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JOSELY VIANNA BAPTISTA. IMÁGENES DEL MUNDO FLOTANTE. TRAD. REYNALDO JIMÉNEZ






andreas gursky



 


Rivus

El agua mide el tiempo en reflejos vítreos. Mudez

de clepsidras, al cielorraso ascienden (como ángeles suspendidos

en una casa barroca) y en presencia de ausencias el tiempo

se distiende. Unos senos de perfil, sueño meciendo

la red, campánula curvada por el agua de las lluvias.



En el horizonte invisible, dobles de anamorfosis;

sombras que se insinúan, la materia mental.




Schisma

Cobre que refleja simetría en los ojos: 

sin jarcia ni cordaje, los móviles oscilan, barcos

sin rumbo, a la deriva (desiertos), río adentro

(en el lecho cambiante), sin remo ni vela

al viento. Se deslizan en un intervalo, río afuera,

en el linde (los sueños) —superficie.



Nubes y agua, pénsiles, flotando en los ojos.

Reverso de mortaja, los mantos corren en álveos:

los barcos tienen velámenes.



Restis


Un viento anima los paños y las cortinas oscilan,

fundas de lino (sueño) áspero quebradizo; el sol pasea

por la casa (el rostro adormecido) y en veladura la luz

insinúa las cosas: trenzas blancas ante el espejo,

relojes deslustrados, cáscaras pudriéndose en jirones

curvos, vidrios que al ras del suelo reverberan, ristras.

Filamentos dorados unen lo alto y lo bajo



—horizonte invisible, abrazo en lecho blanco:

velamen de otros cuerpos en amorosa memoria.




Velum

Lúcido pergamino, piel argéntea, de plata

(bolsa de agua, placenta) en las raíces aéreas. La cera

y la pulidez del pétalo encubierto: brácteas

que se abren (túnica) y se desabrochan: filandras 

y nervaduras en placidez salvaje —flor

y acontecimiento que se despliega en flor.

(Velámenes, en vetas, devienen el aire.) 



Gravidez sin peso de los pecíolos en el limbo.








Josely Vianna Baptista. Curitiba, Brasil, 1957. Poeta y traductora de literatura hispanoamericana y amerindia. Autora de Ar (1991), Corpografia (1992), Os poros flóridos (2002), Terra sem mal (2005), Sol sobre nuvens (2007), Roça barroca (2011), Fábula: na tela rútila das pálpebras (2021), entre otros. Sus libros han sido publicados en México, Suecia, Argentina, Perú y Estados Unidos. Su trabajo está representado en The Oxford Book of Latin American Poetry. Tradujo el Popol Vuh maya-quiché y los cantos mbyá-guaraní del Ayvu Rapyta, y a autores como Roa Bastos, Lezama Lima, Borges, Onetti, Arguedas, Cortázar y Cabrera Infante, con más de una centena de títulos publicados


TANIA FAVELA DE UNA ESCRITURA CARDIOGRAMÁTICA. REYNALDO JIMÉNEZ: NETO*

 


Baudelaire confiaba en lectores a los que la lectura de la lírica pone en dificultades.
WALTER BENJAMIN 

                                                                           

 

“La poesía [anota Jean Starobinski], no es solamente lo que se realiza en las palabras, sino lo que tiene origen a partir de las palabras”. Si hay una escritura que pone el acento en lo anterior es la de Reynaldo Jiménez y su libro Neto es un perfecto ejemplo. Me atrevería a decir que Reynaldo es el poeta que ha llevado más lejos la idea huidobriana de la autonomía del lenguaje, de ese creacionismo que se sitúa no en la significación gramatical sino en la significación mágica, en esa palabra interna, latente, que el poeta escucha y libera de la jaula normativa para comenzar un viaje lúdico, ritual, encantatorio; al mismo tiempo que crítico y político. Es por esto que lo primero que llama la atención al leer Neto es la exploración que Reynaldo emprende de la dimensión matérica de la lengua y los múltiples hallazgos que van brotando: nuevas palabras, nuevos conceptos y nuevas sonoridades que se integran a nuestra experiencia de la lengua, tales como: Pranaderías, desierpertos, celulular, fugigustativas, amnióptico, escarabarajas, espermántrica, coevas, beatrizas, entre muchas otras; o esta complejísima palabra-maleta, un largo adverbio que resulta todo un trabalenguas: Minusmariposándoselenitamente. Están también las derivas sonoras o semántico sonoras: Muecas  mecas  mecánicas, Gula  alguna, Ejes  esquejes; los desdobles como en Encanta  canta, o las triadas como en mil anos, milanos, villanos; además del alargamiento de vocales como en extraaño, los cambios de acento como en comedía, las haches intermedias que rompen y alargan visualmente las palabras como en ehentihiendo, los sutiles injertos del inglés sunríe o Lodoletramen, y los distintos castellanos en los que el poeta navega: turro, huachafo, morlaco, se raja, faltaba más, por las puras, o el arcaico adverbio do. Neto nos sitúa frente a una lengua en movimiento, multiplicándose, que produce nuevas relaciones entre los vocablos, entre las sílabas que los componen e incluso entre los fonemas que componen a las sílabas. Una verdadera “fantasía verbal” (el término es de Roger Santiváñez), que se abre a todo tipo de derivaciones, permutaciones, resonancias, asociaciones, contigüidades y transposiciones, generando un fluido verbal, una materia lingüística en constante metamorfosis. En suma, robándome un concepto que el propio Reynaldo usa en Neto, diría que estamos ante una escritura cardiogramática, es decir, una gramática afectiva, intuitiva, que registra las intensidades y el ritmo del corazón-respiración, una gramática del cuerpo, una gramática afectada: arrítmica, alorrímica, eurítmica, ecoelástica, otro concepto que Reynaldo nos regala en su libro.

En Neto encontramos en todo momento esa “palabra abarcadora” sobre la que reflexionaba Haroldo de Campos, palabra que no pertenece exclusivamente a ninguna parte del discurso, inclinándose según las necesidades operacionales, hacia un lado u otro, conservando siempre la riqueza y concreción de algo vivo y cambiante; palabra que rompe las fronteras, que se descoloca, evitando quedar atrapada en un solo significado y en una única función. Reynaldo se entrega al ritmo, no como secuencia ordenada de movimientos, sino conectando etimológicamente con su primer sentido: rhythmós como fluencia, transcurso. Un fluir que se da principalmente desde el oído, un fluir que moviliza energías desde la escucha y la autoescucha. Como lo proponía Charles Olson en El verso proyectivo, Reynaldo trabaja con la sílaba, la parte más performativa de la lengua por su maleabilidad y su capacidad de acción. La sílaba, al no asociarse a ninguna unidad de significado, puede pivotear, en una mente alerta, múltiples palabras, e insinuar distintas direcciones posibles por las que transitar. En Neto siempre está ocurriendo algo, algo se suscita, es una lengua evento, una lengua acción, en la que la verba viborea, se arrastra, propiciando texturas, ecos, resonancias; pero también internándose en la estructura misma de la lengua, a la manera de un Girondo en su masmédula: aglutinando o atomizando palabras. En Neto leemos flujos y contra flujos, tensiones y fuerzas, y por momentos, como lo dice José Ignacio Padilla en un texto sobre Plexo, otro de los muchos libros de Reynaldo, “leemos pequeñas articulaciones de sentido”; nudos, chispas, que acaban explotando y explorando las zonas afectivas del lenguaje.

Uno de los retos que enfrentamos siempre al leer a Reynaldo es que, como lo dice Leminski en un poema traducido por el propio Reynaldo, tenemos que “desleer, trasleer, contraleer, enleerse”, es decir, aprender a leer de nuevo. Entrar en un espacio en el que todo está siendo, deviniendo, cambiando, no es sencillo. Entrar en una lengua móvil y espejeante, que desobedece como primera opción, opción que supone además una apuesta vital y ética, nos pone en una situación difícil, rompe nuestras certezas, abre interrogantes, nos obliga a detenernos en zonas movedizas de gran inestabilidad desde las que accedemos a lo preconceptual, al pensamiento pre-categorial, situándonos en los límites de la semiótica: en el intervalo, el intersticio, incluso en lo extático, como experiencia visionaria que rompe las fronteras del adentro y del afuera. Todas las palabras de Neto están vivas y la vida, lo vivo, como lo señala João Cabral de Melo Neto, “es lo más opuesto a la sensación de lo armónico o del equilibrio”, por eso nos hiere, nos despierta del adormecimiento rutinario al que nos lleva el lenguaje instrumental. La poesía, la buena poesía, al decir del crítico y poeta William Rowe, “pone a disponibilidad del lector [de la lectora], experiencias que no están en ninguna otra parte, abre espacios que están cerrados o produce experiencias que son críticas y necesarias y que no están en otro lado”. Eso es precisamente lo que se produce cuando leemos Neto, nuevas experiencias que impactan nuestra sensibilidad e inteligencia.

La lengua de Reynaldo, su español, es singularísima y colectiva a un mismo tiempo, privada y pública a la vez. El pretexto de Neto, el punto de partida es un graffitti que Reynaldo fotografió en el 2017 caminando por las calles de Santiago de Chile. Esa marca anónima y pública, que supone todo graffitti: pintura libre o grafía chorreada, se filtra en la poética del libro. Escribir es también marcar un espacio; la marca viene de un “yo” que inmediatamente se borra para dar paso a la escritura. “Cuando el yo se olvida de sí en el lenguaje, está del todo presente”, señala Adorno. El anonimato del graffitti nos recuerda la figura del autoolvido de la que habla el teórico alemán. Reynaldo se olvida de sí mismo, se borra, para dar paso a las palabras, para liberarlas del peso de ese “yo” que es el gran controlador. Neto remite también a la designación afectiva, familiar, cariñosa del nombre Ernesto. Quizá Reynaldo pensó esta palabra como un guiño que señala lo afectivo como núcleo energético de toda escritura poética. Desde el coloquialismo neto es sinónimo de sinceridad y podríamos pensar el libro partiendo de ahí: la poesía como una lengua que no miente, al decir de la poeta Olvido García Valdés. Neto significa también claro y bien definido, significado que pareciera entrar en contradicción con la hibridez y la falta de definición de esta escritura que huye de toda identidad que quiera constreñirla, que apuesta por las contaminaciones y no por la pureza de la lengua; aunque tal vez Reynaldo está pensando en otro tipo de precisión, en esas “exactitudes indecibles”, por ejemplo, de las que hablaba Cardoza y Aragón. Y neto es además el peso neto, es decir el peso que no incluye el contenedor ni los embalajes. Exagerando esta analogía, podríamos pensar que esos embalajes son todos los discursos que envuelven a las palabras; las múltiples codificaciones que coaccionan a la vida y a la lengua, e intentan homogeneizarla para domesticarla. Reynaldo nos da, por decirlo así, el peso neto de sus palabras. Ese elemento móvil y subversivo que pareciera anidar en Neto, que es, en definitiva, un significante abierto, me lleva a pensar incluso en este libro como un guiño consciente o inconsciente de Reynaldo a Perlongher, ya que Neto está inscrito en Nestor, ese maravilloso poeta que ve, al igual que Reynaldo, a la poesía como liberación, celebración, curación; en suma, como una forma del éxtasis.

 

 

Reseña publicada anteriormente, sólo en papel, en la revista Lectura, nº 1, Lima, dic. 2024.

 *Sol Negro, Perú, 2024.


Bibliografía citada:

 

De Campos, Haroldo. De la razón antropofágica y otros ensayos. Trad. Rodolfo Mata. México: Siglo Veintiuno Editores, 2000. 

“Exit, Reynaldo Jiménez” de José Ignacio Padilla en: Jiménez, Reynaldo. Plexo. México: Libros Magenta, 2009.

García Valdés, Olvido (2014): “Se llega a la poesía por carencia y precariedad existencial”. (Entrevista realizada por Andrés Villalba en Transtierros.

Jiménez, Reynaldo. Neto, Sol Negro, Perú, 2024

João Cabral de Melo Neto, Poesía y composición. Traducción de Víctor Sosa. México, Colección Poesía y Poética, UIA, 1999.

Olson, Charles, “El verso proyectivo”, El poeta y su trabajo II, Trad. José Coronel Urtrecho. México: Universidad Autónoma de Puebla, 1983.

Rowe, William (2014): “No se puede tomar por sincera la sinceridad del poeta”. Entrevista realizada por Víctor Vimos en  El telégrafo.

Starobinski, Jean. Las palabras bajo las palabras (La teoría de los anagramas de Ferdinand de Saussure).Trad. Lía Varela y Patricia Willson. España: Gedisa Editorial, 1996.

 

REYNALDO JIMÉNEZ. LAS SUBROGANTES ROTATIVAS








Piedad para las palabras perdidas, para las prohibidas y las exhibidas
en las vitrinas de las guarderías decapitadas de la Gran Capital.
Para las piedras de las palabras mientras tiren parabajo, la fiereza
o sotto voce del susto padre que agigantan, con retraso de siglos
hasta la sien dividida del que les oye el semillero ciegamente.

 

Piedad para las impiadosas, las del verdugo implacable
que nada dice y se las traga, microcrocante inquisidor
les paladea el estertor de unos silencios allá debajo mientras
duermen los asesinos sin descanso en lechos plácidos de ternura
en el aura de faunos. Para el estupor esperanto de esas razzias

 

que simulan el efecto de un rebote contra los verdes muros
de la prisión. Para el depósito de filtros por las palabras que sacudan
el ansia anciana de los lomos erizados sobre una estepa de indómitas,
provocadas hasta la náusea que las habita, hasta que caen rendidas
ante el tótem de nadie, al pie de la edad de piedra del eterno

 

retorno que no se escucha. Que no da escucha.
Pese al griterío reinante, nunca devuelve el entorno a su anular.
Granangular que podría estar cazando, a su modo, una mancha
en el recodo sin llegar a preguntarse por qué cada todo tiene que rimar

 

entre demoras de esta vez, odiosos dioses destrozados por las olas
de su propio amor, canal de parto en panestéreo con la espera,
porque la rima sube desde abajo folicularmente dispuesta a darse
sin esperar a cambio esa conciencia que la separe de su misterio.

 

Se sepa o se pare, se parece a la persona que dispara de su cara.
Pero la espera se reitera, acicala con marcas prenatales y cáscaras.
La carca que está cerca siempre recuenta, pierda o no pierda
el guarismo que la aguarde o argumente: qué se siente, le preguntan

 

el paso subsiguiente, los de arriba, o a su ladino lado reprendido.
La lámpara de Aladino está en la mesa, patas arriba, manos arriba,
adónde se arriba es otra cosa que no se descuenta, mientras aumenta
la presión de los mirares sobre los ojos latos todavía secos, acaso tensos,

 

que van mirando sobre la hora aquellas olas
que les convienen en cuanto asaltan la perorata
que las dilata al infraneto intocado cuando se alargan
que son las sílabas de la guirnalda de sangres que llega al río.

 

Piedad también para las procuradas, malversadas de fondo, finiquitadas
del sitio de su raicilla de flámula, es decir, diríase, qué digo, digno hijo
de la pérdida que se enrosca a las figuras subversas que se frotan
las antenas de las patas, viceversas… Pero para las implacables, sobre todo,

 

remitirlas a una cuna que flota como antes el feto en el crisol de la crisálida,
y antes el cuajo metamórfico y los testículos del viejo anterior a todo viejo,
y la fragancia alucinatoria de la antigua vagina de la abuela prima, la niña
primera y el primer amor y el zángano celoso de su rol y el río que devuelve.

 

Y el reír que se revuelve. Y los ecos que residen unos nidos de aventura,
sin más duda que la que surja de nos mismos recovecos los que recorren,
arterias de laberinto inconstante que se apura sin embargo en escaparse
de los pasos uno a uno que se buscan, ahí dentro, de las Indias, conejillos.

 

Para el ojillo de la letra que se atraca en una cepa de lacres al derretir dellas
palabras que eran términos que nomás eran minas que estallaban al tocarlas,
cuya piedad del tamaño de un rubí se hubiera perdido, si no, en las veredas
cuasi solas, u oasis.

 

Y así cómo es que se pasa a otra zona del racimo vislumbrado, con la horda
de asesinos a la siniestra del signo, tacho, alambro, alambiqueo pero sordo
a los destinos que la hoja ajusta por su parte de reverso siempre aladotro,
allá engordan las murallas y prosiguen Alah las aldeas en llamas, llaman
lesas aldehuelas a su hontanar adormecido por el bochinche de los roces.

 

Qué manera de estirarse sobre sí misma, la fuga pasando por la boca,
se consuman las maneras como ritos de pretribus que no capturarás.
Qué eraman de rarseesti breso sí mamis, la gafu andopas por la cabo,
se mancomunan los mirares de a poquito cual si fueras sin afueras.
Tiros de retribuciones como si un pito o pepino importara consumar.

 

Como si les importara un objeto al monocromo digiriendo que consumen

mientras la tercera persona les queda incómoda y se ponen la uno o la dos,

con un penacho de rancheríos subcutáneos actuando en la macumbamella,

en la cumbre primeriza que se cubre con las ciudadelas del momentótem:

las palabrasas del tormento amormentan, relámpagas en que ya se ven.

 

Por la insomnia del vendaval se vienen a vengar de los atrapalabras,
mirilla de las linduras detrás de la cual observar con vera mirada hurí,
ojo la cerradura del trampantojo abre y no duda al laberinto diminuto,
hace al detalle de la manito el entrevero en fibralescencias, la filigrana
las desgrana de a una en la cascada que saca sin dar puntada sin hilo,

 

pero por la cual describo esta situación en la que me he perdido,
para encontrarle la vuelta al sucedido o hasta no neutra encontrarte
en la revuelta incógnita de signos de hipnótica ignosis en que también
te perderé, menteterna, junto a tu voz desleyendo sin fondo tal silencio.

 

Se podría eso parecer subespecie una despedida, formulada
ante los juicios volátiles de los expertos en perderse cada vez
mejor, o sea más, en esos pasadizos dizque levadizos puentes
almenas y trasfuentes simultáneas en un tríptico flamenco,

 

adonde se palpan a las claras al ras de epifanías velocísimas
las mascarillas subcutáneas que emergen a las rastras
por la cara de un destino reencontrado tras umbrales
que no se empujan ni se aprietan ni se visten ni desnudan,

 

solo mudan con la marea, por cómo la mano viene, suelta
en el tiempo, homogénea como un aerolito de las edades,
todas mezcladas, vueltas a mezclar, con la baraja de mitos
y los infinitos infrafinitos que son palitos mucho más chinos

 

y mucho más chicos y muchachitos y mucha cita a ciegas
distrae de ser un poco cada día, el que saluda con la mano
marchita diciendo adiós mueve un tanto el aire para su lado,
pero lo pierde apenas cruza los paneles de Katsurâ, laja a laja.

 

Helechos crecen en grises devorados por reírse
de lo que había encima del plinto, pequeño
como la muerte que se atesora al revés de todas
las riquezas, aun siendo muchas, mudas, musas.

 

Chito es shhh. ¡Musa! Es una vieja
transitoria. La de siempre, la de antes de calcarte
y la de antes de antes de entrencontrarte, junto
meras pieles de escrituras portátiles al tacto.

 

Piedad es otra mueca de calar la boca. Pero
a quién le toca golpear la próxima puerta para
ver si de dentro es abierta y cuánto incorpora
el apuro aquel que se introvierte, sacabocado
en la comisura, la cual muy mosca se queda.

 

La cosa, como se sabe, está supersucia y se suicida
con cierta frecuencia que no es poca cosa, sino sin
rosa de poder concertar con cernida esciencia,
aquella que a nadie pertenece, y viaja sola, sin
planeta, por estrellarse en las rocas tarpeyas

 

que son ellas, nada menos, que son bellas que son elfos,
nadan ciegos, son las ninfas los fuegos, golfos, foscas,
tropos, propósitos, atroces salvoconductos, bisbiseos,
miras, páramos, polvos, secreto a voces de las que apenas
pronunciadas disuelven la anarcoboca

 

del testigo, que no acierta a dar el tiro ni se aquieta
con la calma subitánea del alma en pena que se esconde
debajo del mueble de otro tiempo, casi quebranta, cruje
la osamenta anaconda
del anfibio silencio.

 

De la biofobia directriz que encinta cicatriza.
De trizados correveidiles evade el desvío.
De la violencia matriz que corre por su vida.
Invernadero del ensueño simultáneo al almácigo
que con ceguera transversal acaricio, ido en vicio.

 

Se me sale la piadosa marea del resquicio.
Son espinas por el delta sanguíneo a mil.
Se espera en cualquier momento alunicen
en algún satélite del corazón, para plantar
esa guirlanda de banderines que sirva

 

de alimento al viento, el cual no es un solo,
por supuesto, pues proviene de los puntos
que circulan, de manera que acá a la espalda
se dejan soportar como ricos herederos
de una fortuna hecha a base de letreros

 

tras los que advierte una voz escondidiza
de goce, y ese furor que fuera una fiesta,
esa orquesta de insectos en la noche
que precede al otoño por los oros ariscos
en un poroso tan móvil que el ánimo salta.

 

Y está en el aire decidir cuál de lagrimales
sería el estéril menos. Y darle soga al arrastre
de aquellos animales que enrarece el clima,
desastre aparente de las formas y sus lagunas.
Algunas hormas hay que asumen o asustan palabras

 

que usan y abusan un tocazo de nuestros otros,
hasta percudir entre las sacudidas viudas del vaivén
ese derrame que se dibuja en el órgano irrigado
por el uso. Que lo que saque de casillas al usuario
será el hecho en acto de su acatamiento hasta acá.

 

 


Este poema pertenece al libro Saltinstante, si bien concluido circa 2018, todavía inédito.


Reynaldo Jiménez nació en 1959 en Lima, vive en Buenos Aires desde 1963. Libros de la Resistencia (Madrid) ha publicado hasta ahora tres volúmenes de Ganga, su obra poética reunida (2019, 2021 y 2025). Ha traducido, del portugués, entre otros, a Haroldo de Campos, Paulo Leminski, Sousândrade, Josely Vianna Baptista, Arnaldo Antunes, Jorge de Lima; del francés, a César Moro y Francis Picabia; del catalán, a  J.V. Foix. Ha publicado compilaciones de Néstor Perlongher, Gastón Fernández Carrera, El libro de unos sonidos. 37 poetas del Perú y la antología de poesía superrealista La maleta argentina. También publicó diversos ensayos, entre ellos Reflexión esponjaEl cóncavo. Imágenes irreductibles y superrealismos sudamericanosArzonar (sobre Vallejo, Abril y Moro) y Filia índica, textos y fotografías de un viaje a la India (con Gabriela Giusti). Codirigió la editorial y revista-libro tsé-tsé (1995-2008). De próxima edición: Acéntricos. Poesía en el Perú de la década de 1920. Sus grabaciones pueden escucharse en: https://reynaldojimnez.bandcamp.com/

REYNALDO JIMÉNEZ: "NUNCA LEO Y MENOS ESCRIBO DESDE UN NEO". Maurizio Medo



En una entrevista con Leonel Arance, Reynaldo Jiménez (Lima, 1959), confiesa:


 
«Escribo para despensar los términos. Lo más preciso tiende a seguir abierto. En última instancia, me gusta darme al remolino mestizo, busco la emergencia indefectible con el molusco por crencha, desmentido de magnitudes y mensuras hasta el caracú, cinturón de anguilas y anteojos de pulpo, con plancton en la boca… El hombre-sandwich es el hombre-rana que mi hija Clara vio salir del bravo mar en una playa del Perú cuando era chiquita: le dije mirá el hombre-rana y ella vio el mixto encarnado, la mutación intermedial que la palabra decía. Es por este andarivel que el canto de inocencia completa, como en Blake, el de experiencia».

Reynaldo, poeta y traductor afincado en la ciudad de Buenos Aires desde 1963 creció rodeado por el «oficio de la inventiva». Y no sólo por la influencia de su padre Manuel —un artista visual quien, más allá de su amistad con artistas peruanos como Gastón Garreaud, Leslie Lee, David Herskovitz o Sabino Springett, merecería mayor atención— sino, también, por la influencia que ejerció en él Javier Sologuren, su tío.

Reynaldo Jiménez fue editor de tsé-tsé, una plataforma de difusión de poesía y ensayo contemporáneo en la que aparecieron autores César Moro, William Burroughs, Patti Smith, Arnaldo Antunes y Silvia Guerra, entre muchos otros. Hasta la fecha ha publicado los libros de poemas Las miniaturas (1987), Ruido incidental / El té (1990), 600 puertas (1993), La indefensión (2001) y Musgo (2001), y los ensayos Por los pasillos (1989) y Reflexión esponja (2001). Actualmente la editorial española Libros de la Resistencia viene publicando su obra poética reunida bajo el título Ganga. Amén de ello Reynaldo Jiménez también ha traducido al español importantes obras de la poesía brasileña contemporánea como Galaxias de Haroldo de Campos, Catatau de Paulo Leminski, además de obras de Josely Vianna Baptista, Arnaldo Antunes y Sousândrade. Sin embargo cuando la crítica se refiere a él, antes de hurgar en su descomunal obra, opta por considerarlo como «el más joven de los neobarrocos», aunque para este autor el neobarroco sólo haya sido una parte de su «educación sentimental», importante, sí, pero finita. Reynaldo Jiménez va más allá de eso. Por tal razón consideramos muy oportuno aclararlo a través de uno de esos diálogos que sólo pueden darse a través de la amistad.

 


Reynaldo, comenzaré por un tema que tal vez despierte polémica. Quizás por tu aparición en Medusario (hay que aclarar que, más que una antología del neobarroco, es una de poesía latinoamericana, a secas), se te suele nombrar “caballero de la orden” –de los neobarrocos. Yo tengo una mirada diferente. El neobarroco (oso) planteado por Néstor constituyó una emergencia histórica, frente al conversacionalismo. Me parece, corrígeme, que tu poesía sería ligeramente posterior a esta emergencia, una que dejó huella y se constituyó en una posibilidad estética y política. Considero también que eso “barroco” en su sentido más amplio, es algo consustancial a lo latinoamericano, si es que existe lo latinoamericano. 

¿Te consideras un poeta (en primer lugar, habría que preguntarse si quedas “solo” en poeta) un poeta barroco, o más bien uno que explora las diversas posibilidades (y densidades) del lenguaje?

Gracias, Maurizio, por la oportunidad de conversar sobre estas cosas, no sé si importantes pero soterradas a la hora de “achicarle el pánico” a cierta cuota de prejuicio que a veces siento pesar sobre determinados “juicios de valor” que se le han aplicado a lo que escribo. En este sentido está bueno develar, porque, aparte del caso personal, me parece que estas cuestiones hacen a la looking atitude (Duchamp llama) y eso ya es del contexto, excede lo estrictamente personal. Desde dónde suele determinar hasta dónde “se lee”.

Medusario: varias veces me tocó mencionar la alegría que fue esa inclusión para un linyera espiritual (así me sentía entonces), un gato ni hogareño ni callejero sino bastante solitario, mientras ponía todo el empeño y práctica artística en la fuga más elástica posible, en toda suerte de mínimas desprogramaciones culturales. Junto a semejantes mostros, además, con suficientes páginas como para hincar el diente en cada poética, en un mismo nivel de respeto al despliegue de cada cosmograma. 

Medusario de hecho cuenta entre sus logros, en cuanto a políticas de la edición, la ofrenda de un diagrama alterno a un cierto canon anterior o —para decirlo a lo Haroldo— una galaxia. Entre ello quedé, como sabes, en la grata, pero rarita situación de ser el “más joven” de la troupe: ergo, y por transposición de cierta mala fe, reincidente ella con distintas caretas, sospechable —presa facilonga, venía cantado— de epigonalismo. Y en cuanto a la acusación de manierista, no sólo no tengo inconveniente, sino al contrario en buena medida la aliento.

He referido también en otra parte —vale repetirlo— que esa inclusión la sentí un guiño de Perlongher, quien siempre apostó a mis cosas y en ese andarivel recibí el influjo de su onda fraterna, de su apoyo de lector que tomaba en serio lo que para otros eran mamarrachos de lo más ilegible. Es que a ambos nos importaba ese asunto crucial de “lo ilegible”, los bordes semánticos, las fronteras que son las análogas de la conciencia establecida, la convención que fija las posturas en un calambre ahí donde, para ese “nosotros” posible, la poesía apuntaba más bien y bien en cambio a la elongación connotativa tras el menor atisbo de microsentido. Así fuese un tipo de sentido informalescente, sobre todo ése, con una pizca drástica de azar, de accidente provocado, en lo peligroso del juego verbal y su entrelínea.

Y para seguir a Lot con el lance, sentimiento ambivalente de pertenecer, sin haberlo buscado, a una “orden de caballería”. Quizá lo poeta en uno tenga varias vidas y arrastre algo definitivamente gatuno, que ni mal sabría definir (ajusta la simultánea, equidistante sombra).

Medusario, lo que presenta es una serie adrede irregular de escrituras, realizadas en gran medida con escaso o nulo conocimiento entre sus autores hasta ahí. La apuesta de reunirlos los coloca en una interrelación diagramática que no existía como posibilidad asociativa, que, a su vez, a los propios autores puede representarles una especie de desafío (me ocurrió) no sólo de lectura de lo ya escrito sino en cuanto a puntas de exploración a futuro.

Parecido y distinto sucede también con un compilado posterior, Pulir huesos, que nos incluye, Maurizio. Ahí están los coetáneos. Está la gente de un par de camadas —Róger o Maquieira serían parte de una tanda etaria, uno o Arteca estaríamos entre los del medio, tú entre los del otro borde— una bandada posible, reunida también por primera vez a la luz de un lector que es un crítico creíble, Eduardo Milán, de hecho, también incluido como autor en Medusario.

Eduardo lee la diversidad poética con acorde amplitud de miras y pone en evidencia —precisa— relaciones ahí donde no eran notadas: seleccionar como acto crítico.



¿Qué semejanzas podríamos establecer entre Medusario y Pulir huesos?

Ambos libros secuencian e inauguran un desenfrascamiento del “ser nacional” endilgado a los habituales florilegios. Quizá esto se deba a la propia desterritorialización, pasada por lengua, en los desplazamientos geográficos y culturales, aunque de diverso perfil, de los propios Perlongher, Echavarren, Kozer, principales carburantes de la edición medusaria; asimismo la circunstancia conocida del propio Milán.

Yo también llego, como tú, a esta especie de delta de influjos y ancestralidades, en la mescolanza lingual del mestizaje que encarna nuestras américas, desde las cuales eminentemente y sin más vueltas escribimos, a destajo. En este sentido, la mistura fina de Medusario se continúa (y desvía) en Pulir huesos, y quizá continúe en otro avatar de la desmentida más adelante… No interesa tanto la perduración estilista como las movidas del diagrama que produce esa lectura de conjunto en el sentido galáctico —concreto— antedicho. Ahora: con Kozer nos llevamos diecinueve años, con Perlongher diez, Haroldo me llevaba treinta, etc. Las trayectorias y los alcances, ergo, son incomparables desde cualquier punto de vista. Con el que somos más coetáneos es Eduardo Espina: cinco años nomás de diferencia.

Néstor incorpora el conversacionalismo, lo digiere como buen antropófago psicodélico que era, en plan de mestizaje total y absoluto, lo mete, con el surrealismo y el concretismo y el beat, en una barrocodelia, le añade las derivas que todos sabemos de igual manera que, en el plano estrictamente comportamental, se desmarcaba, según consta en sus declaraciones publicadas en vida, de cualquier normativa identitaria homosexual u otra, prefiriendo, en todo este berenjenal del lenguaje, plantear y dejar vibrando la posibilidad mutante de “los mil sexos”. Así también, su recurrencia a la sustancia alteradora de la percepción, de índole dionisíaca, pero en cuanto reconecta con la lírica, en tanto entonación, en tanto dadora de un tono. Y hasta, como demuestra Aguas aéreas, con la mística más pulsional. Esto a diferencia, como él mismo señala, de su colega y probable maestro en varias cosas Osvaldo Lamborghini, mismo un devorador de conversacionalismos y laburante desmitificador de la entrelínea, para quien la música en el poema no cuenta, mientras que para Perlongher sí. Y mucho cuenta, porque canta. En este descuento, a la vez, abre distancia respecto al color local del prosaísmo rioplatense, lo que él llama la “tos de tango”.

Yo leo Austria-Hungría apenas publicado, después de haber leído a muchos de los autores que también constituyen su galaxia referencial, empezando por Lezama y el surrealismo argentino, que Néstor incorpora, a diferencia por ejemplo de Echavarren, que prefiere, en su ley, la línea Stevens-Ashbery, a quienes tradujo. Echavarren reprende y con razón el recurso a la enumeración caótica, que identificaría al surrealismo, tomándolo como defección, restricción de la exploración sintáxica.

Lo mismo, aunque por motivo opuesto, le adjudica, dicho no sea de paso, al concretismo brasileño en su etapa más constructivista o manifestaria: la ausencia de la sintaxis. Lo cual es clave para todos los incluidos en Medusario: si hay un barroco, ocurre al ras y en tanto lengua sintáxica. En Hinostroza, por ejemplo, no hay explitación barroquí, mientras que en Lauer la habría; ello no quita una cualidad policéntrica, una visión interiorizada y refecundada desde las periferias en pro de una lengua mutante, característica común a los llamados neobarrocos, en el cosmograma hinostroziano. O en la limpidez de Zurita. O en la precisión digresiva de Milán. Ni hablar de la lengua intermedial en Wilson Bueno o Leminki o Marosa.

Ahora, en última instancia a cualquier neo prefiero, por sugerir un proceso mucho más amplio, e interamericano si se quiere, siguiendo a Rubén Quiroz, recientemente, y al propio Haroldo, antes, un transbarroco.

Lo barroso nestoriano fue una broma momentánea, una salida al paso durante una entrevista, que los fijadores de la preceptiva determinaron clave de lectura a través de una reiteración que le perdiendo el aroma. La broma continúa entonces como obturación generalizadora de matices, caricatura en su dictamen de lugar común (falso lugar y falsa comunidad) que le cayó como anillo al dedo a esa corriente tan rioplatense del populismo gourmet que nos aqueja. El subrayado plebeyo como sobresignificancia que elude y torpemente manosea sin presentir el refinamiento del pensar perlongheriano, que se desplaza en un ajuste continuo por lo que él llamó micromar de las sílabas.

Además, no es cierto que el surrealismo, en las sudámericas por lo menos, sea un remiendo de imágenes verbales o responda a una suerte de epigonalismo de hallazgos europeos. En todo caso esos surrealismos no serían ninguna especie de avanzada neoartística del occidente colonial. Este elemento de flexibilidad articular que Néstor se presta a sí mismo para la elongación semántica que se propone, con su nivel de irritación humoral, le sirve también, si no para quebrar la línea más fordiana de producción del realismo descriptivo y naturalista, conversacional o no pero sí claramente dominante en la provincia rioplatense de las Letras, para desmadrarse (alegremente) hacia una mayor concentración expansiva en el lenguaje.

Las articulaciones sintáxicas, tal como ocurre, si se lee con el suficiente desprejuicio, en la enumeración efectivamente caótica, con igual derecho a circular que el de sus detractores o, peor aún, sus reduccionistas fans de la academia, pasado por los beats y desde el lumpen-de-origen, mescolanza que de hecho Néstor reconoce en otro colega, marginal hasta dentro de la llamada “poesía marginal” de su generación en Brasil, Roberto Piva, de quien, me atrevería a decir, es el introductor en lengua castellana (lo mismo que de Wilson Bueno), nos lo presenta formalmente y en su estatura. No hay que descartar, insisto, las recién mentadas frecuentaciones o infrecuencias de sustancias alteradoras y, en fin, de un abanico de ilegalidades en los modos de intimidad interpersonal, viendo el desde ojo situacionista la existencia colectiva y a la vez buscando en todo momento la perla irregular.

Nunca leo y menos escribo desde un neo. Comparto esa fulguración, que está en Echavarren cuando discurre sobre Sor Juana, si no me equivoco, de que la precisión no es necesariamente una síntesis, mucho menos un atajo, sino un develamiento del detalle y el matiz. En este sentido, y llego, jadeante, a tu pregunta, sin respuesta unívoca: lo barroco (¡salve Adán!) me involucra, es parte del acervo influyente, su injerencia en lo que escriba o pueda llegar a escribir es, será parte de la situación americana y me llega de la mano de esta mixtura ambiente que somos sin más buscar y sobre todo: sin mayor necesidad de rebuscar.

Personalmente considero que tu propuesta puede surgir de ese espíritu (lúdico y connatural) del barroco oral del cual te vales para plantear dos niveles de crítica y reflexión: la poesía como una fusión de la inestabilidad del habla y su vinculación con los diversos campos de la producción cultural. Hay trabajos tuyos a los que el lector accede pensando que está frente a un poema cuando, en realidad, está ante una crítica.

Podría alegar que parte del proceso de “liberar” (¿a su modo?) o “librar” (¿a su suerte?) un textil de esta índole poético-crítica, que planteamos y compartimos, en el sentido de condensar ése cierta intensidad o cierto gradiente (grado mordiente) de atención, implica en mi procesar su paso materializante por la voz. Leerlo en voz alta hasta que suena escrito en efecto por otro, ahí donde la voz ya es una interpretación —no en el sentido de la interpretancia de algún neodiscurseo, sino en el más performático de un impersonator— o sea que se traslada algo que sonaba “en la cabeza” al aire común (y corriente). Los arrastres residuales del habla por supuesto infiltran la instancia inspirada del procesar ése, mientras la cosa “se” escribe, en un dictado que por un lado provoco pero que sólo puedo convocar cuando colocado en determinada coordenada, la cual no es automática a mi requerimiento sino una condición de disponibilidad, que tampoco es garantía de aparición del textil. Escribir poesía, según entiendo, es ejercer la crítica tocando connotaciones.

Una vez materializado —las arremetidas pueden durar de una sentada a varias— siguen las relecturas, cambios absolutamente quirúrgicos si se quiere, de una frialdad que calma una vez alcanzado cierto desapego que no me ocurría con las primeras publicaciones, ni hablar. Y es que fue a medida que abrí más la atención, como quien dice un diafragma, la incidencia del “dictado” fue aún mayor, y menos luego para la intervención posterior.

Claro que pueden pasar meses y meses hasta que retorne la vibra, lo cual no implica que haga “ejercicios” (decenas de libros cuyo vanguardismo proyectivo se diluye en el rescate, a lo sumo, de alguna estrofa, una línea que pasa a ser el título de lo siguiente). Lo cierto es que la operación crítica dentro de este proceso, por así llamarlo, aunque venga medio sin bordes, por momentos, ocurría en un comienzo en ese “después” del hecho conectivo, de la instancia de ruptura del cascarón semántico en que las palabras se conectan entre sí ante los propios sentidos o inteligires. En este sentido vengo pensando hace rato que el mal llamado automatismo psíquico quizá haya sido y siga siendo, si cabe atribuirle nuevas o perdurables posibilidades, una desautomatización. La pérdida del sujeto social, de la identidad, del registro cognoscente anterior al hecho, la famosa suspensión del juicio (ni hablar del pre, así fuese del neo) confluyen en esa concavidad que permea la atención.

Quizá buena parte de las poéticas en trance, por no decir actuales dentro de una demasiado subrayada transitoriedad, cuya valoración excesiva la hace dudosa, destaque precisamente por esa cualidad de transfusión que señalas. Me refiero a escrituras que se trazan desde aquello que José Ignacio Padilla ha remarcado tan bien: el hecho de que el poema no necesariamente dice, sino hace. Casi una remisión lautreamoniana: “hecha por todos”, dijo (es decir: hizo y de tal modo dejó hacer). Por este lado es que concuerdo con tu apreciación de una poética que sea una crítica, y esto además desde la perspectiva multiforme (y acaso deforme, a estas alturas) de la tradición emergida con el Romanticismo, alimentada por una variación de arrastres en que me gustaría heracliteanamente sumergirme.

Tu relación con la Poesía (escrito así) me parece que también se constituye en la posibilidad de asumirla o enfrentarla de manera independiente de lo “literario”. ¿No crees que uno de los problemas que enfrentamos para la “comprensión” de lo poético está en que muchos lo asumen como algo que está “afuera” pero al que se le exige los mismos valores de aquello que está “dentro” de eso literario?

Leer un libro de poesía para entrar en poesía. Como escuchar música, bailar, preparar cualquier ceremonia que involucre algún tipo de reunión, de ampliación vincular, de horizontalización de redes, de entrada, en materia, estudiar a fondo los fenómenos irrepetibles y asimismo olvidarse de todo, de la literatura más que nada, pero también de la poesía mayusculada, muscular, gloriosa, unidimensional.

Como si supiéramos de qué cuernos estamos hablando al decir poesía. Por cierto, soy ignorantísimo y leo muy poca literatura en el sentido de la narrativa actual o los ensayistas contemporáneos de los que suele decirse “cómo no leíste a tal” o “si no lo leíste, no es posible pensar nuestro tiempo” (exagero, pero no tanto, le habrá ocurrido a los lectores que hasta aquí nos acompañan).

Creo, y temo que se volverá a tildar de elitista, que tenemos un groso problema semántico con eso de los “muchos”. O sea, estoy de acuerdo contigo en que la exigencia de comprensión hacia un poema genera demasiadas incomprensiones por parte de ese público de lectores a la pesca de acrecentar su inventario, como tanto cazador de filmes o novelas, si no de marcas y términos deslumbrantes, útiles a la hora de la sobremesa en que manda la socialidad con sus “temas de conversación”. Pero la lectura poética pide, si no exige, una disponibilidad, una entrega de otro tipo o aun otro orden.

De ahí tal vez la confusión de pedir confirmaciones literatas adonde estaría ocurriendo algo que recurriendo a la común materia —el lenguaje— sin embargo, parece acontecerse en una meditación en esa materia, la cual a la vez constituye una materialización. Una emergencia que no confirma a los “muchos” (de ahí el equívoco de los intentos de implantación del preexistente democrático —poesía que se entienda “para afuera”, como si dijéramos, en el picnic: cántate una que sepamos todos— en todo andarivel de la experiencia, a la vez que asistiendo al desprecio contemporáneo, sino pánico, hacia la interioridad, la cual se constata únicamente en el singular, o sea, el lector…).

En cierta ocasión conversabas con Régis Bonvicino sobre el miniboom de la poesía joven que se experimentaba en Argentina, el cual, de una manera incipiente, tal vez haya empezado en el Perú, pero libre de la efebolatría de la institución del poeta joven. Cuando uno lee tu obra observa un continuo desplazamiento temático, muchas veces afín con los nuevos planteamientos. 

La tradición, dicho así, ¿se desarrolla de acuerdo a estos nuevos planteamientos generacionales o sería más justo hablar de zonas de influencia intergeneracional, de sus diálogos, los que parecen haber exorcizado el espíritu parricida?

Sí, recuerdo esa entrevista con Bonvicino. Repensándola, no quisiera tampoco quedar como esos muchachones de antaño recordando los buenos viejos tiempos y criticando “lo de ahora”: esa cosa de “rock era el de antes” o “nosotros éramos mejores”, pero… Es gracioso y exacto el neologismo efebolatría; adquiere visos de caricatura dramática cuando se lo acerca a ciertos fenómenos de “poesía joven” o “arte joven” en general, cuyos portadores del referente rondan o sobrepasan los cuarenta años, edad con la cual no tengo el menor inconveniente per se pero que cuando yo tenía veinte, al menos en Argentina, era la edad en que recién se consideraba al “poeta joven” (nosotros éramos protopoetas). Cuando tuve cuarenta, fue el auge de la efebolatría.

Ese desplazamiento temático que ves en mis cosas es por cierto un deseo musical, diría, de corrimiento semántico, algo así como un nomadismo sensacionista que curte la vía del funámbulo, en el sentido de un Genet: bailar para ese dios que se inventa en el momento, nunca para “el público” o el juicio de la época o los amigos con talento o las inteligencias influyentes del momento o los parámetros en alza. No sé de planteamientos generacionales que no envejezcan rápido y pronto; me interesan más los “cortes transversales” o las diagonalidades. Por ejemplo, en vez de una antología de poetas de la generación del 2016, por qué no varios planteos galácticos, incluso contradictorios, pero no excluyentes, de obrares relacionables por razones tan ajenas a la clasificación como al estatuto patriótico o el neoestatuto generacional. Cambia la cosa si se enfoca la selección en una agrupación posible a partir de señas comunes que indiquen sin embargo las singularidades dentro de esa forma de jugarse el lenguaje (verbigracia los Nueve novísimos de Castellet, en su momento, y no otra Antología Poética de la Nueva Mecánica Escritural, digamos).

En cuanto al mentado espíritu parricida, nunca confié. Siempre me interesó conversar con los poetas mayores, con la gente en general que guarda y es capaz de destilar más experiencia. Me harta un poco el afán de retardada adolescencia y la obsesiva distinción (la edad es un tópico tan discriminatorio como el género, que sigue sin ser revisado) respecto a la tanda etaria inmediatamente anterior que se reitera, camada a camada, como otra de esas convenciones en las que también incluyo una cierta —y bien remunerada, a veces— instalación del personaje del artista como transgresor o peor aún del transgresor como artista en cualquiera de sus fases.

En última instancia la tradición no se puede manipular. Y: el canon no es la tradición. ¿Importa insertar el propio obrar dentro de una tradición? Sí y no. ¿Es totalmente posible el recorte de una tradición poética en lengua castellana? Ya no. Qué suerte. No sólo se multiplicaron los castellanos o españoles, sino que están todos mezclados, impuros, sobre todo los nuestros americanos, de ahí las escrituras resultantes. La dialéctica tipo eliotiana o paciana mantiene al menos ése su rasgo funcional: la tradición se mueve, porque se mueve es que habemus.


Tú vives una situación que es, al mismo tiempo, dramática y enriquecedora (la cual de alguna manera comparto) escribes entre dos tradiciones. El periodismo podría conducirme a realizarte una pregunta tan ramplona como: “¿te sientes argentino o peruano?”. Eso no me interesa tanto, sí, saber, por ejemplo, que vasos comunicantes encuentras entre ambas escrituras, especialmente en la producción de los últimos años. ¿Existen?


Nos toca, Maurizio, esta cosa de puentes. Ojo, no pontífices: puentes concretos. Poner el cuerpo para que pasen los necesarios desencarrilamientos, los urgentes contrabandos —no sólo cosmovisionales sino prácticos— y en respuesta no menos periodística te diría que me siento de ambos lugares y ninguno. Esto tiene sus ventajas, así como sus claras instancias dramáticas, como bien lo expresas.

Entre las cosas favorables se nos permite cierta equidistancia de ambos narcisismos nacionalistas, a la hora sobre todo de hablar de poesía peruana o argentina. Por supuesto estoy harto de esas denominaciones y he puesto todo mi empeño en cuestionarlas, haciéndolo desde la edición, la traducción, la difusión, el intercambio, el ensayo. Esto me ha permitido asistir al surgimiento incesante de autores y editoriales (y en menor grado revistas) de los distintos países del continente, no sólo Perú y Argentina, en los últimos veinte años por lo menos, aunque la curiosidad siempre estuvo y ya en los 80, por trabajar en la editorial Último Reino, tenía bastante acceso a los libros y revistas que iban saliendo entonces (colaboré en varias, con estéticas distintas, hasta opuestas, de países diferentes).

Cada vez se puede hablar menos de poesías nacionales; espero haber contribuido con esa desmitificación. Desde ese margen no veo cómo seguir hablando del cruce entre entidades que han demostrado estar un tanto infladas, desde límites geopolíticos y demás dispositivos de afirmación violenta. La poesía desconoce, más que contradecirla o contravenir, esa delimitación, pues es algo que le ocurre a la interioridad, lenguajear que se interioriza, un tipo de atención que no se apoya ya en preexistentes entes ni absolutos (lutos). Un desafío a la unidimensión que establece los separatismos mentales representados por la frontera.

Con Leslie Lee y Clara Jiménez

Uno de los temas sobre los que más hemos conversado con Eduardo Milán es aquél de la “tiranía del lector”. Frente a esa tiranía (del gusto que engendra lo modal) me parece que tu propuesta discursiva, que no queda en el “poema”, más que aparecer como una “resistencia”, es subversiva. El hecho, de, por ejemplo, experimentar con la música, ¿no crees que revela el carácter oral de tu escritura sin que por ello el lector se aproxime a esta a través de la música?

Sí, la tiranía del lector en cuanto se cree público y ya sabes que el público pagó la entrada, pagó por el libro, quiere cultura, quiere verificación, quiere identidad. Así como el loco que se cree poeta y el poeta que se cree poeta y está loco en ese mismo sentido, así el lector que se cree lector en tanto señor y dueño de su lectura. Creo en vez en el lector artista de Mallarmé. No creo que haya un solo poeta de valía que no sea a su vez un lector, aunque haya leído un solo libro o ninguno, pero sea entonces lector de los signos que dan vida a los signos.

El concepto de resistencia lo comparto en relación a la invasión, como en la Francia ocupada por los nazis y sus esbirros locales, por ejemplo, o en el Vietnam bajo el ejército de ocupación de los Estados Unidos. Pero no creo que aplique para el caso de rascarle la calavera al sentido donde y cuando implicado en la escritura de poemas: una cosa así de chiquita, en cierto modo obsoleta y así de rara, inutensilio de Leminski, absurda para cuántos, vicio o pasión, qué más da. La palabra subversión me gusta porque implica una versión que va por debajo de La Versión, y junto a la idea de transfusión, implican ambas el quid de la traducción o sea la translectura, etc. Prefiero trabajar sin objetivos, así sean subversivos, más allá de la página. La página es el ámbito ético que prefiero. Es poco y nada y es demasiadísimo.

Hay una parte de mis textiles que está escrita para ser leída expresamente en voz alta; otra no, aunque como te contaba pase por esa criba o trilla o tamiz. Entre los primeros están aquellos poemas que salieron para ser combinados con música o cuando menos para ofrecerlos de manera oral, en forma de muestras orales de poesía digamos, o recitales, o como se quiera llamar al aspecto performántico, un poco como aprendimos en los beats y sus continuadores interrock. Esto lo he visto en Brasil, en Uruguay en menor medida, pero también, adonde hay cultores inspiradores en esto de retrotraer la poesía a sus funciones instantáneo-arcaicas, tribales. No exploré con música o imágenes en pos de alcanzar más lectores (siempre estuve en la música, siempre dibujé, saqué fotos, busqué imágenes) pero si algunos después llevan a algún libro mío a andar por ahí, qué alegría.