A Maritza Amelia Purin Kukurelo
Cuando nos encontramos con ciertos conceptos que llegaron al presente después de sobrevivir un largo transcurso de tiempo cargando a cuestas con su particular complejidad suscitando una abigarrada confusión de orden semántico, para comprenderlos a cabalidad se tendría que hacer un parangón entre aquello se que nos «revela» frente a lo que, simultáneamente se nos está, «ocultando». Para ello lo más conveniente es «dar un salto de garrocha» y traspasar los límites establecidos por el gramado en el que nuestro idioma desarrolla las acciones del juego —la semántica es sólo eso, un juego— y descubrir y rastrear su significado original de acuerdo a su origen y su razón de ser. Felizmente aún tenemos de nuestro lado parte de los antiguos saberes que, alguna vez, supo rescatar la etimología, para corroborar que hay una llamativa distancia entre el origen y el significado actual de ciertas palabras, y más aún ahora, en la que el idioma, azuzado por la edulcoración proveniente de un superfluo neovictorianismo, es víctima de una superpoblación léxica con una alarmante vacuidad de significados.
En
algunas conversaciones, todas bastante breves, con algunos quienes, como yo,
están implicados en este coloquio, pude manifestar que, de acuerdo con mi
perspectiva, fundamentada en distintas experiencias, restringir el «delirio» al
terreno de lo etiológico, termina arrasando con algunas concepciones del mismo
o, como ocurre también, merced al furor neovictoriano, desnaturalizándolas. Por
ello preferí remontarme a sus orígenes con la tentativa, cada vez más utópica
de procurar un diálogo. La palabra "delirio"
es de origen agrícola. Proviene del latín delirare, que significa "salirse
del surco", refiriéndose a la acción de un arado que se desvía del camino
trazado al labrar la tierra. En sentido figurado, pasó a significar
"salirse de la línea recta" o del camino correcto: de aquello que
está «normado» y que, por lo tanto, es lo «correcto». Esto está en boga y es
“utilizado” (del latín utilis, hecho para servir) para responder a esa
tendencia a la «sobrediagnosis», una forma de delirio colectivo alimentada por
la ignorancia supina que rige el discurso de redes.
El discurso, que proviene del latín discursus, del verbo discurro, significa “correr de una parte a otra”, lo cual no excluye que, en este desplazamiento, uno pueda también salirse del surco. El discurso, en la medida en que es capaz de salirse de la «regla[1]», también puede constituir una forma de delirio. Esto lo encontramos cada vez más presente en las redes sociales, las cuales parecieran pareciera decirnos que, para ser «legítimamente posmodernos», debemos «padecer» de algún tipo de trastorno. Más de la mitad de estos se reduce a estrategias de marketing cuyo propósito es hacernos ver como especímenes más «interesantes» en un contexto en el cual la víctima es el héroe, o al menos gana más Likes. Mientras pensaba en ello, recordé otro concepto que Agamben supo rescatar de la tradición clásica: la “versura”. Originalmente, se refería al punto en que el arado da la vuelta al final de un surco. Agamben la define como el momento en el que “el verso rompe su unidad sonora para entrar en la experiencia común”. Agamben relaciona la versura con la idea de profanación, ya que, al pasar de la antigua forma cerrada del verso a un uso más abierto, el lenguaje se libera y se restituye al uso común. No obstante, lo que no se tiene en consideración es que hay tantos surcos como tantas formas de darle vuelta al arado. Por lo tanto, ninguna es la «correcta». O todas.
La
filosofía, en su afán de complicar lo obvio, nos regala un dúo perfecto para
justificar la inacción intelectual. Deleuze, con su Ritornello, ofrece
la coartada auditiva: esa melodía pegadiza que tocamos para no mirar el
apocalipsis por la ventana (Deleuze & Guattari, 2025). Es el jingle
corporativo de nuestra propia existencia, construyendo un
"territorio" de seguridad tan ridículo como necesario. Mientras la
humanidad tararea la familiaridad, Agamben irrumpe con la Versura, que
no es otra cosa que el momento exacto en que la música se detiene y la máquina
histórica nos pide una contraseña que olvidamos. Asociar ambos es patético y
profundo: el Ritornello es el intento desesperado de no alcanzar
la Versura (Derrida, 2022). Es la manía de recalentar el pasado en el
microondas existencial para evitar enfrentarse al futuro. Así, la vida se
reduce a una lucha patética: tararear más fuerte o aceptar que el script
está a punto de dar un giro violento (Agamben, 2024). El ritornello
siempre gana, claro, porque ¿quién quiere la verdad cuando tiene una burbuja de
familiaridad financiada con deuda (Zizek, 2021)? La Versura solo ocurre
cuando nos quedamos sin batería y el jingle deja de sonar (Badiou,
2023).
El
verdadero peligro del delirio se da cuando la masa -esa entidad metafísica-
decide compartir la misma alucinación. En La "Historia de la Estupidez Humana" de Paul Tabori encontramos
con escalofriante precisión, cómo la humanidad se ha esmerado en suspender la
lógica por los motivos más absurdos y fútiles. Entre sus "logros" más
patéticos figura la alquimia, esa noble y lunática obsesión por convertir el
plomo en oro, demostrando que la ilusión de riqueza fácil siempre superará a la
química básica.
Los
delirios sociales se presentan en formas igualmente gloriosas, todas impulsadas
por la vanidad. Tómese la Manía del Tulipán, un episodio de locura especulativa
donde la gente decidió, sin motivo aparente, que un bulbo rayado valía más que
su mansión, hipotecando su futuro por una flor. Luego está el refinado arte del
duelo: la práctica socialmente aceptada de matarse por un chisme o un tropiezo
en la calle, probando que la vanidad es, de lejos, la causa de muerte más noble
y estúpida. Y no podemos olvidar el arte supremo de la moda, donde generaciones
enteras han optado por la tortura física y la restricción de movimiento —desde
corsés que prometían la silueta de un insecto hasta pelucas tan altas que
impedían pasar por puertas— solo para asegurar su estatus social. La
incomodidad y el ridículo son, al parecer, efectos secundarios del buen gusto.
Sin
embargo, el delirio más oscuro y devastador que Tabori registra es el de la
caza de brujas, donde la paranoia y la misoginia se vistieron de piedad para
quemar a decenas de miles de personas. Un simple resfriado, una mala cosecha o
un vecino envidioso eran pruebas suficientes para justificar un juicio sin
apelación. Qué conveniente es culpar al diablo de la estupidez colectiva.
El libro
también se regodea en las supersticiones médicas (sangrar al paciente, la mejor
y más fiable cura para todo) y la deslumbrante fe en los Profetas de la Fecha
Final, cuyo calendario siempre falla, pero cuya audiencia jamás.
Tabori documenta cómo las masas adoptan con entusiasmo la pseudociencia más
absurda y los remedios más peligrosos. Estas narraciones confirman un patrón
constante: la vergonzosa facilidad con que el ser humano se autoengaña y, peor
aún, se organiza para autoengañar al prójimo. El mensaje final es demoledor.
Como el propio Tabori concluye, sin atisbo de esperanza: "La historia
demuestra que el hombre siempre ha sido un animal crédulo[2]."
2
En sí mismo, el delirio no es un defecto; es un upgrade de sistema operativo que finalmente desactiva la función de "sentido común". Rendirse a la locura es ascender al plano donde la lógica de mercado no aplica, y el límite de crédito es un holograma (Freud, 2021). El delirio es quizás la única virtud que la civilización moderna no ha logrado vender en Amazon, aunque se esfuerza. Mientras el cuerdo se estresa por la hipoteca, el delincuente ya ha convencido a su banco de que el dinero es solo una idea.
¿Quién
necesita la realidad cuando se puede fabricar una infinitamente más cómoda, más
tailored a tus gustos y libre de impuestos?
3
El
día 30 de julio del año 20 el periodista Carlos Alejandro Noyola en una
conversación con Isgrò observó:
A los veintisiete empezaste a tachar enciclopedias. Desde entonces no has
parado. Haciendo analogías con otros aspectos de la vida, aseguraste que se
tacha para revelar, no para destruir. ¿Qué quieres revelar? Aunque la
pregunta se haya hecho muchas veces, parece inagotable, ¿por qué borrar?
¿Por qué tachar?
—Se tacha—respondió
Isgrò— para revelar, no para destruir. Especialmente hoy que la comunicación
global paradójicamente hace que la comunicación sea imposible; evita que
comprendamos de dónde viene la información y hacia dónde va. Un artista, por
otro lado, no puede mostrar sus cartas de antemano, porque corre el riesgo de
que su trabajo pierda la "estética de la información", que alguna vez
se llamó simplemente sorpresa. Por lo tanto, incluso cuando el público no
entendía el significado de la cancelación, confundiéndolo con un gesto de
aniquilación, tuve cuidado de no reiterar que lo cierto era exactamente lo
contrario. Dejé intacta la ambigüedad de mis intenciones (que a veces preferí
ignorar) para permitir que el público se hiciera del papel protagónico. Esto
sin apelar nunca a la teoría de Umberto Eco de la "obra abierta",
porque mi trabajo es un trabajo cerrado, de hecho, sellado, y por eso explotó
de repente.
Si Isgrò quien es un «artista» aquello que, hipotéticamente, realizaba para ser
considerado así, no estaba en su capacidad para generar, producir, provocar.
Pues, Isgrò no «producía», no sumaba; cancelaba, es decir, restaba. El
siciliano se «salió del surco», ¿tendríamos que asumir que «deliraba» o, más
bien que se expresaba mediante una forma que antes no había sido experimentada?
Si se tratara sólo de un delirio,
existen tantas formas, ¿cómo nos explicamos la anécdota en la que el artista
estadounidense Robert Rauschenberg va al taller del maestro Willem de Kooning para
proponerle que le diera uno de sus dibujos para borrarlo. A Kooning no le hizo
mucha gracia la idea, pero comprendió el juego y aceptó el reto. Consciente del
carácter simbólico del gesto, le entregó un dibujo muy difícil de borrar y por
el que sentía mucho afecto. Así nació la obra titulada De Kooning
borrado por Rauschenberg. Ello se refería explícitamente al hecho de «crear borrando» práctica que, tiempo después,
reaparecería «en otro idioma» y en otro contexto, por ejemplo, a través del
«tachismo» de José Miguel Ullán. Miguel
Casado escribió sobre José-Miguel
Ullán (en ARDICIA, Cátedra, Madrid, 1994):
“Sobre una página impresa se
realiza el gesto doble de recuadrar algunas palabras y tachar el resto. El
lector busca por la página la articulación de una posible frase entre
diseminados grafismos que, tanto como tachan, disponen un laberinto para su
mirada. Su función resulta, en efecto, ambigua: su poder gráfico o sus pautas
compositivas llaman la atención, como si también estuvieran a punto de
significar; otras veces, descubren partes del texto base no subrayada, pero así
legibles, abriendo la posibilidad de un itinerario diferente y dejando al
lector libre de mantenerse fiel o no: Aislar, oír, vienen a
sustituir a decir.” (Op.cit., página 71). ¿Y qué? ¿Ullán también se
salió del surco?, ¿y por qué no?
Cuando Roger Waters lanzó ¿Es esta la vida que realmente queremos? en 2017, él creía estar haciendo un
comentario político sobre la censura, pero sin saberlo cayó en el campo
semántico de Isgrò. Su portada replicaba el mismo dispositivo visual: bloques
negros sobre texto impreso, visibilidad fragmentaria—, pero sin tener una
consciencia de la elaboración conceptual.
El Tribunal de Milán entendió que
la “idea de borrar” podía ser genérica, pero que la forma concreta del borrado
—la disposición rítmica, la textura de la tinta, la tensión entre palabra
expuesta y palabra sacrificada— constituía estilo,
y por tanto autoría. Lo que estaba en juego era una ontología del espacio
negativo. El fallo, fechado el 25 de julio de 2017, prohibió la
comercialización del disco en Italia y reconoció a Isgrò el derecho sobre su
gramática de la ausencia.
Si yo me refiriera a las
experiencias de Isgrò, y, desde otra perspectiva, a
la de Ullán, sin la mediación de un análisis, como ocurriría también con la
experiencia de Rauschenberg, los «especialistas» no titubearían al momento de
afirmar que tales propuestas surgieron en la medida en que fueron capaces de «salirse
del surco», y que experimentaron con la realidad de un modo no
convencional. Sin embargo, ninguno de estos «especialistas» podría
definirlas como síntomas de un estado de confusión.
Tanto en Isgrò como en Ullán lo
que, en realidad, se manifiesta es una lúcida claridad conceptual, pero que
está «fuera de la norma»: el pintor, pinta, no tacha; el escritor, escribe, no
cancela.
De acuerdo con Deleuze, el delirio permite pensar la diferencia en sí misma y
la relación de lo diferente con lo diferente, sin pasar necesariamente por las
formas de la representación de un mismo patrón. Estas experiencias podrían
interpretarse como formas de resistencia a la normalización revelando una
subjetividad que no ha sido incluida en las diferentes categorías artísticas, políticas
y sociales tradicionales.
4
En mi experiencia con Manicomio el «crear borrando», que, tal como comentaba, implicó tanto a Isgrò como a Ullán, habría constituido la materia prima ideal para representar un idioma que no existe, ¿cuál es aquel en el que se comunican los pacientes de un manicomio si cada uno de ellos sobrevive perdido en la sublime órbita de su propio delirio sin la conciencia plena de un «afuera »?
Por
ello tal razón exigencia fue la de ensamblar una microlengua valiéndome de los
viejos vademécums para expresarse, no en español, pero sí en cierta forma de
español, en el idioma aparece yuxtapuesto o con la calibración del eco
onomatopéyico de ciertos fármacos: fe ner gan pimpamperona. Ben
peridol brom peridol (esto gracias a los viejos vademécums a los que hacía
mención), con algunos conceptos teóricos tomados de la filosofía del
primer Deleuze, Paul de Man, del psicoanálisis lacaniano, con antiguos nombres
de hoteles y callejuelas del siglo XVIII, con algunos eventos históricos, amén de
ciertos materiales que Perloff denomina como propios de la arriere-garde y con algunas
características particulares del habla de los reclusos imaginarios—por ejemplo, la tartamudez de
Carroll— con ciertas citaciones transducidas (que implican tanto a Martín Adán,
como a César Vallejo, a Viel Temperley o Paul Celan y el Test de
Rorschach —y otras
expresiones que podían abandonar momentáneamente su origen, funcional, para
vibrar con la clave de la música modernista (el del «metaforón
chocanero » hasta recuperar su significado original
como una «verdad histórica» —generalmente no
referenciada —para configurar una serie de rizomas, epifanías y murmullos en
banda de Moebius que presentan a un sujeto impersonalizado por las fracturas
que lo constituyen hasta paliar la devastación de la cosa en la palabra, por lo
que se ve obligado a intentar matar la lengua materna desde la teoría joyceana
de la impersonalidad, donde el lenguaje, en sí mismo, es el máximo exponente de
la verdad, y la historia de las palabras como base para conocer la historia de
los hombres (Eco 1993: 10).
Si
Medo aparece en el libro éste podría tratarse de cualquiera de los croatas apellidados
así.
Manicomio podría ser un síntoma en el que,
por momentos, se demuestra que no hay forma de diferenciar un discurso de un
delirio, pues el «salirse del surco», como decía, también puede caracterizar
dicha manifestación. Así, las creaciones peyorativamente catalogadas como
delirios bien podrían ponerse en la misma categoría con los discursos más
depurados y aceptados socialmente, Isgró y Ullán son una prueba, aunque algo parcial
de ello.
Con
respecto a este punto ya Freud había señalado en 1913 este detalle, en el
momento en que visualizó el delirio como algo muy semejante a un sistema
filosófico; la misma lógica de construcción que subyace a uno se encuentra en
el otro.
La
razón y la referencia fáctica están tanto en el uno como en el otro; por
consiguiente, determinar cuál es el que se colectiviza y por qué lo logra, es
la misión, más allá de la veracidad inherente a cada uno de ellos es algo que
hoy correspondería a los creadores de contenidos sabiendo de antemano que, mediante
la recurrencia a la verdad, no se podría hacer lindero entre el delirio y
cualquier otro discurso catalogado como normal.
Así,
Manicomio se «salió del surco» pues, no conforme con ello, se diseñó
pensando en su continua reelaboración verbo lingüística y en la incorporación
de nuevos elementos icónicos en cada nueva edición. Hasta hoy van 10. Y cada
una constituye un nuevo original. Me resisto a pensar en un libro con el
carácter de un nicho.
Ya,
desde una perspectiva personal, Manicomio, habiendo transcurrido el
tiempo necesario como para pensarlo, y también expresarlo, para mí se constituyó en una manifestación
del denominado “problema funcional del delirio”, esto es, me refiero al delirio
producido para atenuar ciertas consecuencias negativas de otros procesos, citando
otra vez a Freud, un “parche” colocado sobre
el lugar donde originalmente hubo una fractura en la relación entre el ego y el
mundo externo. Y esta es la idea en la que me basaré para explicar el origen en
lo que fue y significó la experiencia de la escritura del libro en sí.
Si,
como hijo, desarrollé una suerte de aversión ante la imagen del padre,
ya explicaré las razones de ello, Manicomio
es un libro escrito desesperadamente por el padre que siempre seré, poco
después haber experimentado el dolor de la muerte de un hijo, de mi hijo y,
mientras pensaba en esto, la única visión que tenía ante mí era la de Ludy, mi
esposa, postrada en la cama de la que, entonces, fue nuestra habitación, hasta
experimentar cierta sensación de pánico ante la posibilidad de que a ella
pudiera pasarle algo.
Incluso,
el día de hoy, 22 años después, esto no deja de suscitar en mí un temor
inenarrable. Por ende, en el momento en que escribí Manicomio, yo no
quería saber nada de la realidad, ésta me sobrepasaba. La imagen de Ludy,
yaciente en la cama, parecía superponerse con la de mi hijo muerto a quien sólo
pude ver mientras transportaban su cadáver por un corredor del hospital. Para mí todo ello constituyó una experiencia
límite de la que, a toda costa, debía huir para no enloquecer, no del todo.
¿Cómo?
En este caso a través de la construcción de un mundo alterno: Manicomio.
La
atmosfera de ese lugar no me era del todo ajena. En 1982, a la edad de 17 años,
mi padre, convencido de que yo estaba desarrollando una incontenible adicción
por la mariguana, decidió internarme en el SEM (Sanatorio de Enfermos Mentales)
durante un mes, así, de paso, aprovechaba «y me alejaba de la mariconada esa de
la poesía».
¿Cuáles
fueron los síntomas para que mi padre llegue a tal conclusión?
Yo
vivía, vivo aún, muy aislado, pero, en ese entonces, encerrado en mi habitación
—pues había descubierto la escritura como una forma de catarsis— y, cuando dejaba
el habitáculo, constantemente era
descubierto por él con los «ojos rojos».
Así,
los materiales bibliográficos consultados para construir el «idioma médico» de Manicomio,
por momentos se entrecruzaban con la bruma de esa antigua vivencia sobre la que
no pienso entrar en detalles, aunque guarde de ella un sinfín de anécdotas. Ya
advertí que mi padre, en su delirio, había vislumbrado que, de paso, mi
estancia en el SEM, me curaría «de la mariconada esa de la poesía».
Cuán
irónica es la vida que esa dicha representó para mí la convicción de estar «predestinado» a ella. No existe adolescente sin
egolatría. Pero si afirmo esto fue porque en el SEM, accediendo a un pedido
de Juan Mejía Baca, a quien conocía desde niño, debido a su amistad con mi
abuelo, terminé siendo un eventual contertulio de Martín Adán.
Su
presencia fortuita en mi vida, no diré su «luz» pues, por ese entonces, Don
Rafael, aunque lúcido y por qué no, aún brillante, podía pasar como un simple viejo
taciturno.
Hay
conversaciones con Adán que aún conservo—y que, en su momento, sólo
compartiré con Andrés Piñeiro, sea porque se lo prometí, comprometiéndome a
ello, y porque se conoce muy poco respecto de la estancia de Adán en el SEM.
Así,
el espectro de Adán junto a la figura del joven que llegó al sanatorio una
madrugada convulsionando pues, había sido «poseído» y creía que sólo con mi
bendición se liberaría del asedio de ese espíritu luciferino; la de Coco, con
quien en algún momento compartí habitación, y supe de él, unos años más
tarde, cuando escapó del SEM para descuartizar
a su padre y luego colgar cada uno de sus restos de un cordel; la de X quien
evadía su sufrimiento prometiéndome que «el lunes su hermano nos traería un
tramboyo» alegrando el día de ambos, aunque jamás en mi vida había visto un
tramboyo; la de N quien recogía
compulsivamente las colillas de los cigarrillos que tirábamos al suelo para
fumarlos mientras se quemaba los labios y la punta de los dedos, también
pasaron a formar parte del recinto que logré conservar en la memoria y del que,
llegado el momento, no quise abandonar.
En
el SEM incluso fui obligado a someterme a la prueba del Pentotal, la misma que
probó —pues, años después tuve acceso a la grabación— que lo más
próximo que estuve al consumo de las estupefacientes, que obsesionaban tanto a
mi padre, se reducían al hecho de haber probado alguna vez una taza de té
Huyro, bien cargada.
En
el SEM me sentía más seguro que en casa, tanto así que, llegado el momento de
mi alta, no quise dejarlo. Después regresaría como parte de un voluntariado
para atender a los reclusos:
Todo seguía igual/ pero algo había
cambiado.
En
ese sentido, como pude descubrirlo «desde adentro», e incluso me ocurre el día
de hoy, yo no sé cómo no ser transparente, ni tampoco cómo debo construir «una
figura pública», tal como, en su momento, pudo hacerlo con tanto esmero Chocano.
¿Qué habría sido del mundo si Chocano hubiera accedido al Instagram? Qué duda,
un infierno.
A
mí me parece una acción muy loable que, por ejemplo, hoy, la Biblioteca de la
PUCP, se afane por conservar límpida su memoria, aunque, mientras se ocupan de
tan noble faena, más de la mitad de la obra de Adán permanece desconocida y buena
parte de los libros de Onorio Ferrero, mi abuelo, los mismos que ilusamente
donamos, cumpliendo con así con lo que creímos, habría sido su genuino deseo, se
estropeen, y se sigan estropeando, conforme transcurre el tiempo, porque el
polvo y la humedad carecen del alma noble de un archivista o un bibliotecario.
En
lo personal, a mí el delirio experimentado con Manicomio, Ludy lo llama
así, me salvó. Uno debe estar muy lúcido para escribir sobre los locos. Pero,
así en esa ocasión el delirio me salvó, también me condenó, porque la gran
lección que dejó en mí, fue la importancia que tuvo, y que tiene la alteridad. La viví en mi trato con los reclusos
fraternalmente, justo cuando ésta hoy parece estarse extinguiendo amenazada por
la lógica interseccional de los wokes criollos, para quienes, seguramente, el
delirio no es «políticamente correcto». Y me salvó también en que descubrí que,
a veces, los «espacios seguros» en realidad son
aquellos que, a simple vista, parecieran ser los más peligrosos, entre
comillas, pues allí nadie es tan importante como para vivir intocado por las
ocurrencias del humor del Otro, aunque esto
«pueda herir una sensibilidad», eso forma parte de la realidad del estar
auténticamente vivos, y no locos en la ficción fascista de un té de tías con
modales neovictorianos.
Un
filósofo de la PUCP me decía: «nos hacen falta personajes, compadre» y esto se
evidencia cuando el temor al delirio obra de modo tal que quienes escriben lo
hacen con la exigua lucidez de un profesionista, ávido por construirse un
nombre consagrándose en una carrera.
DELIRIO,
no sé si Giovanna Pollarolo me esté escuchando, tendría que ser el nombre de
una de las materias para quienes estudian, ¿estudian? «Escritura Creativa»
porque, en realidad, delirar es abrir una fisura en el presente que no se aísla
del mundo, lo atraviesa, lo nombra de otro modo, lo descompone.
Su
palabra, y su dimensión subjetiva, no obedecen a la ley del padre, diría
Deleuze, sino al temblor de la historia. Es experimentar y pensar nuestra
realidad saliéndose del surco. Y no como un oficinista.
[1]
Tal como advierte Agamben, quien
está familiarizado con la historia de las órdenes monásticas sabe que, al menos
en los primeros siglos, es difícil comprender el estatuto de lo que los
documentos llaman «regla». En los testimonios más antiguos, regla significa
simplemente conversatio fratrum, el modo de vida de los monjes de un
determinado monasterio.
[2] Tabori, Paul. Historia de la Estupidez Humana. Barcelona: Ediciones B, 2005.
Fuentes consultadas: Agamben, G. (2024). El Punto Ciego de la Historia: Un Manual de Desorientación. Vueltas y Vueltas Editorial. Badiou, A. (2023). La Canción del Ladrillo: Poética de la Repetición. Círculo Vicioso Publishing. Deleuze, G. & Guattari, F. (2025). Mil Mesetas de Ruido Blanco. Ediciones Anticonceptuales. Derrida, J. (2022). La Desconstrucción del Ascensor: Subir y Bajar sin Llegar. Editorial Ausente. Eliot, T. S. (2020). Sinceridad: La Enfermedad que Nos Mata. Tapa Dura Ediciones. Freud, A., Jr. (2021). Manual de Supervivencia Emocional para Cuerdos Irrelevantes. Eterna Juventud Press. Kafka, F. (2019). El Delirio como Estrategia de Inversión. Visionarios Anónimos Publishing. Tabori, Paul. Historia de la Estupidez Humana. Barcelona: Ediciones B, 2005. Zizek, S. (2021). Comer Palomitas y Esperar la Catástrofe. Cine y Neurosis Colección.
*Charla en "Alienaciones: Arte, Delirio y Sociedad en Latinoamérica". Coloquio internacional.







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