Mostrando entradas con la etiqueta azahara alonso. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta azahara alonso. Mostrar todas las entradas

sábado, 25 de octubre de 2025

AZAHARA ALONSO. DIGRESIONES ALREDEDOR DEL TURISMO, ¿UN EJERCICIO DE GOZO?




*

La mirada extranjera es casi siempre inocente y sesgada, y se manifiesta en oraciones rotundas, como cuando digo que el encanto de esta isla reside en la dificultad para entrar y salir de ella. No todos sus habitantes piensan lo mismo, y han empezado a ansiar una idea de progreso tan rápida y peligrosa como las habituales, que tiene la forma de túnel subacuático o de puente para unir ambas tierras, aunque por ahora solo los separa a ellos por sus opiniones. Es probable que el estilo de vida del lugar cambie por completo, que ya no sea viable dejar las llaves de casa puestas por fuera. Es seguro que el ecosistema se resentirá, reconocen todos. Pero es importante por el turismo, por los empleos. O, como dice Óscar Calavia: «No hay actividad, por nefasta que sea, que no pueda justificarse por los puestos de trabajo que genera».

*

En un primer momento, parecía que la caída de la Azure Window supondría un letargo en el turismo de la zona y, en consecuencia, de la isla. No tenía por qué ser así, en las mismas coordenadas hay otras tres atracciones: Fungus Rock, Blue Hole e Inland Sea. Cada una tiene su propio público: la primera interesa sobre todo a quienes disfrutan con la historia y sus hitos, ya que esta roca es conocida por disponer en su cumbre de una hierba medicinal muy codiciada por los ingleses durante su ocupación (con el tiempo, se demostró que no tenía las propiedades que se le atribuían), pero también, mucho más pintoresco, por haber resguardado en los muy anteriores tiempos púnicos a algunos piratas en la bahía que cierra; el Blue Hole es un pozo de agua cristalina al que los instructores de buceo llevan a sus alumnos; Inland Sea, unos doscientos metros hacia el interior desde la extinta Azure Window, es la laguna formada por una oquedad en la roca, un mar interior sobre el que en semicírculo se cierra un mínimo puerto pesquero ahora destinado a ofrecer paseos en barca para admirar la zona. A pesar de la desaparición de su principal reclamo, los isleños no renuncian a mantener el rédito de la antigua ventana natural y, sumando esto a sus supersticiones, han querido llevar ahora la atención hacia un nuevo punto: una cara de perfil que supuestamente aparece en los restos de las rocas caídas. De forma similar, en un libro sobre algunas curiosidades del archipiélago se invita a ver un segundo rostro. Solamente se accede a su imagen desde una barca a través de ese mar interior y, en palabras de sus autores, «la cara mira hacia el lugar donde el arco natural de la Azure Window se mantuvo, y parece haberse quedado congelada en el shock de su ausencia, un sentimiento compartido por muchos». Es lógico que tengamos nuestras reservas.

 

*

Esperar ordenadamente nos hace más civilizados, y también parte consciente del enorme volumen de personas con los mismos deseos. Es una de las formas de vivir en comunidad, algo que nos da la idea clarísima de que no estamos solos ni somos los únicos que vamos a hacer algo. Hay decenas, centenares o miles de personas que quieren hacer lo mismo al mismo tiempo. Nace entonces una de las paradojas del turismo contemporáneo: el anhelo compartido y ya imposible de ir a un lugar desierto.

 

*

En realidad, y como de casi todo, de la Ciudadela tuve noticia a través de un mapa. Primero estudio el plano del lugar que habito y después el terreno, a brazo partido contra la lógica. En la escuela de idiomas me habían dado uno. Entre clase y clase, si es que a esos encuentros dentro del aula los podíamos llamar así, los extranjeros merodeábamos por el pequeño edificio a las afueras de un pueblo de la zona oeste y su patio, orientado al este y desde el que se veía gran parte de la isla, que por entonces parecía insondable. Por el hall se paseaba también George, aunque con mucha más seguridad. Era algo así como el bedel de la escuela, pero no hay oficio en la isla que se parezca al del continente. George hacía bromas muy blancas sobre la procedencia de cada estudiante, nos daba palmaditas en la espalda y nos contaba de primera mano algunas de las cosas que ocurrían en la isla durante esas semanas. Nada que no pudiéramos saber aunque llevásemos dos días allí: fiesta en el Roof Garden, fuegos artificiales, cuál es la playa oficialmente más bonita del perímetro. Hubiera sido mejor que nos contase cómo funciona la relación entre el aire y las medusas, o la manera de conseguir que los camareros no nos dieran la carta con precios para gente de fuera. El primer día hizo entrega del mapa, cuya producción estaba patrocinada por un nuevo supermercado y se conseguía normalmente en la oficina de turismo, donde trabajaban su hermana y su sobrina. Sin mucho detalle, en el espacio de un folio se mostraba la isla y se señalaban únicamente los nombres de los pueblos principales, las playas y los lugares de interés turístico (cada cala, una sombrilla, una cruz por cada iglesia).

 

*

Mi compañera de trabajo, Jess, era amiga íntima de aquella pareja. Había estudiado Turismo y se esforzaba en hablarme en español, aunque apenas recordaba del colegio y un par de viajes algunas expresiones —«Holaguapacómoestás»—. Tenía grandes planes de futuro que incluían estudiar Cine en Inglaterra, pero murió poco tiempo después, cuando un jovencísimo policía ebrio chocó frontalmente contra su coche una madrugada. Ni siquiera fue juzgado.

 

*

De los pocos lugares que he visitado hasta la fecha (no hay en mí esa ambición de poner chinchetas sobre un mapa colonizado, sino de volver una y otra vez a los mismos o, como decía Buñuel: «Nunca he viajado por placer. Esa afición por el turismo, tan difundida a mi alrededor, me es desconocida. No experimento ninguna curiosidad por los países que no conozco y que nunca conoceré. Por el contrario, me gusta volver a los sitios en los que he vivido y a los que me atan los recuerdos»), en todos he conocido sus cementerios por una oscura afición. Del mismo modo, imagino que los amantes de las artes plásticas visitan los museos, los creyentes van a los templos, y los cocineros y entusiastas de la gastronomía en general quieren conocer siempre los mercados, ansiosos por ver con sus propios ojos el núcleo de la vida de esos sitios, entre la familiaridad y la extrañeza. Sin embargo, desde hace unos años todo el mundo visita parques y museos, los ateos sin interés en el arte acuden en masa a las iglesias y nadie olvida los mercados, incluso quienes no tienen maña culinaria y se alimentan habitualmente a base de platos precocinados. ¿Qué les interesa honestamente, qué les lleva allí si ni siquiera conocen la mayoría de esos lugares en su propia ciudad? Supongo que una curiosidad adiestrada.

 

*

¿Y cómo sabe una lo que hay que ver en un destino? Pues nada más fácil, porque siempre está indicado en las guías, los artículos, los paneles informativos, las redes sociales, los libros de viaje —tomo aire—, los folletos de museos, la referencia de quienes ya lo han visitado, las señales a pie de calle, la oficina de turismo. La red está inundada de artículos ciudad, titulados «Qué ver en X», donde la equis es cualquier calle, pueblo, país, espacio acotado por distintas arbitrariedades. Instagram está infestado de geolocalizaciones, como si los usuarios tuvieran la compulsión de hacer público siempre dónde están. Todo esto responde a un ansia de consumir espacios con los ojos: ver, ver todo lo posible de ese sitio al que uno viaja para que así no parezca un desplazamiento en balde. Tantos siglos después, es cierto de una manera nueva: veni, vidi, vici.

 

*

MacCannell habla de ese proceso por el que determinados sitios, hasta entonces indisociables de su contexto, acaban siendo puntos neurálgicos del turismo, porciones aisladas de espacio. Basándose en la semiótica, propone que cada atracción turística es un signo que representa algo para alguien, y por eso es necesario llamar la atención del turista a través de un marcador del lugar. Se trata de una pequeña o escueta información que supone el primer encuentro de quien viaja con una vista obligada. No con ella, sino con su representación: su nombre, su imagen o un plano sencillo de dónde se encuentra. Esto explica por qué personas sin intereses específicos en un mercado acuden a él cuando no es el de su localidad. El gusto es tan maleable que basta con generar un marcador de espacios, una sencilla llamada, para que a casi todo el mundo le apetezca ir a esa zona e incluso, una vez allí, se sienta satisfecho y haga gestos de complacencia. Le han dicho que es importante verlo, le han señalado cómo llegar, sabe qué cosas merecen la atención del objetivo de su cámara, sabe qué imagen puede ser envidiable.

 

*

Pensando en Xiapu, también hay una respuesta a ese fenómeno en el libro de MacCannell: el turismo convierte la relación del ser humano con su oficio en atracción. Y añade que «la relación entre el hombre y su trabajo es potencialmente mucho más compleja que el modo en que se presenta en el protestantismo, en el capitalismo o en el turismo». Curiosa equiparación de sistemas que yo no podría haber sugerido mejor. Se habla entonces de la sacralización de los lugares. Pero «lo sagrado es la repetición», mi único talento.

 

*

Cuando decidimos ir a vivir a la isla, todavía no conocíamos a nadie que hubiese estado allí. En aquella época, la mayor parte de su turismo lo protagonizaban los británicos y los jóvenes que iban a estudiar y practicar inglés durante unas semanas a la isla grande del archipiélago. Esa era la parte oficial, no por ello menos cierta, pero a los españoles se nos conoce en el país, desde entonces, por ser gente aficionada a beber en la calle, a gritar y a ensuciar. Nuestras primeras investigaciones en Internet no fueron en la línea de qué ver en las islas, teníamos mucho más interés en saber, por ejemplo, si encontraríamos demasiados problemas para alquilar una casa para una estancia larga o si todavía podríamos movernos en los míticos autobuses coloridos de la Cooperativa (y no pudimos, para entonces ya había llegado una multinacional inglesa). A pesar de no tener conocimiento directo, varias personas nos dijeron que teníamos que ver allí dos cosas: la fábrica de PLAYMOBIL y Popeye’s Village. Mi infancia no estaba demasiado ligada al recuerdo de esos muñecos, y de Popeye solo me había quedado la imagen de las espinacas y un ancla en un bíceps inusualmente marcado. ¿De verdad entonces tenía que visitar aquellos destinos?

 

*

 

¿EN QUÉ MOMENTO mi vida empezó a ser accesible solo en vacaciones? Padezco el síndrome de la isla en plena meseta, y eso a pesar de haber vivido en una isla de verdad hace tiempo. Su atractivo principal, antes de la tormenta de chanclas y fiestas, era el silencio. SHHH, IT’S THE ISLAND, decían los carteles del ferri indispensable para llegar a ella, y también los de la oficina de turismo. No mentían, lo raro era escuchar algo. Como la noche en la que varios gatos se pelearon debajo de nuestra ventana. No llevábamos allí ni diez días y yo me desperté pensando que era el fin del nuevo mundo. Mi capacidad para el drama es excelente. Desde entonces y en aquella primera casa, no hubo noche en la que no me despertara sin razón y deambulara por el largo pasillo hasta la cocina, abriendo la puerta de todas las habitaciones, fascinada y muerta de miedo por la cantidad de mar que me rodeaba, por el silencio. Es difícil contar cómo se vive allí, mimetizar las palabras con su calma. En la ciudad grande soy eficiente, el estrés resulta ameno (ya se sabe lo que se elige entre el dolor y la nada). En la isla, en cambio, vivía de mirar el cielo, que era más grande que en cualquier otro lugar. Un reflejo azul porque, de tan pequeña, la isla es casi agua. Yo solía ser una de esas figuras que caminan sobre las azoteas, y disimulaba mi labor de lectora y contadora de nubes. «¿Cuál es tu oficio?», me preguntaban. Tenía que morderme la lengua para no decir que los idealistas nunca han vivido de la tierra.

 



Azahara Alonso, Editorial: Siruela, 2023