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lunes, 13 de octubre de 2025

GERARDO DENIZ. PATRIA


                                                                                                                                        foto de martin parr


Mil olvi­dos y dos recuer­dos me bas­tan para armarla.

El olvido se per­dona, pues cumplía entonces yo dos años:

hablo del churro de mi desayuno tempranero.

Los recuer­dos tienen menos de veinte años.

Unos son los cam­pos junto a Soria,

secos, entris­te­ci­dos al filo de noviembre,

que recorrí con mi amigo al atardecer,

mien­tras den­tro de mi crá­neo resonaban,

inex­plic­a­ble­mente,

los lar­gos arpe­gia­dos del coral de César Franck.

Y al fin, un mes después,

cuando, en el jirón restante

de la calle del Caballero de Gracia,

entré a la tienda aque­lla para que cuidasen de mis fotografías,

y tras el mostrador surgió una muchacha seria

y me miró

y por unos segun­dos sentí deshac­erse, disolverse,

mi pecu­liar y gen­uino sobretodo helveticomexica

y fui un viejo las­civo judío o morisco

requiriendo de amores en silencio

a una don­cella cris­tiana de her­mo­sura casi inimag­in­able. Y amargo como Pafnucio:

—¿Por qué das tal poder a una creatura?

Escribo esto a mediodía (hora de otoño), a midi, ses fauves, ses famines,

y mi graznido de pigargo al arro­jarme al espa­cio postrero, mi Weltinnenraum,

pase­ando, inex­plic­a­ble­mente nervioso, por los pasil­los hue­cos del aerop­uerto de Barajas,

viendo des­fi­lar anun­cios y avi­sos de aerolíneas nunca vistas

que van —pero de veras— a todos mis mundillos,

a Kuwait, a Helsinki, a Ánkara y Angkor, a Sid­ney, vía Djakarta.

Era tam­bién el mediodía (hora de Greenwich)

y cuando por fin me arrel­lané en mi asiento en el avión

son­aba, quedo, música de Debussy

para des­pedirme de mi Eura­sia (un mes atrás, cuando llegué,

la música de fondo era, muy propi­a­mente, de Granados).

Ahora, a luchar con el sol, para lle­gar a Méx­ico a las 11 p.m.,

por­ta­dor de unos tur­rones de avellana

y de un fardo invis­i­ble de recuer­dos que añadir a un mon­tón ya desmesurado.

Soy un bor­botón de magma super­fluo, bro­tada en la super­fi­cie terrestre.

Los bomberos, lla­ma­dos con urgen­cia, aseguraron

que jamás habría peli­gro, que sen­cil­la­mente fuera siendo cubierto el adefesio

con pla­cas de amianto. Mamá tomó fiel nota

y, pasado el puer­pe­rio, dis­eñó diver­sas pla­cas de amianto

y encargó que man­u­fac­turasen doscientas,

mien­tras mi padre se encogía de hom­bros y predecía

que todo aque­llo no serviría para nada.

Tenía razón, pues, todavía hoy,

las pla­cas recor­tadas en amianto, a ima­gen y seme­janza de mamá

no embo­nan ni a golpes, las jun­turas se niegan

y el magma inagotable rezuma y escurre sin reposo;

para colmo, se caen más y más placas

y se quiebran, las tiran o las roban.

De ahí la sin­gu­lar­i­dad inútil de mi exis­ten­cia, si es que fuera tal.

Retro­cedamos. Rep­tando —vaga anímula—,

me lle­varon a cono­cer el mar a Santander.

Tan grande fue mi emo­ción, que eché a andar.

Por ese mar, supe pronto, se va a América, donde no ten­emos nada que hacer.

(Algo anál­ogo repetí en 1962,

cuando, como un Bal­boa cualquiera,

tomé pos­esión del Océano Pací­fico en mi pro­pio nombre

—y es sabido que por él se llega hasta Borneo.)

Pero, de momento, mi des­tino man­i­fiesto fue el lago Léman,

en cuyas aguas me metí y cuyas seiches conocí en —relativamente—

felices años.

Cuando regresé un rato a la penín­sula, en el 92,

la Con­fed­eración Helvética envió a saludarme

un automóvil con placa y escudo y todo

de la República y Can­tón de Ginebra

que vi pasar, dis­creto y efi­caz por una car­retera navarra.

Pero días atrás ya había res­pi­rado todo el aire de Fran­cia en Roncesvalles

y a su zaga, para mí, el de Europa entera,

el aire de mi Helve­cia y de Croacia,

de mi Escan­dia, mi Mun­ster, mi puszta, mi Cir­ca­sia y mi Carelia.

Poco después volvía a Fran­cia labortana,

durante un par de horas, la mitad de las cuales en Ciboure,

donde no se vio a nadie pero los ojos se me ane­garon al cruzar

hacia una casa sim­ple, del XVII, con una mod­esta indicación:

Dans cette mai­son est né Mau­rice Ravel”.

Pronto cruzamos al revés la fron­tera, hacia el Baztán,

donde vi a las bru­jas y bru­jos en las cuevas de Zugar­ra­murdi y cruzó la car­retera un enorme gato negro,

descen­di­ente rec­tilí­neo de los que en otros tiempos

enno­blecían los aque­lar­res con su belleza impar.

Qué quieren que haga yo, si uno de mis zarcillos

se enrosca —ya hacía mucho entonces—

en aque­lla Vas­co­nia que conocí tan poco,

pues no vi ni las cade­nas arrebatadas al miramamolín,

que cuel­gan en la cat­e­dral de Pamplona,

donde no pude entrar porque la esta­ban reparando.

Mediter­rá­neo. —Donde, según el anar­quista Elysée Reclus,

el alma se des­pereza en uno de los cli­mas más tonif­i­cantes del globo (apud. J. Verne).

(Ah, no se me olvide, mide un titipuchal de mir­iámet­ros cuadrados.)

Acaso me aso­maría a él teniendo menos de un año; qué importa,

pero en el año de semi­m­i­le­nario colom­bino, lo conocí en Cambrils

mien­tras unos bar­quichue­los volvían de pescar sardinas,

pese a no haber alcan­zado el Egeo ni, por ende, el Eux­ino argonáutico

donde el Cáu­caso se refleja, ácido y gra­mat­i­cal­mente enrevesado.

Luego, desde Barcelona, el Mediter­rá­neo noc­turno que contemplé

fue sólo un poco de agua som­bría y chapoteante.

Mi único viaje a París

fue —¡casi nada!— cuando estaba a punto

de cumplir cua­tro años.

Todo era inmenso (o acaso era yo chico):

el fuego del sol­dado descono­cido y el arco del triunfo,

las escaleras inter­minables de Montmartre,

y desde el primer piso de la Eiffel

un barco dimin­uto por el Sena.

Cua­tro años más tarde me pasearon tris­te­mente por la Can­nebière desierta,

Meurent les boches”, gara­bateado con gis en un muro. Y las sirenas.

En el puerto un sub­marino pre­histórico, larguísimo, no lejos del barco donde par­tiríamos mañana.

—Aman­des ou sor­bet? —pre­gunt­aba un camarero irreprochable

(almen­dras rel­lenas de polvo o bolanieve como las que nos lanzábamos los esco­lares en Ginebra).

La trav­esía mediter­ránea se dio mal,

me mareé, pero al atardecer

del otro día se oyó gri­tar —¡África, África!

y se vio acer­carse una her­mosa orilla argelina verde y cálida.

De Orán a Casablanca hubo dos tan­das sucesivas,

curiosa la primera, mirando andenes con mujeres moras

como fan­tas­mas de mediodía

(pero al recom­pon­erse la blanca envoltura

una de ellas dejó ver, un solo instante,

una larga falda verde lechuga alegre),

y el tren se fue ati­bor­rando de facinerosos.

Me dormí entre los bra­zos de mi madre

y soñé con la línea de mi lago,

el huerto, los cone­jos, mi gata Feli­ciana y acaso el tango “Celos”

en los cafés al aire libre.

Al des­per­tar mi padre nochempié me informó —con orgullo, supongo, por tener un vástago tierno y geográfico—

que habíamos pasado por Fez de madrugada.

Fez, donde no muchos años antes

lle­varon de vaca­ciones a Ravel, ya fulminado,

y el direc­tor del insti­tuto de estu­dios islámicos,

cer­e­mo­ni­oso y per­ifrás­tico le sugirió, cortés,

com­poner alguna obra de ambi­ente árabe,

y le fue respon­dido difi­cul­tosa­mente —ataxia, apraxia, agrafia, alalia…—

Si escri­biese algo árabe, sería más árabe que todo esto”.

Lo dijo Ravel cubierto de gatos —“saben cuánto los quiero”—,

en tanto que a mí me habrían de lla­mar, en dos o tres edi­to­ri­ales, aprovechando un título del odioso Drieu,

L’homme cou­vert de femmes

porque dieciséis sec­re­tarias cada mañana

pasa­ban a verme y por mi bendición,

mer­mando mi forzada labor en pro de la marxismo-leninismo-castrolatría,

en tanto que otras muchas, en gen­eral más feas, apreta­ban el paso al cruzarse conmigo.

Y es fácil enten­der tan opues­tas reacciones

ante un señor nada mal y algo desconcertante

que pasa, anima sdeg­nosa, salu­dando apenas,

escucha pero nunca aconseja,

con­ste­lado de pres­ti­gios tan indis­cutibles como insondables,

que cuando le pre­gun­tan evoca con aplomo la costa soleada de su natal Turquía

—si bien otros dicen saber de buena fuente que es español aunque no se le note,

así como tam­bién con­sta que tim­o­nea una pequeña familia común y corriente.

¿Qué hacer ante él sino platicar un rato y, si no, persig­narse y escapar velozmente?

En su oficinita sobre­sale de la pared un pilar de cemento

que luce en rojo un mon­tón de para­le­las: son las estaturas

de algu­nas vis­i­tantes diarias y el cien­tí­fico lo explica en detalle a quien soporta oírlo.

Sen­tada al pie de esta escala, una asidua le espetó estas mem­o­rables palabras:

—Te envuelve un mis­te­rio que jamás podrás imaginarte.

—Ah, caray. Yo nada más me creí un vis­i­ta­dor de calei­do­sco­pios competente,

avezado en los ritos y pirue­tas concomitantes.

En el aerop­uerto de México

la luz verde me salvó de tener que abrir mi saco de viaje,

ati­bor­rado de tur­rones y libros vascos

que hoy por hoy ya me han robado.

Recibido por cua­tro de familia,

advertí un pelotón de mujeres, toda la lira,

acom­pañado por un quin­teto de ancianos

que, con salte­rio y todo, empezó a tocar valses nacionales viejos.

Las reconocí a todas y del grupo se alzó un mur­mullo de frases evocadoras:

(en primera fila una niña bonita sólo se agitaba,

con un chupón out­sized entre los labios.)

Tienes mucho que dar pero no lo sabes ofre­cer; Eres un apa­sion­ado y eso no tiene objeto; Eres el colmo de los col­mos del amor, sin ser nada empalagoso; Sí, Joan, mucho, mucho… mucho, mucho; Eres un cabrón tierno; ¿Así lo hacen de bien en esas tier­ras adonde vives?

El acento de esta última pregunta

me sor­prendió y busqué con la vista a su autora. Inquirí:

—Y tú, ¿en qué vuelo has venido? Anteanoche nos des­ped­i­mos para siem­pre en Madrid.

—A lo mejor tengo una capa del super­mán. Pero no te alarmes, que esta misma noche tengo que volver.

Cierta nativa audaz se adelantó:

—¿Sabes cómo se llama este vals viejo?

—Sí. “Algo se pesca” (recordé Cam­brils), y cuando oigo ese título me acuerdo de ti.

—Desagrade­cido.

Saludé al grupo con una ele­gante incli­nación de cabeza y una son­risa casi imperceptible.

Media hora más tarde comía yo en familia los tacos vari­a­dos de la medi­anoche al sur de la ciudad.

Con­taba yo y con­taba, y sin dejar de bromear sentí que todo aque­llo se trans­formaba en Aca­pulco treinta años atrás, o mejor sólo veinte. Nel mezzo

—porque acababa de escuchar el mejor elogio

en labios de la que me llevó a ver un Aca­pulco imposi­ble­mente azul.

¿Hasta dónde se va por este mar, decíamos?

Hasta Bor­neo —y es un caer de ánge­les la hora.

Entonces dos ánge­les vieron que las hijas de los hom­bres eran bellas

y las amaron: lo hondo del beso en cruz está en el centro,

Il pleut —c’est mer­veilleux. Je t’aime.

Nous res­terons à la maison:

Rien ne nous plaît plus que nous-mêmes

Par ce temps d’arrière-saison [Carco]

(Salta­ban cha­pu­lines tes­taru­dos con­tra el vidrio.)

Escribí por ahí que mi infan­cia no fue feliz, pero sí interesante.

Ahora entiendo que así fue toda mi vida.


 Texto apare­cido en la edi­ción 156 de la revista Crítica.


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