Mary Jo Bang nació en 1946, en algún
punto intermedio entre Missouri y el sarcasmo. Antes de ser poeta, estudió
sociología (porque siempre hay que entender de qué están hechos los otros antes
de escribir sobre uno mismo) y fotografía (para aprender a encuadrar los
desastres). Desde entonces no ha dejado de componer una filmografía del duelo,
de la cultura pop y de la ironía académica: versos que parecen salidos de un
museo conceptual donde los cuadros hablan con voz de stand-up filosófico.
Su primer libro, Apology for Want
(1997), ganó el Katherine Bakeless Nason Prize y suena como si Sylvia
Plath hubiera pasado por terapia y luego se burlara de ella misma. Después vino
Louise in Love (2001), una historia de amor tan inteligente que da
miedo; The Downstream Extremity of the Isle of Swans (2001), donde el
romanticismo se hunde con elegancia; y The Eye Like a Strange Balloon
(2004), un homenaje a la pintura que demuestra que también los cuadros pueden
sufrir crisis existenciales. Con Elegy (2007) —National
Book Critics Circle Award— convirtió la tristeza en un deporte de alto
rendimiento: un libro que hace llorar y, al mismo tiempo, te explica por qué
estás llorando. Luego The Bride of E (2009) y The Last Two Seconds
(2015) afinaron su maquinaria irónica, mientras A Doll for Throwing
(2017) sacó a pasear la Bauhaus para probar que los poemas también pueden tener
arquitectura moderna. Su más reciente, A Film in Which I Play Everyone
(2023), confirma lo que ya sabíamos: Mary Jo Bang actúa todos los papeles de su
vida —la víctima, el crítico, el muerto y el que sirve el vino— sin perder la
compostura ni el delineador. Y luego está su obsesión por Dante. Inferno
(2012), Purgatorio (2021) y el inminente Paradiso (2025, Graywolf
Press) demuestran que el florentino puede sobrevivir al siglo XXI con
referencias a The Simpsons, selfies y ansiedad posdigital. Dante sale
ileso; nosotros, no tanto. Además, tradujo Colonies of Paradise (2022)
de Matthias Göritz y, con Yuki Tanaka, A Kiss for the Absolute (2024) de
Shūzō Takiguchi: dos ejercicios de ventriloquia lírica donde el lenguaje cambia
de acento y de humor como quien cambia de canal.
Profesora en la Washington University in St. Louis, excoeditora de Boston Review (1995–2005), Bang ha coleccionado premios con la misma naturalidad con que otros pierden llaves: Guggenheim, Hodder Fellowship (Princeton), Berlin Prize, Pushcart, Discovery/The Nation y un par de aplausos silenciosos de lectores que aún no saben que la están citando. Leerla es como asistir a una clase magistral impartida por alguien que ha saboteado el proyector a propósito: brillante, incómoda, risueña, devastadora. Su poesía funciona como espejo distorsionado donde el yo se ve hermoso justo antes de derretirse. Si Dante se atrevió a entrar en el infierno, Mary Jo Bang se instaló ahí, puso luces de neón, y escribió un poema mientras servía cócteles.
La entrevista que leerán a
continuación fue un anticipo de la publicación de la antología El claroscuro del pingüino, publicada en España por la
editorial Kriller 71: un escenario donde el pensamiento, la ironía y el deseo
vuelven a encontrarse bajo el mismo foco azul.
Mary
Jo, ¿cuál sería el punto en el que lo real y la representación se separan en el
poema?
No sé si es posible localizar el punto
exacto en donde lo “real”, y la “representación” poética de lo real, se
separan. E incluso después de la separación, no sé si alguno se desvanece. Una
forma de pensar en el poema es como si fuera un calco de la defunción cerebral
única de una persona —así como un electroencefalograma es un registro de los
impulsos eléctricos de las neuronas del cerebro, pero en este caso, se utilizan
palabras para registrar los pensamientos generados por esas corrientes
eléctricas.
Que se
constituyen en otra realidad…
Al novelista Tom Perrota una vez le
preguntaron en una entrevista: “Si pudiera salir a tomar una copa con uno de
sus personajes, ¿con quién sería?” Perrota respondió que la pregunta le parecía
graciosa porque podía ir a tomar una copa con cualquiera de sus personajes en
cualquier momento que quisiera. Esa es la diferencia entre el escritor y el
lector. Cada uno tiene una relación diferente con lo que está en la página. El
lector no puede ir a ninguna parte con los personajes del escritor. El escritor
puede evocar a los personajes de vuelta cada vez que él o ella lo desean porque
residen en su cerebro. Pero el lector puede desempeñar el papel del personaje.
Puede intuir cómo se siente el personaje - un poco como la “actuación de
método”. Por supuesto, con el fin de hacer eso en un poema, primero tienen que
romper el código en que el guion ha sido escrito.
Y así
entrar al reino de la alegoría.
Así es. La poesía lírica, como la
ficción y el drama, es alegórica. Creo que nos equivocamos al tratarla como si
fuera un libro de memorias. No se supone que leamos La metamorfosis como una
descripción literal de algo que sucedió al autor Franz Kafka.
La historia de Kafka funciona porque
todos entendemos lo que es sentirse marginado, lo que es ser tratado como si
fuéramos menos que humanos. Gregorio Samsa es el equivalente metafórico
perfecto para ese estado mental. Es a la vez aterrador y profundamente
divertido que Kafka eligiera “encarnar” ese sentimiento en la despreciable
cucaracha (o escarabajo pelotero, según Vladimir Nabokov). Del mismo modo, el
poema de Sylvia Plath “Papá” no está destinado a ser leído como una carta
privada a su difunto padre, Otto Plath.
Los
nombres son solamente un registro simbólico…
Así es, el “papá” del poema y el padre
de Plath no son el mismo. El primero está muerto y el otro es un personaje
inventado cuya realidad se limita a las marcas sobre el papel.
Pero esas marcas en la página también
tienen un cierto tanto de realidad. En cuanto a la posibilidad de si el
narrador en los poemas es capaz de “escapar”, la respuesta es no.
El poeta tiene el control total sobre
el narrador. El narrador es una marioneta. Sólo puede moverse cuando el poeta
maneja los hilos.
¿Cómo
está presente este proceso en Elegy si el “yo biográfico” se construye como una distracción?
Mientras que el narrador del poema no
puede escapar a la poeta, la poeta puede distraerse momentáneamente del mundo
material, y de sus preocupaciones, al centrarse en el acto de escribir un poema
—esa idea freudiana de la escritura como una forma de soñar despierto. El
escape es parcial en el mejor de los casos porque el cuerpo del poeta está
enviando información constantemente sobre el mundo material. Y no importa
cuánto trates de desviar tu atención de tus preocupaciones, ciertos
pensamientos se inmiscuirán de vez en cuando.
Escribir los poemas en Elegy me permitió distraerme momentáneamente de un estado emocional. Para mí, escribir un poema es similar a jugar un juego de palabras, por lo que, mientras mi mente estaba ocupada considerando la posibilidad de romper un verso en un poema aquí, o aquí, mi dolor estaba menos presente. Una vez que me sentaba de nuevo, sin embargo, y leía lo que había escrito, el contenido me traía de vuelta a mi dolor. Y yo tenía un solo tema posible para los poemas, que era la pena. Ella me consumía. Cada vez que me detenía a leer lo que había escrito, me sentía devastada de nuevo. Entonces me obligaba de nuevo a trabajar las cuestiones formales, como una forma de distanciarme de esa devastación. Podía pensar algo así como: ¿Qué imagen visual podría representar un estado de ser que tanto cambia como no cambia, y que parece que va a durar para siempre (del poema “Elegía de enero”)? En ese caso, a fin de sugerir la inmovilidad en el centro del movimiento, me imaginaba a una chica en un acto de carnaval atada a una rueda giratoria. Mientras que el lanzador de cuchillos le está lanzando cuchillos, ella sostiene el aliento. Ese momento es todo lo que hay. Para ella, es como si el corazón se hubiera detenido. En realidad, no se ha detenido, o estaría muerta. Pero hablamos de “momentos a corazón detenido”. De hecho, ella se ha adormecido, ¿cómo si no podría realizar este acto? Al imaginar a esta chica y su experiencia, salí de mi propia vida por unos momentos, a pesar de que era mi propia vida la que me conducía a encontrar un equivalente metafórico de este estado de inercia en curso.
La poeta Emily Dickinson describió ese
mismo estado mental en la primera línea de su poema #341: “Después de un gran
dolor, uno se hace formal". En un intento de concretar el “sentimiento
formal” abstracto, inventé un personaje y lo até a una rueda y traje a alguien
al escenario a hacer de lanzador de cuchillos,
para que el lector pudiera ver lo que yo quería decir.
En
algún momento, mencionaste una deuda que sentías con el Modernismo, ¿podría
esta deuda significar una nueva manera de hacer que el Modernismo funcione? Es
difícil imaginar a un poeta modernista alejándose de su biografía.
No creo que los poetas modernistas
escaparan de sus datos biográficos.
¿Entonces?
Los transformaron poéticamente.
Una manera de leer La Tierra Baldía
de Eliot es como si fuera una obra de títeres escrita para expresar la
desesperación que el poeta estaba experimentando en un sanatorio en Lausana,
Suiza. Es muy fácil ver a su muy nerviosa mujer, Vivian, en la sección llamada
“Un juego del ajedrez”. Pero leer el poema como si se tratara del cri de
coeur de un hombre no es necesariamente la forma más interesante de leerlo.
La fuerza del poema radica en el hecho de que la desesperación en él se puede
leer como personal, histórica, y sin tiempo existencial.
Tú
sostienes que tu proceso de escritura culmina cuando sientes que ya no puedes
cambiar nada en el poema. Pero ¿cambió este poema algo en Mary Jo Bang?
Creo que la escritura cambia a una
persona. Con el tiempo, realmente cambia los patrones eléctricos del cerebro.
Una de las manifestaciones de estos cambios es que el escritor se vuelve
extremadamente sensible al lenguaje. No obstante, no creo que la escritura sea
“terapéutica”. No cura las propias neurosis o disminuye la melancolía.
¿No crees que, muchas veces en tus poemas, el impacto de los elementos
visuales es precisamente lo que te permite desvanecer al Yo biográfico?
Utilizo elementos visuales para hacer
varias cosas, una es para dar al lector algo que ver mientras le estoy
hablando. Siempre pienso en lo aburrido que sería si fuéramos a ver una
película y no hubiera imágenes, sólo el sonido de la gente hablando. La mayoría
de nosotros saldríamos del cine. También utilizo las imágenes como una forma de
poner en escena lo que está en mi mente. Y sí, creo que se podría decir que me
escondo detrás de esas imágenes visuales. Pero no estoy del todo oculta porque
esas imágenes también me representan. Después de todo, elegí esas imágenes
específicas para actuar como evidencia de mi particular (y a veces peculiar)
sensibilidad.
Esta entrevista fue posible gracias a la mediación y traducción del editor Aníbal Cristobo.
EL CLAROSCURO DEL PINGÜINO
El acróbata dio tres vueltas a caballo
sobre la pista, después le tiró un beso.
Ella pudo ver cuánto había aprendido.
Todavía practicaba, dijo él,
para merecer un destino brillante.
¿Para qué parte del número
estás ensayando? preguntó ella. La casa de muñecas
resplandeció en la pequeña habitación hasta que apagaron las luces.
Después dulces dulces sueños y en la calle
un farol dejó entrever un carnaval más grande que la vida.
El carrusel tomó velocidad, y luego se detuvo.
Apagaron las luces. Alguien estaba empujando
los autitos chocadores hacia la fila,
ojos brillantes en sus caras con guardabarros.
Era un día seco. Los ojos seguían ocultos
en sus pequeños ataúdes. La mente aturdida
por la ducha. El frío de pronto (alguien estaba hablando).
¿Un cambio de topa? preguntó el dueño de los sueños.
Sí. Ella sería un nuevo azul, el terreno del ahora,
un bonito nunca esperar, uno destinado
al placer en ese espacio entre una pizca del crepúsculo
y el arrorró del amanecer.
El beso llegó en el momento justo.
Una brisa abrió la ventana en una tarde distante.
Mary Jo Bang, del libro Louise in love (2001),
incluido en El claroscuro del pingüino (kriller71, 2013)

