Un almanaque de Ansel Adams
Tuve un
almanaque con fotos de Ansel Adams, lo compré
en el
aeropuerto de Río un día de marzo de 1994. Tiempo
después supe
que los días que había pasado ese verano,
un poco más
al norte, poco le debían a la ilusoria medición
que no
llegué a colgar. Lo compré a la tarde, como una
plegaria de
esa tarde. En un viaje, como la soledad navega
la sombra.
Los pelos de un año. Tuve un almanaque con
fotos de
Ansel Adams, lo compré en el aeropuerto de Río,
había dejado
el mar de algas. Tuve una oferta de los
pescadores
de la playa Stella Maris, nunca voy a olvidar
esa oferta.
El marinero viejo, el mar viejo de todos esos
marineros
también estaba ahí. Pagué tragos toda la tarde,
la tarde
antes de irme. ¿Qué hubiera hecho con esos
pescadores?
El mar es tan largo como el cielo, el mar de
algas de ese
verano. Tuve un almanaque con fotos de
Ansel Adams.
Guardado en el mueble negro por años,
un almanaque
como lo que fue. ¿Hay tanta distancia,
realmente es
tanta la distancia? Al bajar del avión compré
el almanaque
y unas postales, pero nunca salí del aeropuerto.
Me senté y
empecé a quedarme solo, recordaba todavía la
oferta de
los pescadores, como la recuerdo ahora. Me debo
recordar
esos días, porque esos días vuelven, la madeja de
esos días,
no hay como desenrollar por toda la casa el hilo
imposible.
Lo que quiero decir es que realmente me quedé
solo en ese
aeropuerto, sentado, con mi mochila, hasta
que me di
cuenta que estaba demasiado solo. Estaba tan
solo que me
levanté y caminé por todo el aeropuerto; la
oferta de
los pescadores, en silencio en mi mente que
regresaba.
Era tanta la tristeza como en ese almanaque
de Ansel
Adams. Todavía no la había besado, nos habíamos
escuchado
demasiado jóvenes decir. No respiramos juntos,
no vivimos
juntos. El aeropuerto era grande y tenía que
volver.
Antes de bajar, el carioca me había dicho, señalando
a un joven
que bebía y bebía, “tiene miedo”. Tiempo
después supe
que los días que había pasado más al norte
poco le
debían a la ilusoria medición de Ansel Adams y
de
cualquiera. Cualquiera, solo en ese gran aeropuerto.
Te besé
algunos días más tarde pero no te volví a ver.
La
fragilidad de la soledad del viaje, de ese viaje un poco
más al
norte, la oferta de los pescadores, el almanaque
en el mueble negro.
Un fantoche de polvo de hierro
embelesado
con la sombra de las
gaviotas
Recuerdo el
tiempo, subíamos entre navíos por
unas calles,
espacio multicolor de piedras que
se nos venían a
la cara; esa sangre imaginada,
aunque nada era
sangre. Jóvenes viejos,
remábamos con
las manos plateadas por la luna.
Recuerdo ese
tiempo porque escribimos poemas
que todavía
guardo. Y seguimos hablando ahí,
como jóvenes
viejos, recibimos el sol dentro del
504 y cerca de
Lola Mora. Ese día hablaban M y E,
afuera, lejos.
¿Qué decían? A veces nos miraban,
pero estaban
muy concentrados, muy concentrados.
Nosotros, otras
dos E, hablábamos también. Los
muros que
veíamos y con los que llorábamos y
reíamos, se
corrieron, viejo rush. M había
manejado por
las calles del bajo hasta Lola Mora.
Creo que
hablábamos de juventud. El auto viejo
era una nave
espacial color té con leche parada
frente al río.
Lanzar pequeñas bocanadas, peces
fritos, ¡ser
jóvenes! Habíamos tomado en muchos
lugares, me
habían acompañado al entierro de mi
madre; pequeña
puerta que todavía abro para
verme con
ustedes. En esta tarde gris soy el rey
de ustedes, y
hablamos sin cara, sin actualidad.
¡Sin cara en
los oídos! Fantoches de polvo de
hierro
embelesados con la sombra de las gaviotas.
M llevó las
cenizas de su abuelo hasta algún lugar
de la costa.
Nadie sabe que somos jóvenes y que
hoy hablamos
cerca de nuestra nave espacial.
Rugimos pero
somos bambis rodeados de tristeza.
No sabemos la
tristeza que nos espera. Hablamos
nuestro idioma
y creemos en la poesía. ¿Dónde
estabas, me
pregunté en algún momento dónde
estabas? Podría
haber sacado la mano de aquel
504 y hubiera
sentido en el aire, todavía, el tiempo
en el que nos
conocimos. ¡Tiempo de juventud!
Cerca del río,
¿de qué hablamos ese día? Todavía
recuerdo la
mitología que nos afectaba, el rumoroso
declive de
nuestros párpados preciosos. Éramos
gigantes de
huasca hablando del porvenir, y esa
tarde era
nuestra y éramos poetas y pintores y
podíamos
repartirnos el paisaje frente a una gran
escultura y
hablar de todo nuestro amor. Pero
empezábamos a
perder algo, algo que todavía
flotaba en el
aire, contemporáneo a nosotros.
El templo de la suciedad
Un templo no es
un panal. Donde las abejas
muelen las
flores de la vida no parece haber
lugar, ningún
lugar. La suciedad necesita su
lugar, un lugar
abierto pero cerrado. El templo
de la suciedad.
¿Se pueden estirar las piernas
un poco por
demás? Un poco más allá del
mundo y llegar
a la edad en donde todavía
nieva como un
beso. Estirar las piernas todo
el día, el puto
día con la cabeza hecha una
guirnalda, una
linda guirnalda azul y amarilla
de lado a lado
del templo, ¡como un dios sin
hacer nada!
Nada y a pasos de los pensamientos
profundos, tan
profundos de la suciedad. Después
de un gran día,
de un largo hermoso día las ramas
cuelgan del
horizonte, son negras venas del
horizonte. Por
ahí empieza la suciedad. “Los
pesados días de
ayer no volverán”, te decís.
Como una linda
abejita de azufre diabólico
mirás unos
recuerdos que apestan. Tirado
en tu trono, la
soledad es una cosa, es otra,
¿qué es? En la
ropa o en el pelo guardás el
viejo humo, lo
guardás como una hélice de
tu juventud, y
aumenta las horas. Las paredes
se descascaran,
los papeles, podría felicitarlos
por su clima
intraducible, las horas aumentan.
Creo entender
el tipo de suciedad que me toca.
Es polvo y a
veces barro, baja todo el tiempo
de las cosas;
mis ojos son un par de estudios
improvisados en
el barro. En realidad, nadie
puede dar por
muerto al amor, lo vemos a cada
paso y en cada
lugar. Nos sentamos en un lugar
fresco para
descansar y vemos a los que se
aman y los
vemos tragar vidrios y esmeraldas;
en cualquier
lugar, en cualquier tiempo. El
tiempo de los
asesinos no llegó en ese sentido,
aunque todo el
tiempo me reúno con los que
odian puedo
mantener un dedo blanco por
ese sueño.
Estúpido mal en el templo de la
suciedad. Si
por mi alma pudiera llegar al
tiempo de los
asesinos, extraño cordel,
tiraría y
tiraría, y le podría pedir a mi mujer
y a mi hijo
también que tiren. En el templo
de la suciedad
es posible, se reúnen los que
tiran, los que
bullen, los titanes de un ritmo
feliz que
todavía existe, como el amor, los
que están
limpios y no quieren ensuciarse
por cualquier
cosa, los que aman estirar sus
piernas como si
el mundo descansara sucio
a sus pies.
La diminuta araña sobre el escritorio en peligro
Todo lo que
pensás sobre las cosas más pequeñas,
puede que en
realidad penda de esa arañita que se
desliza
rápido sobre la superficie pulida del escritorio.
¿Las cosas
pequeñas? El destino no es para nada
pequeño, sin
embargo, podría ser esta arañita,
enfrentada
al gigante de buzo negro, cincuentón,
algo
desdentado, que mira fijo por si algo –lo que
sea- le dice
cualquier cosa. No es para nada pequeño,
sin embargo,
¿no son ligerísimas listas de oro a la
hoja pisadas
por alguien enfermo, pero monumental?
¿El enfermo
es el escritorio, la arañita, el destino?
Todo lo que
pensás del destino puede que en realidad
penda de esa
arañita? No sube ni baja, patina sobre
la pista de
baile del escritorio. La diminuta araña
sobre el
escritorio en peligro. En definitiva, el hombre
de buzo
negro, ¿tiene sangre o es de piedra? No se
mueve,
subejecuta sus funciones vitales, inteligentes,
como si se
tratara de resistir entre las sombras, imper-
turbable y
nada más. todo lo que pensás sobre las
cosas
pequeñas y en peligro puede ser tu destino.
El
escritorio y el pasillo que hacen crujir almas en pena,
íntegramente
recauchutadas por el tedio. Pero estas
relaciones
no deberían hacer olvidar a nadie el qué,
el quién y
el cómo: arañita, escritorio, monstruo de
buzo negro.
Una orquesta no es un enchufe. Alguien
tiene que
correr el riesgo de ser diminuto, alguien el
de ser
enorme y triste, algo es la materia. El duro
destino se
colará entre estos obstáculos disciplinando,
a su manera,
la posta violenta que le da forma. Todo
lo que
pensás sobre el destino tal vez ni siquiera
corra
peligro. Por eso, no persigas la diplomacia de
esa arañita,
que sobre tu escritorio dibuja su propia
constelación;
eso es inequívocamente un destino.
Pero tampoco
busques destruir a martillazos a ese
cincuentón
de buzo negro, porque a su manera se
arrima a la
compasión. Te queda el escritorio, que
es un fácil
blanco material. Tiro al pichón. Pero en
él, ¿no
huyen todas las pequeñas restricciones de
este mundo?
¿No hay inquietantemente un filtro,
en su dura
superficie, que está esperándote, más
allá del
Tartufo de la materia? En definitiva, aún en
el más
seguro de los mundos, ¿no titubea la
lamparita
que cuelga del techo, como soplada
por alguien,
cuando buscás hacer puntería?
¿El destino
es incorpóreo, material? ¿El destino
no es el
salvataje epidural que a sus anchas cruza
el desierto?
¿La diminuta araña sobre el escritorio
en peligro?
Capa roja, juventud perdida
Hoy te vi en
la estación. Siguiendo
al libro de
los viajes de Basho, fragmentos.
Hace años el
tren era un hormiguero, y me
pisaste.
Cruzamos sonrisas. Después, nos
vimos en el
invierno, y hablamos unas
palabras
como para obtener un poco más
de ese
primer encuentro. Las pisadas de la
juventud,
cerca del trueno. Recuerdos que
no son
testimonios, ni sombras, tampoco
puentes para
admirar. Hoy te vi en la estación
con un saco
rojo, como una capa. Y después,
en el
hormiguero del tren, vi que te cuidabas
del aire
impuro, como en pandemia. ¿Valieron
la pena
estos años que cada uno vivió por su
lado? ¿Es
verdaderamente tuyo, mío el recuerdo
que huye?
¿Vive el recuerdo que huye?
Emiliano Bustos
(Buenos Aires, 1972). Poeta y dibujante. Publicó Trizas al cielo (1997), Falada (2001), 56
poemas (2005), Cheetah (2007), Gotas de
crítica común (2011), Poemas hijos de Rosaura (2016), Mutación
de la esperanza (francés-castellano, 2021). En 2016 realizó su primera
muestra individual de dibujos en el Centro Cultural Borges. Participó en la
muestra colectiva El dibujo es mentira (2020 y 2025), en la Alianza Francesa de
Barranquilla, Colombia. Escribió textos de catálogo, artículos y reseñas.
Ilustró la antología Interestelaria, compilada por Julián Axat, y
el libro de poemas Hontanar, de Reynaldo Jiménez.

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