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martes, 21 de octubre de 2025

MARÍA TALIA CHOY. EL CUERPO COMO ARCHIVO: MOSTRAR DESAPARECIENDO

 


Desde que se dio la migración masiva de Facebook a Instagram jamás me sentí cómodo en esa plataforma. Pese a ello, «azuzado» por las exigencias particulares de El Laboratorio, que, por cierto, fue el espacio en el que conocí a María Talia, tuve que tragarme el sapo y abrirme una cuenta. Finalmente, uno lleva a cuestas su propia estupidez y, con tal de negarlo, uno no debe culpar de ello a factores como, por ejemplo, las formas comunicacionales de los grupos etarios, todos muy bien dispuestos a «vender(se)» convirtiendo el ser en mercancía. Así, a regañadientes, debí resignarme a estos esquemas lógicos, aunque sin la pericia necesaria para mutar disimuladamente en oferta de temporada e impulsar su consumo como quien estraperlea un producto. 

Las ocasiones en las que debí «vivir la experiencia» fue con el fin de registrar un viaje y no olvidar ciertos detalles—o para compartir alguna vivencia, demasiado valiosa «para malbaratarla» en el Facebook. No es que apareciera en la red aguardando me ladre el hartazgo. Ladró cuando se me interrogó sobre «cuál era mi nicho» y debí resolver otras interrogantes, todas de la misma laya, conforme veía envejecer a los más viejos—carentes de los recursos suficientes para invertir en bótox o corroborar con el Like imprimiendo en la tecla las huellas del índice que, fuera de la pantalla, sobrevivían aún ciertos rituales que provenían de tiempos remotos —como un «café conversado» con alguna otra forma de vida o compartir una chela después de «aparecer» (entre 5 y 10 minutos) en medio del furor de la marcha. Y cada vez que regresaba porque «es importante, Medo. Hazlo por El Laboratorio» inmediatamente huía buscando el barril de Diógenes. 


Sin embargo, en medio de toda esta zarabanda, detecté que María Talia —generalmente silente y esquiva— también tenía una cuenta. La diferencia estaba en que, en las imágenes que compartía, ella no «ofertaba» nada, registraba sus procesos en donde lo visual no se rendía frente a la lógica del narcisismo programado. Lo interrumpía. Aquello que «se dejaba ver» entre fragmentos de ilustraciones borroneadas, reflejos y sombras, en lugar de reconocerse como piezas características de una estética del cuerpo parecían revelar su descomposición luminosa. Las imágenes de María Talia, no celebraban la «presencia» apenas esparcía ciertos rastros con una lentitud incómoda, en la medida que debían ser interpretadas.

Desde que descubrí el registro de Choy en un entorno saturado de yoes, lo que encontraba era una inversión radical: el cuerpo no representa, se suspende. No se ofrece como prueba de existencia, sino como resto, como superficie en la que el tiempo se deposita sin que medien la transparencia ni el relato. Sólo solo apariciones parciales que confirmaban que toda visibilidad es una forma de pérdida. El cuerpo, en este sentido, no comunica, sino que guarda, retiene, archiva. En sus imágenes cada fragmento funciona como una cápsula de temperatura, como un archivo de energía que sobrevive a su contexto. No hay gesto confesional: hay una poética del residuo. Lo que se revela en sus imágenes no pertenece al orden del espectáculo, más bien al del tacto. El ojo no mira, roza. La mirada no posee, toca. Y ese contacto incierto transforma el acto de ver en un ejercicio de deseo.


Choy desarma el régimen de la identidad al disolver su propia autoría. La artista visual se convierte en materia implicada en el registro, pero, en lugar de prolongarse en la obra, parece diluirse en ella. Y así, de pronto, la creación deja de ser un acto de dominio para volverse una entrega sin pronombre, una forma de pensar desde el fragmento y no desde la totalidad. El cuerpo, convertido en archivo, no conserva biografía ni sujeto: sólo intensidades. Lo visible no cuenta una historia, la respira. Lo que se muestra no afirma nada, se defiende del sentido. En ese intersticio —donde la visibilidad y el secreto coinciden— se produce una suerte de erotismo posthumano: la imagen ya no seduce por lo que enseña, sino por lo que retiene en silencio. Lo de Maria Talia Choy es, en el fondo, una pedagogía del límite. Enseña que lo visible no es transparencia sino tensión; que lo que se muestra se resiste; que lo que vemos siempre está, de algún modo, escapando. En un medio diseñado para la exhibición total, su gesto consiste en mostrar desapareciendo, en revelar sólo para velar mejor.