridad del ícono (Mitologías, 1957). Cada vez que enviamos un emoji, reeditamos el gesto de Kilroy: afirmamos “yo estuve aquí”, pero ahora sin cuerpo, sin tiempo, sin responsabilidad.

La autoproclamada “cultura digital” se ufana de haber abolido al mediador, de haber democratizado la producción simbólica, pero lo que realmente ha hecho es suprimir toda noción de curaduría. En el reino del scroll infinito, nadie filtra, nadie jerarquiza, nadie interrumpe. La promesa de libertad creativa se traduce en dispersión atencional. El algoritmo no selecciona por criterio estético ni por densidad conceptual, sino por permanencia ocular: gana el que grita más tiempo. Donde antes existía el editor, el crítico o el curador —esas figuras molestas que hacían de la cultura una conversación y no una estampida—, hoy hay un código que contabiliza pulsaciones. La mediación se ha automatizado, y por tanto, se ha vuelto invisible.

Harari celebraría esta descentralización como la democratización definitiva del conocimiento; Zižek la vería, con su habitual sarcasmo, como el colapso de la sublimación simbólica: el punto en que la cultura deja de organizar el deseo para limitarse a producir dopamina. “El problema del mundo digital —dice Zižek en Disparities (2016)— no es la pérdida del sentido, sino su sobreproducción trivial.” Cada sujeto conectado se cree un emisor soberano, cuando en realidad repite el gesto reflejo de la máquina que lo traduce. La originalidad se sustituye por la reacción, la profundidad por la disponibilidad. El resultado es una cultura sin memoria, sin jerarquías, sin reposo: una avalancha de signos huérfanos que se destruyen en el mismo instante en que aparecen.


Si el museo era el templo de la modernidad, la red es su ruina: un archivo sin paredes donde todo se confunde con todo. Kilroy, al menos, necesitaba un muro real; hoy los muros son virtuales y, paradójicamente, más opacos. La “novedad digital” consiste en haber eliminado el tiempo del juicio, ese intervalo entre ver y comprender. Nada se cura porque nada perdura. Lo que Harari anuncia como “la inteligencia de los datos” es, en realidad, la inteligencia del descuido: un archivo que se escribe solo y se borra solo, una historia que se produce sin testigos. Zižek, de nuevo, tendría la última palabra: “La catástrofe no es que las máquinas piensen, sino que ya no pensemos nosotros.”

Harari imagina un mundo donde los algoritmos superan al hombre; Zižek, en cambio, ve en ello la confirmación de su estupidez. El sujeto contemporáneo, dice, es un “idiota gozoso”, un esclavo que celebra su esclavitud porque la ha delegado en una interfaz (The Courage of Hopelessness, 2017). Harari interpreta la digitalización del yo como el final de la historia; Zižek la interpreta como su síntoma. No hemos llegado al futuro: estamos repitiendo, a mayor escala, el mismo impulso que llevaba a los soldados a escribir Kilroy was here en las ruinas. Solo que ahora lo hacemos en el muro luminoso del smartphone, sin barro, sin guerra, sin alma, pero con la misma desesperación.

El error de Harari —su ingenuidad neoliberal disfrazada de profecía— consiste en creer que la data sustituirá al deseo. Pero el deseo, como enseña el psicoanálisis, no se borra: se desplaza, se codifica, se disfraza. Lo digital no elimina lo analógico: lo convierte en su espectro. Kilroy sigue aquí, asomado entre las rendijas del algoritmo, sonriendo con sarcasmo mientras Harari explica, por enésima vez, que el hombre ha sido superado. Tal vez lo único que fue realmente superado es la capacidad de entender la ironía.



Referencias
Barthes, R. (1957). Mitologías. Éditions du Seuil.
Benjamin, W. (1936). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
Dawkins, R. (1976). The Selfish Gene. Oxford University Press.
Eco, U. (1984). La estructura ausente: Introducción a la semiótica. Lumen.
Harari, Y. N. (2016). Homo Deus: A Brief History of Tomorrow. HarperCollins.
Shifman, L. (2013). Memes in Digital Culture. MIT Press.
Zižek, S. (2006). The Parallax View. MIT Press.
Zižek, S. (2010). Living in the End Times. Verso.
Zižek, S. (2016). Disparities. Bloomsbury.
Zižek, S. (2017). The Courage of Hopelessness. Allen Lane.

 

Lucía F. Rivarola (Buenos Aires, 1987) es investigadora independiente, ensayista y crítica cultural. Se formó en Letras en la Universidad de Buenos Aires y amplió estudios en filosofía contemporánea y teoría de los medios en la Universidad de La Sorbonne Nouvelle, París III. Su trabajo articula pensamiento crítico, estética y tecnología, con un énfasis particular en las formas de traducción entre lo analógico y lo digital. Trabaja de manera autónoma, fuera de las estructuras universitarias formales, defendiendo una práctica ensayística que combina rigor teórico, humor negro y escritura de combate. Colabora esporádicamente con colectivos de crítica experimental y laboratorios de arte digital en Argentina, México y España. Actualmente prepara el volumen Restos de pantalla: arqueología del presente digital, donde expone su tesis central: que la llamada “nueva cultura” no es sino una curaduría del descuido, una civilización sin memoria que archiva todo para olvidar mejor., R. (1976). The Selfish Gene. Oxford University Press.