Sostener que buena parte de la poesía española de alta circulación afectiva en la última década no constituye una ruptura sino una estrategia de mantenimiento puede parecer, a primera vista, un gesto innecesariamente suspicaz, incluso un exceso de celo crítico, una incomodidad que llega cuando el consenso ya ha sido firmado. Sin embargo, basta afinar el oído —no el corazón, siempre dispuesto a la empatía programada— para advertir que estamos ante un fenómeno reconocible, casi administrado: no una nueva poética, sino una serie de versiones, covers cuidadosamente producidos, afinados en estudio, optimizados para la reproducción, de una matriz ya canonizada. El repertorio es antiguo, el arreglo es contemporáneo y el objetivo es inequívoco: sostener la vigencia emocional, la respetabilidad estética y la circulación asegurada de la poesía de la experiencia o, con mayor precisión histórica, de aquel programa que en 1984 se presentó como La Otra sentimentalidad y que hoy circula sin comillas, sin manifiesto y, sobre todo, sin adversarios. Lo que antes fue una toma de posición ahora es una posición heredada.
El cover no niega el original: lo conserva, lo estabiliza, lo vuelve transferible. Amplía su público, sí, pero sobre todo refuerza su valor de reconocimiento. Esta lógica, trasladada sin fricción al campo literario, permite leer las escrituras de Elvira Sastre, Irene X, Irati Iturritza, Rosa Berbel y el conjunto variable reunido bajo el título programáticamente inocuo Poesía ante la incertidumbre como una operación de continuidad estilística más que de innovación estética. El yo sigue siendo reconocible, confesional, emocionalmente disponible; la experiencia cotidiana continúa funcionando como garantía de autenticidad; la escena urbana permanece como fondo moral homologable; el lector es interpelado no para poner en duda el lenguaje, sino para reconocerse en él y reafirmar su pertenencia. Nada de esto es casual. Todo responde a una poética que triunfó porque supo generar adhesión, producir identificación y consolidar prestigio afectivo sin exigir demasiado a cambio.
La diferencia actual no reside en el núcleo estético sino en el dispositivo de legitimación. Allí donde en los años ochenta hubo una disputa por el lugar del poema en la tradición, hoy hay una gestión eficiente de ese lugar. El poema ya no se arriesga a perder: acumula. No discute su posición: la reproduce. La circulación no es consecuencia del conflicto, sino su sustituto. El reconocimiento se obtiene por reiteración, por familiaridad, por correcta administración de expectativas. Así, el valor del poema deja de depender de lo que hace con el lenguaje y pasa a medirse por su capacidad de sostener una imagen, una firma, una voz estable y reconocible. No estamos ante una tradición viva sino ante una tradición rentable: una escritura que se mueve porque ya ha sido aceptada.
El verso funciona entonces como un organismo postmortem con excelente logística: se replica, se cita, se enseña, se exhibe, pero no transforma. No metaboliza mundo: conserva forma. Es una poética que no piensa porque no lo necesita; no interrumpe porque ya está integrada; no fracasa porque el fracaso ha sido excluido del circuito. No es que no haya riesgo: es que el riesgo ha sido externalizado.
La experiencia, categoría central de aquel programa, ha sufrido una mutación decisiva. Convertida en unidad de valor emocional, ya no necesita lenguaje sino validación. No se escribe para pensarla, se la presenta para confirmarla. La experiencia dejó de ser mediación y pasó a ser comprobante: algo que se exhibe para sostener una posición y no para interrogarla. A mayor transparencia afectiva, menor fricción semántica. El poema no se tensa: se alinea.
Antes el lenguaje mediaba; ahora amortigua. Antes tensaba la experiencia; ahora la suaviza. Antes producía mundo; ahora mantiene clima. La experiencia actual es experiencia sin exterioridad, sin espesor histórico, sin alteridad real: un yo en suspensión permanente, perfectamente adaptable a cualquier marco de reconocimiento. No hay afuera que incomode: hay circulación que confirma.
También se ha transformado la dimensión pedagógica. Donde hubo formación del lector —aprendizaje de la dificultad, del tropiezo, de la lectura lenta— hay entrenamiento en la identificación inmediata. El lector ideal ya no interpreta: valida. No se le pide que lea mejor, sino que reconozca más rápido. No es un defecto del sistema: es su mecanismo central. La poesía no forma criterio: consolida pertenencia.
La Otra sentimentalidad no desapareció: se institucionalizó. Conserva la forma del trayecto, pero ya no necesita desplazarse. Funciona por repetición, no por necesidad; por estabilidad, no por conflicto. Es una poética que sigue caminando, pero sobre suelo firme; que sigue hablando, pero dentro de un perímetro seguro. No está muerta: está asegurada.
No estamos ante una poética en crisis, sino ante una poética estabilizada. Cuando el poema ya no disputa su lugar, lo administra; cuando no arriesga pérdida, asegura circulación. El lenguaje deja de ser problema y pasa a ser garantía.
La experiencia, convertida en valor emocional reconocible, ya no se escribe para ser pensada sino para ser validada. El verso no interrumpe: confirma. No desajusta: consolida. Funciona.
Así, la tradición no se transmite: se reproduce. No camina: se conserva. Y en esa conservación eficiente el poema pierde mundo, pierde fricción, pierde incluso la posibilidad de fallar.
