1
Necesito
una roca luminosa que venga de la otra orilla,
un
trampolín ardiendo en el aire,
un
cuaderno, un caballo,
para
mirarlo a los ojos y que me diga,
¿Qué
pasa con la brisa amontonada y el borde del río,
qué
se detiene en el ciruelo que demora, que ilumina?
¿A
dónde la lavanda después de la abeja,
el
carbón y el hierro ardiente, el brote de la dicha,
la
llama que se eleva, la pesadilla, la bandera?
¿De
dónde tanta rabia, la tristeza, la pena?
¿Cuál
de todas las penas?
2
El
fuego, baja y crece por el instinto y el designio de la ceniza.
El
fuego, baja y crece por el destello del relámpago.
Pero
vuelve a bajar, casi pálido y tembloroso como la bata de un enfermo
y
apenas se levanta nos mira agudamente desde las piedras,
desde
sus ojos, universales y enormes de culebra,
desde
sus ojos, llenos de sed, rojos, devorando ciudades.
Son
cientos de ojos, millares de ojos que miran,
pero
en verdad, aúllan sin mover sus bocas.
Y
han dejado, a 15 kilómetros,
hileras
de muertos rugiendo desconsolados eternamente.
Y
entre las columnas de aullidos, los rugidos y las palomas incendiadas
no
hemos avanzado nada entre los arbustos del monte
y
nos quedamos inmóviles como si descubriésemos la verdad del mundo.
Mi
caballo y yo.
Sin
haber comprendido la reunión de la brisa que corre arriba de los árboles,
el
golpe tieso, marcial, el disparo certero,
el
desgarro en los brazos, piernas y el torso,
en
el mismo momento que Dios nos ata o respira,
en
el cristal puro entre lo puro y por ello irrepetible;
sin
comprender totalmente el fin de ciertos libros, también incendiados.
Pero
ambos sabemos en el desvarío y en la zozobra de los navíos,
en
la médula todavía latente y en la venganza del tiempo,
que
nos tenemos uno al otro,
que
somos amigos de siglo en siglo, hermanos.
Como
los dos únicos hijos que se quedan en el abrazo
sostenidos
en un puño de arena,
en
el interior del reloj de arena,
casi
degollados,
inminentemente
degollados,
porque
hoy regresa la tragedia.
3
Existo
como existe el cedro y el musgo de la otra orilla.
Existo
como existe lo que se ondula y lo que se adivina en medio de la fuga,
como
el punto más áspero en la soga de una campana,
como
existe la luz en los ojos primitivos de las ostras,
como
la multiplicación microscópica del óxido
que
reposa junto al agua rodeada de moscos,
en
la punta de un velero casi abandonado.
Como
ese ángel de pies de fuego, enemigo y blanco.
Como
ese golpe certero que se les da a los conejos entre mañana y tarde.
Por
eso digo que existo, en el mismo instante de la vía láctea,
atravesando
el aura del cristal más puro de lo puro en el misterio,
comparable
con las propiedades curativas de la miel y las montañas
o
las primeras piedras de las columnas del cielo,
pero
antes, sus llamas eternas y esa brisa que llega de la nada.
Sus
llamas y su luz que lo cubren todo
y
sus caídas inmensas en un discurso
sobre
caballos alados en el verano de Saturno.
Porque
toda caída es una afirmación que deviene en el cauce del río,
porque
toda caída es una muestra de la inmortalidad del gesto emitido por un Santo,
sostenido
entre el brillo de una tetera o por las migajas que picotea un gallo.
Y
todo suspiro inmaculado es mi tierra.
No
por justicia ni por las culebras enroscadas en una vara
ni
por mis ayunos diarios y mis oraciones de anciana,
cuando
siento un revolver en la nuca como una carcajada
y
me siento como una fruta seca y triste,
alejada
del resto de todas las frutas
a
la margen del campo bondadoso y fértil
después
de la cosecha
y
siento, irremediablemente, siento que perezco.
Por
eso, hoy,
desde
las palomas sumergidas en los sepulcros
y
la resonancia del ciclo de los volcanes,
les
dejo la muerte.
Así
la encontré,
envuelta
en medio de un grupo de tallos todavía verdes y un escarabajo,
como
un sueño al devenir de la derrota,
hundida
como el puño sobre la harina del panadero,
como
una revelación, casi invisible que flota al final del gallinero.
Tranquila,
como el primer movimiento de la mano en el bautismo
como
los lirios encontrados de repente en una isla.
Y
no me pregunten más.
4
Esta
roca que brama porque apenas fue descubierta después de los etruscos,
esta
hierba que ronca y habla desde cientos de bocas,
esta
que piso y piensa, porque llevo una antorcha con la lana de la última oveja
del
último corral en la última fila de los corrales
y
que vi nacer entre mis manos, sangrienta,
mientras
perdía sus alas de cigüeña,
mientras
el resto de las ovejas miraban aterradas
es
la verdad del mundo.
Pero
yo no escribo,
escribe
el ansia y sus encías verdes,
desde
una costa verde rodeada de niebla y el vuelo de los patos.
Escribe
el delirio, el abandono colgado del vientre de una vaca.
Escribe
el latido de los gansos en un cántaro,
la
saliva elegida, el sueño del hombre mil veces fatigado.
También
escribe el caracol, el alce, la nutria,
el
murciélago y el azufre amontonado.
Yo
no escribo, escribe mi caballo,
desde
el centro del temor apenas ve un cuchillo,
por
eso escribe desde la vía láctea,
desde
una rivera que crece, con su pata izquierda en un parte de la arena.
Yo
no escribo, solo giro la mirada,
recordando
la fecha de mi cumpleaños.
Lleno
de comienzos que se quedan en comienzos,
cubierto
de épocas, vestigios y comienzos dispersos.
Como
si fuera el último brazo del musgo,
o
como si fuera no la estatua,
sino
el brazo de una estatua,
dura,
detenida, porosa,
que
poco a poco es descubierta
por
la brocha del arqueólogo,
que
piensa que sólo soy cualquier piedra.
Pero
lo que soy es un incendio ante los ojos.
Un
animal que parece en descanso, pero incendiado,
animal
soy animal.
¿Qué
animal en silencio?
Eso,
animal en descanso, vegetal, mineral,
animal
en una corriente de aire incendiado.
Así
escribe la vida, al tercer o cuarto día,
en
todas sus formas,
sentada
bajo el tronco de cualquier árbol,
desde
el resplandor al fuego en el bosque,
desde
el hierro al trueno como un castigo,
desde
la cría al luto de los leones,
desde
la altura del manto al manto de los niños santos,
con
todos los contornos de los rayos de todas las manos santas.
5
Bramidos
de búfalos en celo,
un
golpe de animales en donde ella está finalmente preñada.
Un
número, indefinido en la cantidad,
indefinidos
búfalos y caballos
como
la caída o el conteo inexacto,
tambaleante,
de los giros de una moneda en el aire.
Mejor
aún,
como
la caída inexacta,
de
una serie de relámpagos
lanzada
por un mago
en
una tormenta de verano,
indefinido
y dispar
en
la noche
indefinido
camina
en
busca de la definición rápida pero exacta.
Indefinido
el momento en que se torna el remanso.
En
lo que queda del remanso y sus plantas que crecen debajo de un puente.
En
el momento en que se piensa que se encontró el eco o la aguja
en
el viaje de las señales de la radio.
Mejor
aún, en el momento que no se entiende a la naturaleza.
Y
la tierra gira y gira,
También
gira un cangrejo
ante
el paso de una fila de cangrejos.
nada
lo detiene, y se cree único en el amanecer,
dolorosamente
inmenso.
Y
lo único cierto,
es
que gira porque es un misterio.
Y
pensamos que se debe sólo a la Teoría de la gravedad.
Y
a una fotografía conmemorativa de Issac Newton,
casi
antes de llegar a una esquina de un salón de clases de provincia.
