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sábado, 11 de octubre de 2025

CRISTIÁN GÓMEZ OLIVARES. HAY CONGRESOS EN VIENA POR TODAS PARTES


EXTRAVÍOS

Todavía sigue en pie

el hotel de París donde Vallejo

vivió una temporada con Georgette.

Las arañas de rincón representan la nostalgia de infinito.

Mis amigas ya son abuelas, pero mis amigos

siguen haciendo el mismo tipo de comentarios

que hacían después de levantarse del suelo,

jurando que no volverían a tomar.

La nieve cubre nuevamente la cordillera,

y me pareció que a alguien podría interesarle:

los gatos se escuchan por la noche

cuando uno espera la llegada de los malandras

de los que es imposible seguir culpando al régimen.

Los fuegos artificiales ya no son juegos de niños.

La medicina es un campo minado, pero el paisaje no

tiene la culpa de los adjetivos que sus fanáticos

le cuelgan, tal vez lo que quiero decir no sea más

que esto: haría falta un soneto a la luna,

un auto de fe para enjuiciar a los que intentan

respirar bajo el agua, a los intentan apoyarse en el viento,

permítanme elogiar a los que ven en el humo de las fábricas

el nombre de los que las mantienen funcionando:

las espléndidas ciudades son una farsa

cuando sólo se respira con los pies.

Hay que pagar el arriendo, hay que dejar

escrita la tragedia de estas hojas.

La gramática no guarda ninguna relación

con que hayamos mirado las estrellas.

Los que saben lo que quieren

van al quiosco y lo piden con buenas

o malas palabras, los que a orillas del mar

dejan que las olas toquen sus pies

y conducen mirando por el espejo retrovisor

para entrar a su manera en el porvenir

aparecen en una añeja fotografía

asaltando el Palacio de Invierno: la compré

en una feria de antigüedades que es donde se

consiguen ese tipo de documentos.

También encontré: el acta de matrimonio

del modernismo con las vanguardias,

la dirección del Zambo Verástegui en el cielo

y la receta para transformar

el agua en vino tinto. Pero créanme:

a nadie le he lavado los pies

después de escuchar mi condena. 

Ni he tirado del mantel con los cubiertos encima.

Ni me dejé castigar por los que deberían haberme castigado:

mojé las estampillas, envié las cartas.

Y ante la llama encendida recordé que toda ley es severa.

Y sólo piedra entre las ruinas, jeroglífic0s

en lugar de señales de tránsito:

banderas negras flameando de noche.

Pedí tregua y me dieron agua.

Pedí agua y se ofendieron.

Pido perdón pero no me escuchan.

La cordillera permanece impertérrita.

Con un poco más de nieve o tal vez con un poco menos

la cordillera de Los Andes permanece impertérrita. 

 

 

 

Un nuevo congreso de Viena se ha reunido.

Trazan mapas con alfileres

que representan los territorios a repartir.

No es nada nuevo que alguien distribuya

lo que no le pertenece

y justifique la urgencia de su tarea

acogiendo a los niños a su alrededor

para después guardarlos en un libro

donde nadie los obligue a sonreír.

Las pinturas más negras de Goya

son las actas de semejante reunión.

Dicen que las pintó con un sombrero

coronado de velas, yo diría

que para pintar al diablo se necesitan

las murallas de una casa

y una mujer joven, la noche

como telón de fondo

pero también

como testigo. Un nuevo

congreso de Viena

decide que la Biblia es un contrato

y los abajo firmantes

los encargados de cumplirlo,

si te preguntaron o no si querías

formar parte, si leíste o no

la hoja que tenías delante de ti,

si pudiste o no sacarte la venda de los ojos

son detalles que en nada empañan,

pura semántica que no enloda

ni beneficia el avance de los trenes

por la llanura: los bisontes

están allí para cazarlos,

la tierra prometida

se encuentra delante de tus ojos, ignorarla

sería pecado de ignominiosa sofrosine,

no actuar cuando deberías

haberte levantado de esa mesa

y proclamar con el último vaso en la mano

el manifiesto vanguardista que escribiste

vistiendo tu uniforme de colegio: los asistentes

trajeron séquito y caballos

para que las monturas

se encargaran de detener el tiempo

y los monteros dispararan por nosotros:

el jardín antes que las flores.

Al próximo congreso

asistirán con las semillas en la mano.

 








Hay congresos de Viena por todas partes.




 

 

Tayllerand, viejo, Tayllerand,

aprende como un apóstol

a caminar sobre las aguas,

no importa lo turbulentas

 

que vengan en contra de tu bote.

Lo principal es la fe, los peces

se acercarán como nosotros

a las redes, las mareas

 

serán piadosas y los vientos

que corren no necesitan

para ello de tus piernas:

síguelo y no te olvides

 

que para alcanzarte

el enemigo también

debe acercarse: derrota

 

es una palabra demasiado seria.

Los intereses permanentes del país,

la paz que para ser debe ser duradera:

cincuenta años sin que te pongan

 

la mano encima. Y cojeando.

 





Un congreso de Viena en el colegio de tus hijos.

Donde los columpios son una amenaza.

Y el recreo es visto con sospecha.

 

¿Recuerdas los manzanazos en el ojo,

 

            los pelotazos de plástico, las peleas

            entre gladiadores de segunda?

 

Podría darte nombres y apellidos, pero en qué

ayuda eso a nuestra causa. Podría mencionar

 

el garrote vil, la inspectoría, la citación

de padres y apoderados.

 

Pero en qué ayuda eso a nuestra causa.

El territorio francés debe permanecer intacto.

 

La integridad de la nación está en juego.

El único sobreviviente de cinco décadas de circo

 

sabe que la cojera juega a su favor: el ritmo,

saber guardar silencio, esperar

 

            hasta que los músicos se rindan

 

al cansancio. La firma es lo de menos,

lo imprescindible

 

                        es haber entregado a tus propios padres

 

para salvaguardar para corregir para comprender

 

que napoleónico es estar desterrado

(en qué ayuda esto a nuestra causa)

sin que vuelvan a dormir tranquilos.

 

 

EL POPULISMO DE LOS AÑOS SETENTA

 Ahora me arrepiento de haber leído

esos volúmenes que me llevaron a creer

en las predicciones del oráculo disfrazado de

mendigo: marineros colgando del mástil

se mueven inflamados por el viento.

¿Cuál es el nombre de la película?

Acuérdate de que los leíamos sin que nadie se diera cuenta.

Los guardábamos en una mochila que usábamos para acampar.

Excursiones al patio de tu casa para hablar

con propiedad del territorio. También nos echaron

del trabajo para cumplir con los ritos imprescindibles.

Una lámpara de noche, una botella de agua

durante el día. Los cristales en el estómago de mi amigo

podrían haber sido una bendición si hubiera estado aquí

para contarlo. Entramos al futuro mirando por el espejo retrovisor.

En vez de manejar nos alejábamos. La elección de los tiempos verbales

es el azul de nuestras venas (estábamos muriéndonos de frío.

Esdrújula tras esdrújula resulta imperdonable, pero no importa:

ese libro de los astros apagados que todavía

quieres escribir se parece a los espantapájaros

que se yerguen en medio del trigo: sus únicos visitantes

son aquellos a los que debería espantar. Desde

la carretera se ve como los cuervos le hacen compañía.

Si todavía creyera en Dios, uno podría pensar

que la clase obrera está en el cielo.

Agregando en voz baja algún amén

que no sea en sí mismo una derrota.

 

 EL ÚNICO PROBLEMA ES LA LÍNEA DEL ECUADOR

 Los payasos piden silencio antes de continuar con la función.

Un dibujo en medio de la página, destinado a dejarnos

con la boca abierta. Los vecinos ampliaron su casa

y cada mañana me levanto con un horizonte nuevo

delante los ojos: conversan alrededor del quincho

 

            producto del peso de la noche

 

y el único país sin nombre, señora,

fue el mismo donde usted nació.

 

Aquí se proclama a los cuatro vientos

el nacimiento y la muerte del intercambio

 

            de productos, pesados en una balanza

           

que entrega sus decisiones a través de un oráculo

haciéndose pasar por uno de nuestros mejores amigos

 

y está sentado a la misma mesa

donde antes bebiéramos alcohol, pero ahora

cortamos los versos con un hacha

 

y nos divorciamos de nuestras últimas mujeres

para publicarlo en la edición matutina

de los que aún no se han arrepentido:

 

            el único problema es la retórica de los payasos.

            Están empeñados en colgar la ropa

 

para que se seque en medio del invierno.

Empeñados en que las cosas se llamen cosas.

 

No piden que los buses de la locomoción colectiva

los lleven gratis.

 

Piden que los buses de la locomoción colectiva

los lleven hasta el final de su recorrido

porque son demasiado hermosos

 

                                    para confundirse con esa plebe

                        que los hace echar espuma por la boca

 

cada vez que la recuerdan delante de un altar:

allí reúnen velas y alimentos

 

            para que aprendamos a orientarnos

                        aquellos que perdimos el horizonte.

 

Quiero volver al sur, decía el privilegio

de ser el primero en abandonarlo.

 

Quiero volver al sur decimos nosotros,

 

funcionarios públicos sin estado, orificios

 

de bala en los muros de la historia,

garabatos con afán de verso,

 

números áureos

 

            sin hoja en medio de los bosques

            ni arco de una piedra cruzando el aire

 

para describir en el cielo el símbolo de la victoria:

 

mucho más temprano que tarde, el voluntario

desorden de los sentidos, sigan sabiendo

 

            ustedes que oramos delante de esas calaveras.

 

Ni advertencia ni vaticinio

sus rostros en la punta de las estacas:

 

                        salutación del optimista,

 

escenas de la vida familiar

 

                        de un Balzac sudamericano y perdido

 

debajo de la línea del Ecuador.

Pero igual de gordo y caradura.

 

 

 

MATEO 27:46-50

 Cada mañana me levanto

para irme a comprar un café

al negocio de la esquina. La esquina

es una forma de decir, porque tengo

que manejar más o menos dos kilómetros

para pedirlo. No es que no quiera caminar,

pero no hay aceras. “El negocio de la esquina”

tampoco le hace honor a esa cadena de cafeterías

que se encuentran a todo lo largo de este estado.

Al llegar a Indiana cambian de nombre. Pero no de dueño.

La chica que atiende ya me conoce, y me trae

de inmediato lo mismo de siempre. Después

me devuelvo a la casa, porque toda la pega

la hago sentado frente al computador. La escena

se repite desde hace años. La chica ya no es tan joven

y el otro día por primera vez me preguntó mi nombre.

Por primera vez le pregunté el suyo. Y ahí me contó

que iba a entrar a la universidad, que se iba a vivir

a Colorado y que ese era su último día trabajando

en ese lugar. Iba a pagarle pero me dijo no se preocupe,

este lo pago yo. Le agradecí, le deseé mucha suerte y nos

despedimos. Mientras manejaba de vuelta,

 el camino me pareció más largo, lleno de semáforos

que no había visto nunca, atestado de conductores

intentando llegar a alguna parte. Estacioné el auto 

y me senté como siempre delante de la pantalla. 

Mi obligación es tomarme ese café.

Arrojármelo encima. Sorberlo entre la mugre

del suelo, preguntando por qué me has abandonado,

por qué, Señor de las ojivas nucleares atravesando

el cielo de esta tarde, me has abandonado.

 

 




TRES POEMAS SIN TÍTULO 

I.-

La profesora recuerda los murales que veía camino a su trabajo.

La extensión de los jardines habla en estos casos x sí misma.

Los naranjos plantados en la calle nos recuerdan el centro de la ciudad

y un mecanismo secreto e inconfesable para atravesarla.

Un mecanismo secreto e inconfesable nos recuerda al inspector

que pasaba revisando los boletos en el tren. Y a nuestros familiares

atrapados entre el mal de ojo y el adobe. La profesora recuerda a los niños

que se orinaban para dibujar con displicencia un círculo a su alrededor.

Y una gitana le dijo: la Ley del Padre es irreversible y sin embargo no es tan difícil

traducir el inconsciente. Basta con que la casa donde creciste

hoy se encuentre abandonada. Que se haya construido un edificio

en el mismo lugar donde los perros ladraban con tal de que llegara la noche.

Una taza de té no requiere de ninguna explicación. Voy a leer todos los libros

del mundo aunque me pase los próximos cincuenta años (tengo casi cincuenta)

sentado a la sombra de un árbol dándole de comer a las palomas.

Las palomas recuerdan el camino de vuelta. La nieve cómo caer.

A orillas de la azotea de un edificio donde el viento sopla por obligación

los ancianos recuerdan el arte de volar extendiendo los brazos

como un mesías sin madero, una vez que el vértigo los vence.

 

O ellos se dejan vencer.

 

II.-

La belleza del aserrín tirado por el suelo:

ya van a cerrar el restaurante pero están esperando

por nosotros. Épico es quedarse hasta el final, salir

después de que hayan bajado las cortinas

y la última micro de la noche acaba de pasar

por la esquina donde estábamos parados. Otra vez caminar

hasta la casa. Otra vez van a mirarnos como miraremos

mañana a nuestros hijos. Un disco rayado

nos obliga a permanecer despiertos. Los bombazos

han destruido las torres de alta tensión y esta noche

podremos cenar a la luz de las velas. Conozco esas miradas,

el ceño fruncido de los sapos en el charco. Pero entiendan:

ustedes también fueron felices. Yo los vi corriendo

por una avenida abandonada a su propia suerte.

Yo los vi trepar a los plátanos orientales

como si estuvieran combatiendo un enemigo

que nada tenía contra ustedes. Yo los vi

cubriéndose la boca para que al bostezar

no se les escapara el alma y en medio de las asambleas

los vi redactar manifiestos con la forma de una rosa

o una partitura: de nota en nota esgrimían sus razones,

pétalo tras pétalo iban a cambiar el mecanismo

para sacar las mejores fotocopias y hacerse de una biblioteca

infinita como la querían los maestros, proletaria

como las circunstancias lo exigían. Yo los vi.

Estuve a vuestro lado (perdonen que les dirija

la palabra: mi función era despertarlos

cuando se quedaban dormidos en la micro,

mi papel no darme cuenta, mi tarea comprender

que las ramas secas y delgadas prenden mucho más

rápido que los libros arrancados de los anaqueles

pero no de la memoria. Las servilletas están

manchadas como la sangre sobre la nieve

y al verlas tiradas por el suelo recuerdo esas

naturalezas muertas que sin estar colgadas de una pared

incluían frutas apetitosas con una mosca encima:

curtidos en el arte de hacer hora esperamos

que algo pase en el último de los paraderos

que todavía sigue en pie, nos protegemos

del frío haciéndole caso a nuestros padres

y arrojamos una piedra al agua para que sus círculos

concéntricos mantengan prendido el fuego: yo los vi.

Lleno del estupor que me producen

las profecías a punto de cumplirse

los vi cruzando la Alameda, capitanes

de una embarcación de mediana eslora

varada en el puerto hasta nuevo aviso.

Y cuando les comunicaron que ya podían

zarpar, que todo estaba en regla y los marinos

se agitaban con el viento como un campo de trigo maduro,

tuvieron que ir a buscarlos a un lupanar

donde estaban sentados a la mesa con sus familias.

Un pianista tocaba el piano para que los niños

bailaran en medio de los clientes, en esa época

entre la rosa que uno corta y la que da

se abría un abismo por donde se precipitaban

los pasajeros al salir de los vagones del Metro

y el agua de las olas reventando nunca

alcanzaba la orilla ni la arena, la Avenida

del Libertador Bernardo O’Higgins

es una prueba irrefutable pero también

es una pista, el sol ocultándose en el horizonte

pero también los que se sientan, en pleno

invierno, a verlo desaparecer entre las aguas

y sienten el impulso de salir a buscarlo:      

yo los vi con un traje de dos piezas saludar

al enemigo, sin saber que se trataba del enemigo,

yo los vi trabajando hasta las cuatro

para no tener que ir a dormir, yo los vi más

pájaros que alas como si el arte de volar se demostrase

subiendo a la azotea de un edificio desde la cual

se arrojan los ancianos para combatir un mal que han olvidado

sin más remedio que volar para ver si aterrizando lo recuerdan. 

 

III.-

Los murales que veía en el camino

contaban su propia historia, aunque no pudiera

darse cuenta. Desperdigados en las estaciones del metro

que conectan a la ciudad con los suburbios, a la pobreza

de los antiguos obreros industriales

con la indigencia de chaqueta y corbata.

Bastante se demoraron en terminarlos:

ese tiempo en que las fábricas

todavía les daban de comer y en los patios

había árboles de hoja inmarcesible capaces de soportar

la nieve y cualquier estupidez que se diga sobre ella.

Tiempo en el que algunos de los que pintaban los murales

eran llevados por los guardias de turno hasta la comisaría

y otros encaminados hasta los bares, cuando asaltar

un banco tenía un innegable aire de romanticismo

y ciertas palabras aún no se borraban del diccionario,

el boleto de tren estaba al alcance de los que hasta hace poco

habrían dado la vida por un boleto de barco, el ruido

de los vagones oculta lo que decían

los que estaban condenados a hablar en voz baja

incluso en los lugares donde todos los demás

definían la realidad golpeando con un vaso sobre la mesa,

la historia de un país puede resumirse en esto:

alguien pretendiendo que escucha

lo que otros no se atreven a decir.

Todos se bajan en la misma estación.

Recogen sus cosas y se levantan.

El primer pie sobre el andén

les recuerda a sus antepasados.

El frío con que los recibe la estación,

al lugar de donde vinieron.

Nada sin embargo el idioma en que pedían

otro pedazo de pan. Nada el nombre

de esos árboles que deshojaban

tarde en el otoño. Ni cómo

se decía está saliendo el sol

como sale todas las mañanas.

Todos se bajan cuando el tren se detiene.

Los murales donde aparecen cargando sus pertenencias.

Los recuerdan más hermosos de lo que fueron.

Más necesitados de volver.

Menos cansados de lo que estaban.

Sacan las llaves cuando están delante de una puerta.

La cerradura es la última estrofa

antes de terminar el libro.

La palabra fin,

la última palabra.

 

 

 Fotografías de Alex Prager

 

 

 

 

 


MAGDALENA CHOCANO. RUIDO CANÓNICO VERSUS POESÍA

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