Fui a la casa del lobo.
Después de varias copas
se levantó al baño
y regresó vestido de ciervo.
O sea que le había quitado la
piel a un ciervo
y se había hecho una capa
y un par de botas
que le subían a los muslos.
También traía cuernos
en la cabeza y el pecho;
las puntas tenían
un brillo irisado que se
alargaba
en la semi-oscuridad de la
sala.
Las puntas de aquellos cuernos
brillaban
como brilla Venus por la
madrugada.
El lobo hizo un par de
contoneos
y yo me paré de golpe
y le planté un beso enorme.
Le embarré todo el labial.
Fuimos a su alcoba.
Abrió la puerta despacito…
con sonrisa lupina
y mano teatral
dirigió mi atención a la cama:
ahí estaba el cazador,
tendido y atado
a las 4 puntas del mueble.
Lo tenía vestido de abuela.
Yo ya no pude.
En ese instante me creció el
pelo
con tal fuerza y de tal forma
que me rompió todo el traje.
“Pero qué linda sorpresa”
dijo el lobo.
“Mi abuelo era un perro de
Alaska” dije yo,
temblando.
El lobo me tomó de la cintura
y apagó la luz.
Entonces la vi frente a mí,
del otro lado de la ventana.
La luna llena la cubría con su
azogue.
Era la esposa del cazador.
Fumaba una pipa.
Cargaba con un rifle a la
espalda.
En su cabeza
un mapache muerto
nos miraba a todos
con ojos demasiado
severos.
Salí corriendo cual venado.

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