*
La
mirada extranjera es casi siempre inocente y sesgada, y se manifiesta en
oraciones rotundas, como cuando digo que el encanto de esta isla reside en la
dificultad para entrar y salir de ella. No todos sus habitantes piensan lo
mismo, y han empezado a ansiar una idea de progreso tan rápida y peligrosa como
las habituales, que tiene la forma de túnel subacuático o de puente para unir
ambas tierras, aunque por ahora solo los separa a ellos por sus opiniones. Es
probable que el estilo de vida del lugar cambie por completo, que ya no sea
viable dejar las llaves de casa puestas por fuera. Es seguro que el ecosistema
se resentirá, reconocen todos. Pero es importante por el turismo, por los
empleos. O, como dice Óscar Calavia: «No hay actividad, por nefasta que sea,
que no pueda justificarse por los puestos de trabajo que genera».
*
En
un primer momento, parecía que la caída de la Azure Window supondría un letargo
en el turismo de la zona y, en consecuencia, de la isla. No tenía por qué ser
así, en las mismas coordenadas hay otras tres atracciones: Fungus Rock, Blue
Hole e Inland Sea. Cada una tiene su propio público: la primera interesa sobre
todo a quienes disfrutan con la historia y sus hitos, ya que esta roca es
conocida por disponer en su cumbre de una hierba medicinal muy codiciada por
los ingleses durante su ocupación (con el tiempo, se demostró que no tenía las
propiedades que se le atribuían), pero también, mucho más pintoresco, por haber
resguardado en los muy anteriores tiempos púnicos a algunos piratas en la bahía
que cierra; el Blue Hole es un pozo de agua cristalina al que los instructores
de buceo llevan a sus alumnos; Inland Sea, unos doscientos metros hacia el
interior desde la extinta Azure Window, es la laguna formada por una oquedad en
la roca, un mar interior sobre el que en semicírculo se cierra un mínimo puerto
pesquero ahora destinado a ofrecer paseos en barca para admirar la zona. A
pesar de la desaparición de su principal reclamo, los isleños no renuncian a
mantener el rédito de la antigua ventana natural y, sumando esto a sus
supersticiones, han querido llevar ahora la atención hacia un nuevo punto: una
cara de perfil que supuestamente aparece en los restos de las rocas caídas. De
forma similar, en un libro sobre algunas curiosidades del archipiélago se
invita a ver un segundo rostro. Solamente se accede a su imagen desde una barca
a través de ese mar interior y, en palabras de sus autores, «la cara mira hacia
el lugar donde el arco natural de la Azure Window se mantuvo, y parece haberse
quedado congelada en el shock de su ausencia, un sentimiento compartido por
muchos». Es lógico que tengamos nuestras reservas.
*
Esperar
ordenadamente nos hace más civilizados, y también parte consciente del enorme
volumen de personas con los mismos deseos. Es una de las formas de vivir en
comunidad, algo que nos da la idea clarísima de que no estamos solos ni somos
los únicos que vamos a hacer algo. Hay decenas, centenares o miles de personas
que quieren hacer lo mismo al mismo tiempo. Nace entonces una de las paradojas
del turismo contemporáneo: el anhelo compartido y ya imposible de ir a un lugar
desierto.
*
En
realidad, y como de casi todo, de la Ciudadela tuve noticia a través de un
mapa. Primero estudio el plano del lugar que habito y después el terreno, a
brazo partido contra la lógica. En la escuela de idiomas me habían dado uno.
Entre clase y clase, si es que a esos encuentros dentro del aula los podíamos
llamar así, los extranjeros merodeábamos por el pequeño edificio a las afueras
de un pueblo de la zona oeste y su patio, orientado al este y desde el que se
veía gran parte de la isla, que por entonces parecía insondable. Por el hall se
paseaba también George, aunque con mucha más seguridad. Era algo así como el
bedel de la escuela, pero no hay oficio en la isla que se parezca al del
continente. George hacía bromas muy blancas sobre la procedencia de cada
estudiante, nos daba palmaditas en la espalda y nos contaba de primera mano
algunas de las cosas que ocurrían en la isla durante esas semanas. Nada que no
pudiéramos saber aunque llevásemos dos días allí: fiesta en el Roof Garden,
fuegos artificiales, cuál es la playa oficialmente más bonita del perímetro.
Hubiera sido mejor que nos contase cómo funciona la relación entre el aire y
las medusas, o la manera de conseguir que los camareros no nos dieran la carta
con precios para gente de fuera. El primer día hizo entrega del mapa, cuya
producción estaba patrocinada por un nuevo supermercado y se conseguía
normalmente en la oficina de turismo, donde trabajaban su hermana y su sobrina.
Sin mucho detalle, en el espacio de un folio se mostraba la isla y se señalaban
únicamente los nombres de los pueblos principales, las playas y los lugares de
interés turístico (cada cala, una sombrilla, una cruz por cada iglesia).
*
Mi
compañera de trabajo, Jess, era amiga íntima de aquella pareja. Había estudiado
Turismo y se esforzaba en hablarme en español, aunque apenas recordaba del
colegio y un par de viajes algunas expresiones —«Holaguapacómoestás»—. Tenía
grandes planes de futuro que incluían estudiar Cine en Inglaterra, pero murió
poco tiempo después, cuando un jovencísimo policía ebrio chocó frontalmente
contra su coche una madrugada. Ni siquiera fue juzgado.
*
De
los pocos lugares que he visitado hasta la fecha (no hay en mí esa ambición de
poner chinchetas sobre un mapa colonizado, sino de volver una y otra vez a los
mismos o, como decía Buñuel: «Nunca he viajado por placer. Esa afición por el
turismo, tan difundida a mi alrededor, me es desconocida. No experimento
ninguna curiosidad por los países que no conozco y que nunca conoceré. Por el
contrario, me gusta volver a los sitios en los que he vivido y a los que me
atan los recuerdos»), en todos he conocido sus cementerios por una oscura
afición. Del mismo modo, imagino que los amantes de las artes plásticas visitan
los museos, los creyentes van a los templos, y los cocineros y entusiastas de
la gastronomía en general quieren conocer siempre los mercados, ansiosos por
ver con sus propios ojos el núcleo de la vida de esos sitios, entre la
familiaridad y la extrañeza. Sin embargo, desde hace unos años todo el mundo
visita parques y museos, los ateos sin interés en el arte acuden en masa a las
iglesias y nadie olvida los mercados, incluso quienes no tienen maña culinaria
y se alimentan habitualmente a base de platos precocinados. ¿Qué les interesa
honestamente, qué les lleva allí si ni siquiera conocen la mayoría de esos
lugares en su propia ciudad? Supongo que una curiosidad adiestrada.
*
¿Y
cómo sabe una lo que hay que ver en un destino? Pues nada más fácil, porque
siempre está indicado en las guías, los artículos, los paneles informativos,
las redes sociales, los libros de viaje —tomo aire—, los folletos de museos, la
referencia de quienes ya lo han visitado, las señales a pie de calle, la
oficina de turismo. La red está inundada de artículos ciudad, titulados «Qué
ver en X», donde la equis es cualquier calle, pueblo, país, espacio acotado por
distintas arbitrariedades. Instagram está infestado de geolocalizaciones, como
si los usuarios tuvieran la compulsión de hacer público siempre dónde están.
Todo esto responde a un ansia de consumir espacios con los ojos: ver, ver todo
lo posible de ese sitio al que uno viaja para que así no parezca un
desplazamiento en balde. Tantos siglos después, es cierto de una manera nueva:
veni, vidi, vici.
*
MacCannell
habla de ese proceso por el que determinados sitios, hasta entonces
indisociables de su contexto, acaban siendo puntos neurálgicos del turismo,
porciones aisladas de espacio. Basándose en la semiótica, propone que cada
atracción turística es un signo que representa algo para alguien, y por eso es
necesario llamar la atención del turista a través de un marcador del lugar. Se
trata de una pequeña o escueta información que supone el primer encuentro de
quien viaja con una vista obligada. No con ella, sino con su representación: su
nombre, su imagen o un plano sencillo de dónde se encuentra. Esto explica por
qué personas sin intereses específicos en un mercado acuden a él cuando no es
el de su localidad. El gusto es tan maleable que basta con generar un marcador
de espacios, una sencilla llamada, para que a casi todo el mundo le apetezca ir
a esa zona e incluso, una vez allí, se sienta satisfecho y haga gestos de
complacencia. Le han dicho que es importante verlo, le han señalado cómo
llegar, sabe qué cosas merecen la atención del objetivo de su cámara, sabe qué
imagen puede ser envidiable.
*
Pensando
en Xiapu, también hay una respuesta a ese fenómeno en el libro de MacCannell:
el turismo convierte la relación del ser humano con su oficio en atracción. Y
añade que «la relación entre el hombre y su trabajo es potencialmente mucho más
compleja que el modo en que se presenta en el protestantismo, en el capitalismo
o en el turismo». Curiosa equiparación de sistemas que yo no podría haber
sugerido mejor. Se habla entonces de la sacralización de los lugares. Pero «lo
sagrado es la repetición», mi único talento.
*
Cuando
decidimos ir a vivir a la isla, todavía no conocíamos a nadie que hubiese
estado allí. En aquella época, la mayor parte de su turismo lo protagonizaban
los británicos y los jóvenes que iban a estudiar y practicar inglés durante
unas semanas a la isla grande del archipiélago. Esa era la parte oficial, no
por ello menos cierta, pero a los españoles se nos conoce en el país, desde
entonces, por ser gente aficionada a beber en la calle, a gritar y a ensuciar.
Nuestras primeras investigaciones en Internet no fueron en la línea de qué ver
en las islas, teníamos mucho más interés en saber, por ejemplo, si
encontraríamos demasiados problemas para alquilar una casa para una estancia
larga o si todavía podríamos movernos en los míticos autobuses coloridos de la
Cooperativa (y no pudimos, para entonces ya había llegado una multinacional
inglesa). A pesar de no tener conocimiento directo, varias personas nos dijeron
que teníamos que ver allí dos cosas: la fábrica de PLAYMOBIL y Popeye’s
Village. Mi infancia no estaba demasiado ligada al recuerdo de esos muñecos, y
de Popeye solo me había quedado la imagen de las espinacas y un ancla en un
bíceps inusualmente marcado. ¿De verdad entonces tenía que visitar aquellos
destinos?
*
¿EN
QUÉ MOMENTO mi vida empezó a ser accesible solo en vacaciones? Padezco el
síndrome de la isla en plena meseta, y eso a pesar de haber vivido en una isla
de verdad hace tiempo. Su atractivo principal, antes de la tormenta de chanclas
y fiestas, era el silencio. SHHH, IT’S THE ISLAND, decían los carteles del
ferri indispensable para llegar a ella, y también los de la oficina de turismo.
No mentían, lo raro era escuchar algo. Como la noche en la que varios gatos se
pelearon debajo de nuestra ventana. No llevábamos allí ni diez días y yo me
desperté pensando que era el fin del nuevo mundo. Mi capacidad para el drama es
excelente. Desde entonces y en aquella primera casa, no hubo noche en la que no
me despertara sin razón y deambulara por el largo pasillo hasta la cocina,
abriendo la puerta de todas las habitaciones, fascinada y muerta de miedo por
la cantidad de mar que me rodeaba, por el silencio. Es difícil contar cómo se
vive allí, mimetizar las palabras con su calma. En la ciudad grande soy
eficiente, el estrés resulta ameno (ya se sabe lo que se elige entre el dolor y
la nada). En la isla, en cambio, vivía de mirar el cielo, que era más grande
que en cualquier otro lugar. Un reflejo azul porque, de tan pequeña, la isla es
casi agua. Yo solía ser una de esas figuras que caminan sobre las azoteas, y
disimulaba mi labor de lectora y contadora de nubes. «¿Cuál es tu oficio?», me
preguntaban. Tenía que morderme la lengua para no decir que los idealistas
nunca han vivido de la tierra.
Azahara
Alonso, Editorial: Siruela,
2023
