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viernes, 24 de octubre de 2025

BACKSTAGE: MARY JO BANG: «ESCRIBIR UN POEMA ES SIMILAR A JUGAR UN JUEGO DE PALABRAS»

 

Pepe Herrero

Mary Jo Bang nació en 1946, en algún punto intermedio entre Missouri y el sarcasmo. Antes de ser poeta, estudió sociología (porque siempre hay que entender de qué están hechos los otros antes de escribir sobre uno mismo) y fotografía (para aprender a encuadrar los desastres). Desde entonces no ha dejado de componer una filmografía del duelo, de la cultura pop y de la ironía académica: versos que parecen salidos de un museo conceptual donde los cuadros hablan con voz de stand-up filosófico.


Su primer libro, Apology for Want (1997), ganó el Katherine Bakeless Nason Prize y suena como si Sylvia Plath hubiera pasado por terapia y luego se burlara de ella misma. Después vino Louise in Love (2001), una historia de amor tan inteligente que da miedo; The Downstream Extremity of the Isle of Swans (2001), donde el romanticismo se hunde con elegancia; y The Eye Like a Strange Balloon (2004), un homenaje a la pintura que demuestra que también los cuadros pueden sufrir crisis existenciales. Con Elegy (2007) —National Book Critics Circle Award— convirtió la tristeza en un deporte de alto rendimiento: un libro que hace llorar y, al mismo tiempo, te explica por qué estás llorando. Luego The Bride of E (2009) y The Last Two Seconds (2015) afinaron su maquinaria irónica, mientras A Doll for Throwing (2017) sacó a pasear la Bauhaus para probar que los poemas también pueden tener arquitectura moderna. Su más reciente, A Film in Which I Play Everyone (2023), confirma lo que ya sabíamos: Mary Jo Bang actúa todos los papeles de su vida —la víctima, el crítico, el muerto y el que sirve el vino— sin perder la compostura ni el delineador. Y luego está su obsesión por Dante. Inferno (2012), Purgatorio (2021) y el inminente Paradiso (2025, Graywolf Press) demuestran que el florentino puede sobrevivir al siglo XXI con referencias a The Simpsons, selfies y ansiedad posdigital. Dante sale ileso; nosotros, no tanto. Además, tradujo Colonies of Paradise (2022) de Matthias Göritz y, con Yuki Tanaka, A Kiss for the Absolute (2024) de Shūzō Takiguchi: dos ejercicios de ventriloquia lírica donde el lenguaje cambia de acento y de humor como quien cambia de canal.

Profesora en la Washington University in St. Louis, excoeditora de Boston Review (1995–2005), Bang ha coleccionado premios con la misma naturalidad con que otros pierden llaves: Guggenheim, Hodder Fellowship (Princeton), Berlin Prize, Pushcart, Discovery/The Nation y un par de aplausos silenciosos de lectores que aún no saben que la están citando. Leerla es como asistir a una clase magistral impartida por alguien que ha saboteado el proyector a propósito: brillante, incómoda, risueña, devastadora. Su poesía funciona como espejo distorsionado donde el yo se ve hermoso justo antes de derretirse. Si Dante se atrevió a entrar en el infierno, Mary Jo Bang se instaló ahí, puso luces de neón, y escribió un poema mientras servía cócteles.

 

La entrevista que leerán a continuación fue un anticipo de la publicación de la antología El claroscuro del pingüino, publicada en España por la editorial Kriller 71: un escenario donde el pensamiento, la ironía y el deseo vuelven a encontrarse bajo el mismo foco azul.



Mary Jo, ¿cuál sería el punto en el que lo real y la representación se separan en el poema?

 

No sé si es posible localizar el punto exacto en donde lo “real”, y la “representación” poética de lo real, se separan. E incluso después de la separación, no sé si alguno se desvanece. Una forma de pensar en el poema es como si fuera un calco de la defunción cerebral única de una persona —así como un electroencefalograma es un registro de los impulsos eléctricos de las neuronas del cerebro, pero en este caso, se utilizan palabras para registrar los pensamientos generados por esas corrientes eléctricas.

 

Que se constituyen en otra realidad…

 

Al novelista Tom Perrota una vez le preguntaron en una entrevista: “Si pudiera salir a tomar una copa con uno de sus personajes, ¿con quién sería?” Perrota respondió que la pregunta le parecía graciosa porque podía ir a tomar una copa con cualquiera de sus personajes en cualquier momento que quisiera. Esa es la diferencia entre el escritor y el lector. Cada uno tiene una relación diferente con lo que está en la página. El lector no puede ir a ninguna parte con los personajes del escritor. El escritor puede evocar a los personajes de vuelta cada vez que él o ella lo desean porque residen en su cerebro. Pero el lector puede desempeñar el papel del personaje. Puede intuir cómo se siente el personaje - un poco como la “actuación de método”. Por supuesto, con el fin de hacer eso en un poema, primero tienen que romper el código en que el guion ha sido escrito.

 

Y así entrar al reino de la alegoría.

 

Así es. La poesía lírica, como la ficción y el drama, es alegórica. Creo que nos equivocamos al tratarla como si fuera un libro de memorias. No se supone que leamos La metamorfosis como una descripción literal de algo que sucedió al autor Franz Kafka.

 

La historia de Kafka funciona porque todos entendemos lo que es sentirse marginado, lo que es ser tratado como si fuéramos menos que humanos. Gregorio Samsa es el equivalente metafórico perfecto para ese estado mental. Es a la vez aterrador y profundamente divertido que Kafka eligiera “encarnar” ese sentimiento en la despreciable cucaracha (o escarabajo pelotero, según Vladimir Nabokov). Del mismo modo, el poema de Sylvia Plath “Papá” no está destinado a ser leído como una carta privada a su difunto padre, Otto Plath.

 

Los nombres son solamente un registro simbólico…

 

Así es, el “papá” del poema y el padre de Plath no son el mismo. El primero está muerto y el otro es un personaje inventado cuya realidad se limita a las marcas sobre el papel.

Pero esas marcas en la página también tienen un cierto tanto de realidad. En cuanto a la posibilidad de si el narrador en los poemas es capaz de “escapar”, la respuesta es no.

El poeta tiene el control total sobre el narrador. El narrador es una marioneta. Sólo puede moverse cuando el poeta maneja los hilos.

 

¿Cómo está presente este proceso en Elegy si el “yo biográfico” se construye como una distracción?

 

Mientras que el narrador del poema no puede escapar a la poeta, la poeta puede distraerse momentáneamente del mundo material, y de sus preocupaciones, al centrarse en el acto de escribir un poema —esa idea freudiana de la escritura como una forma de soñar despierto. El escape es parcial en el mejor de los casos porque el cuerpo del poeta está enviando información constantemente sobre el mundo material. Y no importa cuánto trates de desviar tu atención de tus preocupaciones, ciertos pensamientos se inmiscuirán de vez en cuando.

 


Escribir los poemas en Elegy me permitió distraerme momentáneamente de un estado emocional. Para mí, escribir un poema es similar a jugar un juego de palabras, por lo que, mientras mi mente estaba ocupada considerando la posibilidad de romper un verso en un poema aquí, o aquí, mi dolor estaba menos presente. Una vez que me sentaba de nuevo, sin embargo, y leía lo que había escrito, el contenido me traía de vuelta a mi dolor. Y yo tenía un solo tema posible para los poemas, que era la pena. Ella me consumía. Cada vez que me detenía a leer lo que había escrito, me sentía devastada de nuevo. Entonces me obligaba de nuevo a trabajar las cuestiones formales, como una forma de distanciarme de esa devastación. Podía pensar algo así como: ¿Qué imagen visual podría representar un estado de ser que tanto cambia como no cambia, y que parece que va a durar para siempre (del poema “Elegía de enero”)? En ese caso, a fin de sugerir la inmovilidad en el centro del movimiento, me imaginaba a una chica en un acto de carnaval atada a una rueda giratoria. Mientras que el lanzador de cuchillos le está lanzando cuchillos, ella sostiene el aliento. Ese momento es todo lo que hay. Para ella, es como si el corazón se hubiera detenido. En realidad, no se ha detenido, o estaría muerta. Pero hablamos de “momentos a corazón detenido”. De hecho, ella se ha adormecido, ¿cómo si no podría realizar este acto? Al imaginar a esta chica y su experiencia, salí de mi propia vida por unos momentos, a pesar de que era mi propia vida la que me conducía a encontrar un equivalente metafórico de este estado de inercia en curso.

 

La poeta Emily Dickinson describió ese mismo estado mental en la primera línea de su poema #341: “Después de un gran dolor, uno se hace formal". En un intento de concretar el “sentimiento formal” abstracto, inventé un personaje y lo até a una rueda y traje a alguien al escenario a hacer de lanzador de cuchillos,  para que el lector pudiera ver lo que yo quería decir.

 

En algún momento, mencionaste una deuda que sentías con el Modernismo, ¿podría esta deuda significar una nueva manera de hacer que el Modernismo funcione? Es difícil imaginar a un poeta modernista alejándose de su biografía.

 

No creo que los poetas modernistas escaparan de sus datos biográficos.

 

¿Entonces?

 

Los transformaron poéticamente.

 

Una manera de leer La Tierra Baldía de Eliot es como si fuera una obra de títeres escrita para expresar la desesperación que el poeta estaba experimentando en un sanatorio en Lausana, Suiza. Es muy fácil ver a su muy nerviosa mujer, Vivian, en la sección llamada “Un juego del ajedrez”. Pero leer el poema como si se tratara del cri de coeur de un hombre no es necesariamente la forma más interesante de leerlo. La fuerza del poema radica en el hecho de que la desesperación en él se puede leer como personal, histórica, y sin tiempo existencial.

 

Tú sostienes que tu proceso de escritura culmina cuando sientes que ya no puedes cambiar nada en el poema. Pero ¿cambió este poema algo en Mary Jo Bang?

 

Creo que la escritura cambia a una persona. Con el tiempo, realmente cambia los patrones eléctricos del cerebro. Una de las manifestaciones de estos cambios es que el escritor se vuelve extremadamente sensible al lenguaje. No obstante, no creo que la escritura sea “terapéutica”. No cura las propias neurosis o disminuye la melancolía.

 

¿No crees que, muchas veces en tus poemas, el impacto de los elementos visuales es precisamente lo que te permite desvanecer al Yo biográfico?

 

Utilizo elementos visuales para hacer varias cosas, una es para dar al lector algo que ver mientras le estoy hablando. Siempre pienso en lo aburrido que sería si fuéramos a ver una película y no hubiera imágenes, sólo el sonido de la gente hablando. La mayoría de nosotros saldríamos del cine. También utilizo las imágenes como una forma de poner en escena lo que está en mi mente. Y sí, creo que se podría decir que me escondo detrás de esas imágenes visuales. Pero no estoy del todo oculta porque esas imágenes también me representan. Después de todo, elegí esas imágenes específicas para actuar como evidencia de mi particular (y a veces peculiar) sensibilidad.



Esta entrevista fue posible gracias a la mediación y traducción del editor Aníbal Cristobo.




 

EL CLAROSCURO DEL PINGÜINO

El acróbata dio tres vueltas a caballo
sobre la pista, después le tiró un beso.
Ella pudo ver cuánto había aprendido.

Todavía practicaba, dijo él,
para merecer un destino brillante.
¿Para qué parte del número

estás ensayando? preguntó ella. La casa de muñecas
resplandeció en la pequeña habitación hasta que apagaron las luces.
Después dulces dulces sueños y en la calle

un farol dejó entrever un carnaval más grande que la vida.
El carrusel tomó velocidad, y luego se detuvo.
Apagaron las luces. Alguien estaba empujando

los autitos chocadores hacia la fila,
ojos brillantes en sus caras con guardabarros.
Era un día seco. Los ojos seguían ocultos

en sus pequeños ataúdes. La mente aturdida
por la ducha. El frío de pronto (alguien estaba hablando).
¿Un cambio de topa? preguntó el dueño de los sueños.

Sí. Ella sería un nuevo azul, el terreno del ahora,
un bonito nunca esperar, uno destinado
al placer en ese espacio entre una pizca del crepúsculo

y el arrorró del amanecer.
El beso llegó en el momento justo.
Una brisa abrió la ventana en una tarde distante.


Mary Jo Bang, del libro Louise in love (2001),
incluido en El claroscuro del pingüino (kriller71, 2013)