sábado, 25 de octubre de 2025

AZAHARA ALONSO. DIGRESIONES ALREDEDOR DEL TURISMO, ¿UN EJERCICIO DE GOZO?




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La mirada extranjera es casi siempre inocente y sesgada, y se manifiesta en oraciones rotundas, como cuando digo que el encanto de esta isla reside en la dificultad para entrar y salir de ella. No todos sus habitantes piensan lo mismo, y han empezado a ansiar una idea de progreso tan rápida y peligrosa como las habituales, que tiene la forma de túnel subacuático o de puente para unir ambas tierras, aunque por ahora solo los separa a ellos por sus opiniones. Es probable que el estilo de vida del lugar cambie por completo, que ya no sea viable dejar las llaves de casa puestas por fuera. Es seguro que el ecosistema se resentirá, reconocen todos. Pero es importante por el turismo, por los empleos. O, como dice Óscar Calavia: «No hay actividad, por nefasta que sea, que no pueda justificarse por los puestos de trabajo que genera».

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En un primer momento, parecía que la caída de la Azure Window supondría un letargo en el turismo de la zona y, en consecuencia, de la isla. No tenía por qué ser así, en las mismas coordenadas hay otras tres atracciones: Fungus Rock, Blue Hole e Inland Sea. Cada una tiene su propio público: la primera interesa sobre todo a quienes disfrutan con la historia y sus hitos, ya que esta roca es conocida por disponer en su cumbre de una hierba medicinal muy codiciada por los ingleses durante su ocupación (con el tiempo, se demostró que no tenía las propiedades que se le atribuían), pero también, mucho más pintoresco, por haber resguardado en los muy anteriores tiempos púnicos a algunos piratas en la bahía que cierra; el Blue Hole es un pozo de agua cristalina al que los instructores de buceo llevan a sus alumnos; Inland Sea, unos doscientos metros hacia el interior desde la extinta Azure Window, es la laguna formada por una oquedad en la roca, un mar interior sobre el que en semicírculo se cierra un mínimo puerto pesquero ahora destinado a ofrecer paseos en barca para admirar la zona. A pesar de la desaparición de su principal reclamo, los isleños no renuncian a mantener el rédito de la antigua ventana natural y, sumando esto a sus supersticiones, han querido llevar ahora la atención hacia un nuevo punto: una cara de perfil que supuestamente aparece en los restos de las rocas caídas. De forma similar, en un libro sobre algunas curiosidades del archipiélago se invita a ver un segundo rostro. Solamente se accede a su imagen desde una barca a través de ese mar interior y, en palabras de sus autores, «la cara mira hacia el lugar donde el arco natural de la Azure Window se mantuvo, y parece haberse quedado congelada en el shock de su ausencia, un sentimiento compartido por muchos». Es lógico que tengamos nuestras reservas.

 

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Esperar ordenadamente nos hace más civilizados, y también parte consciente del enorme volumen de personas con los mismos deseos. Es una de las formas de vivir en comunidad, algo que nos da la idea clarísima de que no estamos solos ni somos los únicos que vamos a hacer algo. Hay decenas, centenares o miles de personas que quieren hacer lo mismo al mismo tiempo. Nace entonces una de las paradojas del turismo contemporáneo: el anhelo compartido y ya imposible de ir a un lugar desierto.

 

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En realidad, y como de casi todo, de la Ciudadela tuve noticia a través de un mapa. Primero estudio el plano del lugar que habito y después el terreno, a brazo partido contra la lógica. En la escuela de idiomas me habían dado uno. Entre clase y clase, si es que a esos encuentros dentro del aula los podíamos llamar así, los extranjeros merodeábamos por el pequeño edificio a las afueras de un pueblo de la zona oeste y su patio, orientado al este y desde el que se veía gran parte de la isla, que por entonces parecía insondable. Por el hall se paseaba también George, aunque con mucha más seguridad. Era algo así como el bedel de la escuela, pero no hay oficio en la isla que se parezca al del continente. George hacía bromas muy blancas sobre la procedencia de cada estudiante, nos daba palmaditas en la espalda y nos contaba de primera mano algunas de las cosas que ocurrían en la isla durante esas semanas. Nada que no pudiéramos saber aunque llevásemos dos días allí: fiesta en el Roof Garden, fuegos artificiales, cuál es la playa oficialmente más bonita del perímetro. Hubiera sido mejor que nos contase cómo funciona la relación entre el aire y las medusas, o la manera de conseguir que los camareros no nos dieran la carta con precios para gente de fuera. El primer día hizo entrega del mapa, cuya producción estaba patrocinada por un nuevo supermercado y se conseguía normalmente en la oficina de turismo, donde trabajaban su hermana y su sobrina. Sin mucho detalle, en el espacio de un folio se mostraba la isla y se señalaban únicamente los nombres de los pueblos principales, las playas y los lugares de interés turístico (cada cala, una sombrilla, una cruz por cada iglesia).

 

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Mi compañera de trabajo, Jess, era amiga íntima de aquella pareja. Había estudiado Turismo y se esforzaba en hablarme en español, aunque apenas recordaba del colegio y un par de viajes algunas expresiones —«Holaguapacómoestás»—. Tenía grandes planes de futuro que incluían estudiar Cine en Inglaterra, pero murió poco tiempo después, cuando un jovencísimo policía ebrio chocó frontalmente contra su coche una madrugada. Ni siquiera fue juzgado.

 

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De los pocos lugares que he visitado hasta la fecha (no hay en mí esa ambición de poner chinchetas sobre un mapa colonizado, sino de volver una y otra vez a los mismos o, como decía Buñuel: «Nunca he viajado por placer. Esa afición por el turismo, tan difundida a mi alrededor, me es desconocida. No experimento ninguna curiosidad por los países que no conozco y que nunca conoceré. Por el contrario, me gusta volver a los sitios en los que he vivido y a los que me atan los recuerdos»), en todos he conocido sus cementerios por una oscura afición. Del mismo modo, imagino que los amantes de las artes plásticas visitan los museos, los creyentes van a los templos, y los cocineros y entusiastas de la gastronomía en general quieren conocer siempre los mercados, ansiosos por ver con sus propios ojos el núcleo de la vida de esos sitios, entre la familiaridad y la extrañeza. Sin embargo, desde hace unos años todo el mundo visita parques y museos, los ateos sin interés en el arte acuden en masa a las iglesias y nadie olvida los mercados, incluso quienes no tienen maña culinaria y se alimentan habitualmente a base de platos precocinados. ¿Qué les interesa honestamente, qué les lleva allí si ni siquiera conocen la mayoría de esos lugares en su propia ciudad? Supongo que una curiosidad adiestrada.

 

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¿Y cómo sabe una lo que hay que ver en un destino? Pues nada más fácil, porque siempre está indicado en las guías, los artículos, los paneles informativos, las redes sociales, los libros de viaje —tomo aire—, los folletos de museos, la referencia de quienes ya lo han visitado, las señales a pie de calle, la oficina de turismo. La red está inundada de artículos ciudad, titulados «Qué ver en X», donde la equis es cualquier calle, pueblo, país, espacio acotado por distintas arbitrariedades. Instagram está infestado de geolocalizaciones, como si los usuarios tuvieran la compulsión de hacer público siempre dónde están. Todo esto responde a un ansia de consumir espacios con los ojos: ver, ver todo lo posible de ese sitio al que uno viaja para que así no parezca un desplazamiento en balde. Tantos siglos después, es cierto de una manera nueva: veni, vidi, vici.

 

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MacCannell habla de ese proceso por el que determinados sitios, hasta entonces indisociables de su contexto, acaban siendo puntos neurálgicos del turismo, porciones aisladas de espacio. Basándose en la semiótica, propone que cada atracción turística es un signo que representa algo para alguien, y por eso es necesario llamar la atención del turista a través de un marcador del lugar. Se trata de una pequeña o escueta información que supone el primer encuentro de quien viaja con una vista obligada. No con ella, sino con su representación: su nombre, su imagen o un plano sencillo de dónde se encuentra. Esto explica por qué personas sin intereses específicos en un mercado acuden a él cuando no es el de su localidad. El gusto es tan maleable que basta con generar un marcador de espacios, una sencilla llamada, para que a casi todo el mundo le apetezca ir a esa zona e incluso, una vez allí, se sienta satisfecho y haga gestos de complacencia. Le han dicho que es importante verlo, le han señalado cómo llegar, sabe qué cosas merecen la atención del objetivo de su cámara, sabe qué imagen puede ser envidiable.

 

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Pensando en Xiapu, también hay una respuesta a ese fenómeno en el libro de MacCannell: el turismo convierte la relación del ser humano con su oficio en atracción. Y añade que «la relación entre el hombre y su trabajo es potencialmente mucho más compleja que el modo en que se presenta en el protestantismo, en el capitalismo o en el turismo». Curiosa equiparación de sistemas que yo no podría haber sugerido mejor. Se habla entonces de la sacralización de los lugares. Pero «lo sagrado es la repetición», mi único talento.

 

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Cuando decidimos ir a vivir a la isla, todavía no conocíamos a nadie que hubiese estado allí. En aquella época, la mayor parte de su turismo lo protagonizaban los británicos y los jóvenes que iban a estudiar y practicar inglés durante unas semanas a la isla grande del archipiélago. Esa era la parte oficial, no por ello menos cierta, pero a los españoles se nos conoce en el país, desde entonces, por ser gente aficionada a beber en la calle, a gritar y a ensuciar. Nuestras primeras investigaciones en Internet no fueron en la línea de qué ver en las islas, teníamos mucho más interés en saber, por ejemplo, si encontraríamos demasiados problemas para alquilar una casa para una estancia larga o si todavía podríamos movernos en los míticos autobuses coloridos de la Cooperativa (y no pudimos, para entonces ya había llegado una multinacional inglesa). A pesar de no tener conocimiento directo, varias personas nos dijeron que teníamos que ver allí dos cosas: la fábrica de PLAYMOBIL y Popeye’s Village. Mi infancia no estaba demasiado ligada al recuerdo de esos muñecos, y de Popeye solo me había quedado la imagen de las espinacas y un ancla en un bíceps inusualmente marcado. ¿De verdad entonces tenía que visitar aquellos destinos?

 

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¿EN QUÉ MOMENTO mi vida empezó a ser accesible solo en vacaciones? Padezco el síndrome de la isla en plena meseta, y eso a pesar de haber vivido en una isla de verdad hace tiempo. Su atractivo principal, antes de la tormenta de chanclas y fiestas, era el silencio. SHHH, IT’S THE ISLAND, decían los carteles del ferri indispensable para llegar a ella, y también los de la oficina de turismo. No mentían, lo raro era escuchar algo. Como la noche en la que varios gatos se pelearon debajo de nuestra ventana. No llevábamos allí ni diez días y yo me desperté pensando que era el fin del nuevo mundo. Mi capacidad para el drama es excelente. Desde entonces y en aquella primera casa, no hubo noche en la que no me despertara sin razón y deambulara por el largo pasillo hasta la cocina, abriendo la puerta de todas las habitaciones, fascinada y muerta de miedo por la cantidad de mar que me rodeaba, por el silencio. Es difícil contar cómo se vive allí, mimetizar las palabras con su calma. En la ciudad grande soy eficiente, el estrés resulta ameno (ya se sabe lo que se elige entre el dolor y la nada). En la isla, en cambio, vivía de mirar el cielo, que era más grande que en cualquier otro lugar. Un reflejo azul porque, de tan pequeña, la isla es casi agua. Yo solía ser una de esas figuras que caminan sobre las azoteas, y disimulaba mi labor de lectora y contadora de nubes. «¿Cuál es tu oficio?», me preguntaban. Tenía que morderme la lengua para no decir que los idealistas nunca han vivido de la tierra.

 



Azahara Alonso, Editorial: Siruela, 2023


JOSÉ ANTONIO LLERA. TANATOGRAFÍA

 




La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea, selecciona sus momentos verdaderamente significativos […] y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto, lingüísticamente no descriptible, un pasado claro, estable, cierto […]. Solo gracias a la muerte nuestra vida sirve para explicarnos
.
Pier Paolo Pasolini

 

III

¿Dónde está la memoria? ¿En qué cuadra duerme?

¿La memoria significa recordar una fotografía,

o esa imagen impresa es lo único que queda del pasado, cuando se hundió la memoria sin dejar otras señales? Estoy en el patio de una casa adornada de plantas

—yedra, hortensias, magnolios—, y llevo pantalones amarillos que atraen a las abejas asesinas.

Mi cara es la de un púber, sin rastro de bocio,

corto de estatura en comparación con otros compañeros. Desde el borde de la fachada, los observo.

¿Elegí yo ese lugar, el borde que toca el marco de la fotografía? Me daban asco las lombrices y el codillo.

En la cuadra, Luis quiso hacer espiritismo con una Biblia y unas tijeras, de repente. “¿No habéis visto que se han movido?”, decía abriendo mucho los ojos para poner a prueba nuestra incredulidad.

Hice la primera comunión a los ocho años: una cruz dorada colgando en el pecho

y mi flequillo del color de la cruz.

El cura me pidió que le dijera un pecado

y la cruz se puso negra porque yo no sabía,

y el flequillo se puso negro porque yo no sabía y me lavé las manos en la sombra húmeda.

Siento que vomito el pasado con sus aparejos. Lo vivido está en coma, en el jergón de al lado,

en círculos borrosos que miden la edad de los abetos. A también me habría gustado, como hizo Eneas, sacar a mi padre en hombros del incendio, arrancarle la perla turbia de aquel ictus.

Sin embargo, camino solo.

¿Quién portará mi peso hasta desfallecer?

 

Resuenan en el valle disparos de postas.

Los buitres acechan detrás de los almendros

los viejos osarios y las ingles que dejan asomar el vello.

La verdad se encerró en esta torre y todos orinamos en su escudilla.

En mi castillo interior reconozco la pureza

del tomillo y la manteca, discuto con mis ballesteros y canta la tórtola en una cavidad que ignoro.

Fresas blancas en las alacenas de la muerte.

 

¿Qué clase de derrota preparó para nosotros esta somnolencia que nos aletarga ahora?

En mi familia abundaron los fingidores:

un tío materno sostuvo delante de muchos parroquianos que había matado un gallo de veinte kilos,

insistiendo para que le creyeran.

Nunca me enseñaron a jugar al ajedrez, ni yo quise aprenderlo por mi cuenta.

Se me daban mejor la invención o la tristeza.

Los amigos formaron un grupo de seguidores

de Anne Rice, barro y peonías en los portales de Belén, Suzanne Vega en la Plaza Mayor cantando “Luka”, cervezas de sabor a frambuesa, luces de neón

en el prostíbulo de la calle Parras, frecuentado por quintos y tullidos.

En Paleografía leíamos los viejos testamentos escritos en letra gótica, sin intuir aún

por qué había que testar si todo sabía a albahaca, si la piedra se deshacía no por el mal del tiempo, sino por piedad y complacencia al tacto.

Escritura automática en una vieja Olivetti, desnudos en un camping de Blanes.

Siempre amanecíamos en las cocinas, fregando la loza de madrugada,

empapando de maicena nuestras celebraciones, tránsfugas desbocados a petición de las muchachas que hablaban de Marx y Freud mientras bebían licor de hierbas o absenta apócrifa.

Nunca creímos que alguien pudiera romperse un hueso.

es ist Zeit… es ist Zeit…

Espío mis propios rituales, me sumerjo en mi biografía, me adentro en sus empastes, hurgo en sus escondrijos. La revancha se cubre las manos de amoniaco,

gañán que no entiende modales, atusa mis temores: “Los surcos no se pisan, hijo”, me advertía mi padre.

¿Cómo no me iba a refugiar en las ciudades

si no sabía andar por el campo ni cuidar los surcos? Aquella claridad que descendía del cielo me pareció solo parte de un decorado teatral.

¿Cuáles serían mis otras moradas de aquel tiempo?

(Si hoy ha muerto Paolo Rossi, héroe del Mundial del 82, entonces yo también soy mortal).

 

Fui a buscar la belleza en los tejados escapando de la polio. Me apretó

en sus manos rudas Rafael, que no era un arcángel, sino que colocaba huesos y cobraba la voluntad (estampas pías, olor a cremas analgésicas).

Fui a buscar la belleza en los tejados

y subí por la escalera que llevaba al desván.

En la terraza, escalé hasta la antena

y desde allí toqué adrede los cables de alta tensión.

Fluía la electricidad y mis ojos gravitaron en las corrientes tumefactas. Anochecía.

Luego dijeron: “Cosas de críos, qué barbaridad, casi lo mata la corriente, a quién se le ocurre.

Ninguno tiene una idea buena”. Un cable era la vida; dos la muerte,

pero amaba rozar el aguijón del alacrán y no tuve miedo.

También estuve cerca de la muerte años más tarde.

Me hicieron una resonancia magnética

y me inyectaron una solución yodada en vena. Al instante sentí que me ahogaba.

Por suerte, todo pasó en unos segundos

y, mientras el médico observaba las circunvalaciones de mi cerebro por el monitor, yo me puse a pensar en Walt Whitman para confundirlo.

 

El frescor del légamo en las acequias,

la preparación de las semillas de eucalipto

para las cerbatanas —cuanto más dañinas mejor— y el dibujo a tiza de un triángulo en el suelo.

Aprendí a purificar mi voluntad en los juegos callejeros. Aprendí a usar los codos y también a rendirme a tiempo, a no quejarme si el dolor me doblaba por la mitad.

Aunque nuestros padres nos alejaban de la muerte para que no nos ahogara el insomnio o la obsesión,

conocíamos los clavos que coronan la ruina y la vergüenza.

 En casa repetía mi padre: “El miedo guarda la viña”. Pero no era miedo.

Perder era la forma que teníamos de madrugar

aún más al día siguiente, de medir las proteínas en la sangre. Mientras tensábamos los arcos —varas de morera arrancadas de los semilleros— nos deslumbraba el sol.

Esa era la yesca que animaba nuestra infancia.

Otras veces el cuerpo entraba por las gateras

y me decía desde dentro: “Ven conmigo, ven a la culpa”. Pero yo no quería ver las leznas clavadas en el barro.

El día en que me picaron las avispas

en brazos de mi abuela, el sol olía a gasolina. Llovía marrón detrás de las paredes de la casa.

En la calle Los Mártires los pajares abrían de madrugada para calentar la indolencia de los albañiles.

“Tengo ganas de volver a verte”, me dijo la tórtola. Así era nuestra forma de querernos todos, saltando de avispero en avispero.

 

No es olvido, ni tampoco desafección.

La ropa de nuestra vida la han tendido al aire y otras manos distintas de las nuestras la orean para solaz de las alimañas y las bestias.

Repleta al fin de costurones, la acercamos a la piel y con ella se confunde.

Darle la vuelta es solo una posibilidad de cobardes. Más difícil fue aprender a montar en bicicleta porque teníamos que aceptar que la quietud

alimenta la caída y solo la velocidad se apiada del cuerpo. Ya no volveremos a buscar la belleza en los tejados.

 

 

 

VIII

 

Sobre la mesa de snooker, Ronnie O’Sullivan bosteza y le gana la partida a Barry Hawkins.

En la apertura del grupo de bolas rojas,

siempre existe un punto de azar, y de poco sirven los conocimientos de geometría o aritmética.

El espacio se curva, la gravedad se impone ciegamente.

Vivir es trasnochar en esa certeza, traficar

con números marchitos, no asustarse si la bola blanca se dirige inevitablemente a la tronera.

El árbitro anuncia la falta y limpia la bola. Los focos hacen sudar.

No hay público. Nadie aplaude.

 

Los jugadores tiran piedras contra el cielo y el cielo se las devuelve.

Todo maquina contra todo: la leña contra el bosque, la legaña contra el ojo, el mioma de Dios

contra el músculo y sus fibras más delicadas. Salgo a correr y me persiguen los acróbatas,

los filatélicos, y todo me sale a pagar en los andenes, y todo me certifica el óbito, su talega de ayer,

la bota mordida por Van Gogh, el desorejado.

Estoy por preguntar: “¿De quién son estos pellejos?”.

Nadie me responde y por eso me entrego al juego defensivo: rozo la bola roja

y llevo la blanca hacia arriba, pegada a la banda. Es turno del otro jugador, que bebe un sorbo,

se levanta derecho hacia la mesa y me mira fijamente, contrariado.

 

Ni Escila ni Caribdis. Ni Moloch ni Nosferatu. Los monstruos eran otros.

Las clínicas cerraron y abrieron sucursales.

Con el látigo de Cristo se hicieron pelucas postizas. La carne se puso a temblar en las culatas del espíritu.

Solo un hombre pequeño se dedicaba a cuidar huesos, ejercitando la fascinación y las pústulas.

Más allá, los reclinatorios de las hamburgueserías.

El vendedor de los grandes almacenes explicaba a su clienta: “Si sopla por este orificio, el bibelot

se pone en marcha y recita canciones de la guerra”. (Dijiste: “Hay tiempos en los que toca escupir

y otros en los que toca tragar culebras”).



 





X

 Simone Weil necesitó de la pobreza y la tisis

para aproximarse al pleno significado de la gracia.

No quieras entender siempre, no tengas ese afán de sentido en medio de cada axila. “Vas para atrás, como los cangrejos”,

te reprendía la maestra en el aula, que olía a falsa resurrección.

Fuiste incapaz de memorizar el credo

de puro insolente, por pura rabia contenida. Retrocede al verde de los chopos, a las paperas, incluso al misterio de las ortigas

que no picaban si aguantabas la respiración.

Que todas tus averiguaciones duren solo una tarde y sean sobre alfombras sucias de pisadas.

¿No ves que tu gato te observa sin querer comprenderte?

“Lesson learned, wish me luck”, escribió Kurt Cobain.

Estoy dispuesto a encerrarme en las cabañas igual que un telegrafista que aún no sabe

que la guerra terminó hace un siglo y continúa mandando mensajes cifrados a sus mandos.

Este es el momento de máxima lucidez:

pensar en las casas encantadas donde decapitan turistas, ir bordeando la acequia sin mojarse los pies

y decir muchas veces seguidas las palabras del pan.

Ahora, el rayo de mi conciencia es un vaho rojo, se presenta en forma de retales y hábitos dañinos, menstrúa, me enseña a mi padre

—septiembre de 2009—

hemipléjico en una cama de hospital a causa del ictus, lo mismo que si hubiera estado cosechando sorgo,

y yo recluido en los lavabos, desolado, aspirando el tabaco de las enfermeras que se encerraban para fumar lejos de la supervisora,

lejos de las cánulas y las insinuaciones del internista. En la mesilla, dentaduras y juanetes.

La enfermera me preguntó:

“¿Has tropezado mucho en esta vida?

¿Te han untado poco con la miel de los pezones?”. Mi conciencia no se doma, aunque debiera sentarse a firmar sus armisticios.

A veces nos ocurre lo que a Filoctetes,

solo en una isla, arrastrando la herida que apesta, rechazado incluso por las hienas y los buitres.

¿Con quién vamos entonces a repartir

los beneficios de la usura sobre el tiempo? “Castiga siempre a los henchidos en su saber”, me dijo la enfermera mirando el termómetro. Yo metía los dedos en la boca de mi padre, toqué sus dientes negros por el Winston.

Y viajé yo solo hasta ese hueco, y allí estaba

la luz enamorada, comprendiendo el lujo del vacío,
sus molares firmes e indefensos.

Luego le pregunté a mi padre, que tenía los ojos cerrados: “
¿Qué harías tú si la memoria fuese una liebre muerta?”.

 

 

XI

 

La espondilitis anquilosante es una enfermedad reumática.

Simponi 50 mg. Leer el prospecto antes de usarlo.

Solution for injection. (Caducidad: 01-2022).

Naturalmente, nunca reviso el prospecto

antes de ponerme la inyección en el recto femoral de la pierna izquierda. Mejor fijo la mirada

en el libro egipcio de los muertos:

“¡Tú eres puro! ¡Tú eres puro!

Te han lavado la parte delantera de tu Cuerpo con agua de manantial.

Perfumada con incienso y purificada con salitre tienes tu espalda.

Todo tu cuerpo ha sido lavado con leche de vaca Hap, con cerveza de la diosa Tennmit y con salitre.

Ha sido borrado todo el mal que tenías”.

 

Ahora lo comprendo: escribir es también

inyectarse venenos, propagar nuestras calamidades. (Ya lo dijo Alejandra Pizarnik en su diario:

“La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura”).

Renuncio a la introspección si la hierba danza, si puedo salir a ver a las abubillas en los parques,

renuncio a escribir doscientos ochenta caracteres si admiro a Basho o Kobayashi.

No te extrañe lo abyecto: también bebes en su mano. Toma la espátula y rasca, ráscalo.

Cuando me preguntaste qué hice todo este tiempo en que anduve perdido en las ciudades,

te respondí que descansé en la sembradura de los merenderos. Recorría las ermitas entibiando el agua para los recién nacidos, arreglaba vallados para volver a derribarlos.

Ese era el pacto: esperar hasta que llegaran

las primeras nieves, escribir con sangre de Gorgona.

¿Quién me pondrá plata dentro de la pierna?

¿Quién sabe todavía lo que puede un cuerpo? El único botín es una amapola de humo.

Arthur Cravan, desde México, le dijo por carta a Mina Loy: “La vida es atroz”.

Vi a los mejores plusmarquistas de mi generación encerrarse en moteles sórdidos y dejar mensajes de despedida, como el que pudo escribir

el saltador de longitud Yago Lamela.

Vi temblar de hambre incluso a los linces, retractarse del sermón a los predicadores.

 

Pese a todo, pese a que la partida se ha puesto difícil (hay muchas bolas rojas pegadas a la banda),

solo necesitas una falta del adversario para forzar el desempate.

 

y XII

 

Por eso tuve que morir

en el cuarto de las puertas pintadas, por eso tuve que amar lo que bizquea, para comenzar todo de nuevo.

 






 

 JOSÉ ANTONIO LLERA (Badajoz, 1971) es profesor titular de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado seis libros de poesía: Preludio a la inmersión (1999), El monólogo de Homero (2007), El síndrome de Diógenes (2009), Transporte de animales vivos (2013), El hombre al que le zumban los oídos (2021) y Tanatografía (2022, Premio Leonor de Poesía). En 2017 obtuvo el XXIII Premio Café Bretón por el dietario Cuidados paliativos, que tiene su continuación en Estatuas sin ojos (2023). Recientemente, ha aparecido su primera novela: Una danza con los pies atados. Entre sus monografías académicas destacan: El humor en la obra de Julio Camba (2004); Los poemas de cementerio de Luis Cernuda (2007); Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman (2012); Lorca en Nueva York: una poética del grito (2013); y Vanguardismo y memoria: la poesía de Miguel Labordeta (2017, Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria).


Las fotografías son de Nan Goldin