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jueves, 13 de noviembre de 2025

EMILIANO BUSTOS. COMO LA SOLEDAD NAVEGA CON LA SOMBRA

 

                                                                                                                                                                                 ansel adams



Un almanaque de Ansel Adams

 

Tuve un almanaque con fotos de Ansel Adams, lo compré

en el aeropuerto de Río un día de marzo de 1994. Tiempo

después supe que los días que había pasado ese verano,

un poco más al norte, poco le debían a la ilusoria medición

que no llegué a colgar. Lo compré a la tarde, como una

plegaria de esa tarde. En un viaje, como la soledad navega

la sombra. Los pelos de un año. Tuve un almanaque con

fotos de Ansel Adams, lo compré en el aeropuerto de Río,

había dejado el mar de algas. Tuve una oferta de los

pescadores de la playa Stella Maris, nunca voy a olvidar

esa oferta. El marinero viejo, el mar viejo de todos esos

marineros también estaba ahí. Pagué tragos toda la tarde,

la tarde antes de irme. ¿Qué hubiera hecho con esos

pescadores? El mar es tan largo como el cielo, el mar de

algas de ese verano. Tuve un almanaque con fotos de

Ansel Adams. Guardado en el mueble negro por años,

un almanaque como lo que fue. ¿Hay tanta distancia,

realmente es tanta la distancia? Al bajar del avión compré

el almanaque y unas postales, pero nunca salí del aeropuerto.

Me senté y empecé a quedarme solo, recordaba todavía la

oferta de los pescadores, como la recuerdo ahora. Me debo

recordar esos días, porque esos días vuelven, la madeja de

esos días, no hay como desenrollar por toda la casa el hilo

imposible. Lo que quiero decir es que realmente me quedé

solo en ese aeropuerto, sentado, con mi mochila, hasta

que me di cuenta que estaba demasiado solo. Estaba tan

solo que me levanté y caminé por todo el aeropuerto; la

oferta de los pescadores, en silencio en mi mente que

regresaba. Era tanta la tristeza como en ese almanaque

de Ansel Adams. Todavía no la había besado, nos habíamos

escuchado demasiado jóvenes decir. No respiramos juntos,

no vivimos juntos. El aeropuerto era grande y tenía que

volver. Antes de bajar, el carioca me había dicho, señalando

a un joven que bebía y bebía, “tiene miedo”. Tiempo

después supe que los días que había pasado más al norte

poco le debían a la ilusoria medición de Ansel Adams y

de cualquiera. Cualquiera, solo en ese gran aeropuerto.

Te besé algunos días más tarde pero no te volví a ver.

La fragilidad de la soledad del viaje, de ese viaje un poco

más al norte, la oferta de los pescadores, el almanaque

en el mueble negro.

 

 

Un fantoche de polvo de hierro embelesado

con la sombra de las gaviotas  

 

 

Recuerdo el tiempo, subíamos entre navíos por

unas calles, espacio multicolor de piedras que

se nos venían a la cara; esa sangre imaginada,

aunque nada era sangre. Jóvenes viejos,

remábamos con las manos plateadas por la luna.

Recuerdo ese tiempo porque escribimos poemas

que todavía guardo. Y seguimos hablando ahí,

como jóvenes viejos, recibimos el sol dentro del

504 y cerca de Lola Mora. Ese día hablaban M y E,

afuera, lejos. ¿Qué decían? A veces nos miraban,

pero estaban muy concentrados, muy concentrados.

Nosotros, otras dos E, hablábamos también. Los

muros que veíamos y con los que llorábamos y

reíamos, se corrieron, viejo rush. M había

manejado por las calles del bajo hasta Lola Mora.

Creo que hablábamos de juventud. El auto viejo

era una nave espacial color té con leche parada

frente al río. Lanzar pequeñas bocanadas, peces

fritos, ¡ser jóvenes! Habíamos tomado en muchos

lugares, me habían acompañado al entierro de mi

madre; pequeña puerta que todavía abro para

verme con ustedes. En esta tarde gris soy el rey

de ustedes, y hablamos sin cara, sin actualidad.

¡Sin cara en los oídos! Fantoches de polvo de

hierro embelesados con la sombra de las gaviotas.

M llevó las cenizas de su abuelo hasta algún lugar

de la costa. Nadie sabe que somos jóvenes y que

hoy hablamos cerca de nuestra nave espacial.

Rugimos pero somos bambis rodeados de tristeza.

No sabemos la tristeza que nos espera. Hablamos

nuestro idioma y creemos en la poesía. ¿Dónde

estabas, me pregunté en algún momento dónde

estabas? Podría haber sacado la mano de aquel

504 y hubiera sentido en el aire, todavía, el tiempo

en el que nos conocimos. ¡Tiempo de juventud!

Cerca del río, ¿de qué hablamos ese día? Todavía

recuerdo la mitología que nos afectaba, el rumoroso

declive de nuestros párpados preciosos. Éramos

gigantes de huasca hablando del porvenir, y esa

tarde era nuestra y éramos poetas y pintores y

podíamos repartirnos el paisaje frente a una gran

escultura y hablar de todo nuestro amor. Pero

empezábamos a perder algo, algo que todavía

flotaba en el aire, contemporáneo a nosotros.


 

El templo de la suciedad

 

 

Un templo no es un panal. Donde las abejas

muelen las flores de la vida no parece haber

lugar, ningún lugar. La suciedad necesita su

lugar, un lugar abierto pero cerrado. El templo

de la suciedad. ¿Se pueden estirar las piernas

un poco por demás? Un poco más allá del

mundo y llegar a la edad en donde todavía

nieva como un beso. Estirar las piernas todo

el día, el puto día con la cabeza hecha una

guirnalda, una linda guirnalda azul y amarilla

de lado a lado del templo, ¡como un dios sin

hacer nada! Nada y a pasos de los pensamientos

profundos, tan profundos de la suciedad. Después

de un gran día, de un largo hermoso día las ramas

cuelgan del horizonte, son negras venas del

horizonte. Por ahí empieza la suciedad. “Los

pesados días de ayer no volverán”, te decís.

Como una linda abejita de azufre diabólico

mirás unos recuerdos que apestan. Tirado

en tu trono, la soledad es una cosa, es otra,

¿qué es? En la ropa o en el pelo guardás el

viejo humo, lo guardás como una hélice de

tu juventud, y aumenta las horas. Las paredes

se descascaran, los papeles, podría felicitarlos

por su clima intraducible, las horas aumentan.

Creo entender el tipo de suciedad que me toca.

Es polvo y a veces barro, baja todo el tiempo

de las cosas; mis ojos son un par de estudios

improvisados en el barro. En realidad, nadie

puede dar por muerto al amor, lo vemos a cada

paso y en cada lugar. Nos sentamos en un lugar

fresco para descansar y vemos a los que se

aman y los vemos tragar vidrios y esmeraldas;

en cualquier lugar, en cualquier tiempo. El

tiempo de los asesinos no llegó en ese sentido,

aunque todo el tiempo me reúno con los que

odian puedo mantener un dedo blanco por

ese sueño. Estúpido mal en el templo de la

suciedad. Si por mi alma pudiera llegar al

tiempo de los asesinos, extraño cordel,

tiraría y tiraría, y le podría pedir a mi mujer

y a mi hijo también que tiren. En el templo

de la suciedad es posible, se reúnen los que

tiran, los que bullen, los titanes de un ritmo

feliz que todavía existe, como el amor, los

que están limpios y no quieren ensuciarse

por cualquier cosa, los que aman estirar sus

piernas como si el mundo descansara sucio

a sus pies.


 

La diminuta araña sobre el escritorio en peligro

 

Todo lo que pensás sobre las cosas más pequeñas,

puede que en realidad penda de esa arañita que se

desliza rápido sobre la superficie pulida del escritorio.

¿Las cosas pequeñas? El destino no es para nada

pequeño, sin embargo, podría ser esta arañita,

enfrentada al gigante de buzo negro, cincuentón,

algo desdentado, que mira fijo por si algo –lo que

sea- le dice cualquier cosa. No es para nada pequeño,

sin embargo, ¿no son ligerísimas listas de oro a la

hoja pisadas por alguien enfermo, pero monumental?

¿El enfermo es el escritorio, la arañita, el destino?

Todo lo que pensás del destino puede que en realidad

penda de esa arañita? No sube ni baja, patina sobre

la pista de baile del escritorio. La diminuta araña

sobre el escritorio en peligro. En definitiva, el hombre

de buzo negro, ¿tiene sangre o es de piedra? No se

mueve, subejecuta sus funciones vitales, inteligentes,

como si se tratara de resistir entre las sombras, imper-

turbable y nada más. todo lo que pensás sobre las

cosas pequeñas y en peligro puede ser tu destino.

El escritorio y el pasillo que hacen crujir almas en pena,

íntegramente recauchutadas por el tedio. Pero estas

relaciones no deberían hacer olvidar a nadie el qué,

el quién y el cómo: arañita, escritorio, monstruo de

buzo negro. Una orquesta no es un enchufe. Alguien

tiene que correr el riesgo de ser diminuto, alguien el

de ser enorme y triste, algo es la materia. El duro

destino se colará entre estos obstáculos disciplinando,

a su manera, la posta violenta que le da forma. Todo

lo que pensás sobre el destino tal vez ni siquiera

corra peligro. Por eso, no persigas la diplomacia de

esa arañita, que sobre tu escritorio dibuja su propia

constelación; eso es inequívocamente un destino.

Pero tampoco busques destruir a martillazos a ese

cincuentón de buzo negro, porque a su manera se

arrima a la compasión. Te queda el escritorio, que

es un fácil blanco material. Tiro al pichón. Pero en

él, ¿no huyen todas las pequeñas restricciones de

este mundo? ¿No hay inquietantemente un filtro,

en su dura superficie, que está esperándote, más

allá del Tartufo de la materia? En definitiva, aún en

el más seguro de los mundos, ¿no titubea la

lamparita que cuelga del techo, como soplada

por alguien, cuando buscás hacer puntería?

¿El destino es incorpóreo, material? ¿El destino

no es el salvataje epidural que a sus anchas cruza

el desierto? ¿La diminuta araña sobre el escritorio

en peligro?


 

Capa roja, juventud perdida

 

Hoy te vi en la estación. Siguiendo

al libro de los viajes de Basho, fragmentos.

Hace años el tren era un hormiguero, y me

pisaste. Cruzamos sonrisas. Después, nos

vimos en el invierno, y hablamos unas

palabras como para obtener un poco más

de ese primer encuentro. Las pisadas de la

juventud, cerca del trueno. Recuerdos que

no son testimonios, ni sombras, tampoco

puentes para admirar. Hoy te vi en la estación

con un saco rojo, como una capa. Y después,

en el hormiguero del tren, vi que te cuidabas

del aire impuro, como en pandemia. ¿Valieron

la pena estos años que cada uno vivió por su

lado? ¿Es verdaderamente tuyo, mío el recuerdo

que huye? ¿Vive el recuerdo que huye?

 

 

 

 

 

 

Emiliano Bustos (Buenos Aires, 1972). Poeta y dibujante. Publicó Trizas al cielo (1997), Falada (2001), 56 poemas (2005), Cheetah (2007), Gotas de crítica común (2011), Poemas hijos de Rosaura (2016), Mutación de la esperanza (francés-castellano, 2021). En 2016 realizó su primera muestra individual de dibujos en el Centro Cultural Borges. Participó en la muestra colectiva El dibujo es mentira (2020 y 2025), en la Alianza Francesa de Barranquilla, Colombia. Escribió textos de catálogo, artículos y reseñas. Ilustró la antología Interestelaria, compilada por Julián Axat, y el libro de poemas Hontanar, de Reynaldo Jiménez.