Las ocasiones en las que debí «vivir la experiencia» fue con el fin de registrar un viaje —y no olvidar ciertos detalles—o para compartir alguna vivencia, demasiado valiosa «para malbaratarla» en el Facebook. No es que apareciera en la red aguardando me ladre el hartazgo. Ladró cuando se me interrogó sobre «cuál era mi nicho» y debí resolver otras interrogantes, todas de la misma laya, conforme veía envejecer a los más viejos—carentes de los recursos suficientes para invertir en bótox— o corroborar con el Like imprimiendo en la tecla las huellas del índice que, fuera de la pantalla, sobrevivían aún ciertos rituales que provenían de tiempos remotos —como un «café conversado» con alguna otra forma de vida o compartir una chela después de «aparecer» (entre 5 y 10 minutos) en medio del furor de la marcha. Y cada vez que regresaba porque «es importante, Medo. Hazlo por El Laboratorio» inmediatamente huía buscando el barril de Diógenes.
Sin embargo, en medio de toda esta zarabanda, detecté que María Talia —generalmente silente y esquiva— también tenía una cuenta. La diferencia estaba en que, en las imágenes que compartía, ella no «ofertaba» nada, registraba sus procesos en donde lo visual no se rendía frente a la lógica del narcisismo programado. Lo interrumpía. Aquello que «se dejaba ver» entre fragmentos de ilustraciones borroneadas, reflejos y sombras, en lugar de reconocerse como piezas características de una estética del cuerpo parecían revelar su descomposición luminosa. Las imágenes de María Talia, no celebraban la «presencia» apenas esparcía ciertos rastros con una lentitud incómoda, en la medida que debían ser interpretadas.
Desde que descubrí el registro de Choy en un
entorno saturado de yoes, lo que encontraba era una inversión radical: el
cuerpo no representa, se suspende. No se ofrece como prueba de existencia, sino
como resto, como superficie en la que el tiempo se deposita sin que medien la
transparencia ni el relato. Sólo solo apariciones parciales que confirmaban que
toda visibilidad es una forma de pérdida. El cuerpo, en este sentido, no
comunica, sino que guarda, retiene, archiva. En sus imágenes cada fragmento funciona
como una cápsula de temperatura, como un archivo de energía que sobrevive a su
contexto. No hay gesto confesional: hay una poética del residuo. Lo que se
revela en sus imágenes no pertenece al orden del espectáculo, más bien al del
tacto. El ojo no mira, roza. La mirada no posee, toca. Y ese contacto incierto
transforma el acto de ver en un ejercicio de deseo.