En My Life in the Nineties (2003), Lyn Hejinian convierte la autobiografía en una implosión elegante del yo narrativo: una memoria que no recuerda, un discurso que se escribe a sí mismo. Su vida se despliega no como historia sino como gramática, un zoológico de frases que escapan del sentido mientras fingen posarlo para una foto. La autora, ya con sesenta años, decide estructurar su libro en diez secciones de sesenta oraciones, un sistema que haría feliz a cualquier numerólogo paranoico: sesenta años, sesenta frases, sesenta formas de aceptar que todo se está acabando mientras se escribe. Hejinian corre tras el cambio (“I’m pursuing change while trying to outrun the change that’s pursuing me”) como si persiguiera a un perro desatado que, además, la muerde cada vez que lo alcanza.
No hay “yo”, hay un eco multiplicado: un sujeto que se
disuelve en el aire, que se mofa de sí mismo en cada oración como una
presentadora cansada de su propio monólogo En My
Life in the Nineties, de acuerdo con Perloff, Hejinian “retoma el desafío del modernismo experimental”, y
convierte el lenguaje en objeto de deseo, no en instrumento de comunicación. Es
decir: lo importante no es lo que se dice, sino el placer con que se desarma el
decir. En este sentido, Hejinian no escribe: organiza la turbulencia,
distribuye el desconcierto con la precisión de un cirujano que, en lugar de
suturar, multiplica la herida. El libro entero parece haber sido escrito desde
una frontera en la que la memoria se revela confundiéndose con la sintaxis: un
territorio donde cada frase promete una revelación y entrega una distracción.
Si la autobiografía tradicional era el arte de recordar lo vivido, la de
Hejinian es el arte de olvidar lo recordado. Sus oraciones avanzan como
insectos despistados en una lámpara encendida: giran, caen, vuelven, y en esa
repetición encuentran su lógica. El humor surge precisamente de esa
desobediencia formal: nada se encadena, todo se contagia. El pasado se filtra
como si el lenguaje padeciera Alzheimer con buena educación.
El “yo” hejiniano es una ficción que se somete a los
experimentos que ella desarrolla con su propio idioma. En sus frases se observa
una tensión entre la nitidez del pensamiento y la voluptuosidad del sinsentido,
como si Wittgenstein hubiese decidido contar su infancia en clave de sitcom. Las secciones del libro, cada una con sus sesenta
oraciones disciplinadas, parecen cuadrículas donde la experiencia se debate
entre la confesión y el chiste. Lo biográfico se descompone en partículas
verbales: un olor, una textura, una asociación absurda, un recuerdo que no
sabemos si pertenece a alguien más.
Perloff, con su habitual ironía académica, celebró en Happy World la capacidad de Hejinian para convertir la felicidad en estado de
alerta, una especie de zen cotidiano donde el acontecimiento es pura gramática.
La felicidad, dice, no está en vivir sino en advertir que se está viviendo; el
detalle humorístico es que, cuando uno se da cuenta, ya ha pasado todo. My
Life in the Nineties se instala en esa
demora del presente, en ese limbo donde la experiencia todavía no se traduce y
ya está oxidándose. La poeta observa la fugacidad del mundo con la serenidad de
quien ha hecho las paces con su propia confusión.
El procedimiento formal —esa “new sentence” que Charles
Bernstein teorizó como un modo de pensamiento discontinuo— alcanza aquí su
forma más cínica: cada frase es una trampa para el sentido, una trampa que,
además, se ríe de haber atrapado al lector. No hay continuidad entre las
oraciones, apenas una atmósfera de parentesco forzado, como si la biografía
fuese una cena familiar donde nadie se habla, pero todos mastican al mismo
ritmo. La ironía estructural es que esta fragmentación, lejos de fracturar la
unidad del yo, la expone: la vida es eso, una serie de frases que fingen tener
un argumento.
El estilo de Hejinian combina la sequedad conceptual con la
voluptuosidad rítmica: un lenguaje que, a ratos, suena a manual de instrucciones para un
electrodoméstico emocional, y a ratos a oración laica por lo incomprensible. En
su mundo, el sentido no se encuentra: se fabrica. Y, como toda fabricación
artesanal, conserva defectos de fábrica. Hejinian no teme a la incoherencia: la
exhibe como prueba de autenticidad. Sus frases son como espejos rotos que, al
multiplicar el reflejo, inventan nuevas caras. Leer My Life in the Nineties es asistir a un striptease del lenguaje:
cada oración quita una prenda de sentido y deja al descubierto otra capa de
ambigüedad. El humor es fino, británico en su sequedad, norteamericano en su
exceso, hejiniano en su crueldad: un sarcasmo sin víctima, porque la víctima es
el texto mismo. En vez de narrar los noventa —esa década que inventó la
nostalgia antes de tiempo— Hejinian los convierte en una maquinaria de
percepción. El resultado: un libro que parece autobiografía, pero se comporta
como un experimento de física cuántica con acento de Berkeley.
Nada más cómico, ni más melancólico, que esa lucidez
impasible. En un siglo obsesionado con el trauma, Hejinian propone la
trivialidad como forma de resistencia: cada frase es un acto de subversión
cortés, una carcajada conceptual. Y si la memoria es apenas un eco que se
rehúsa a morir, su prosa demuestra que también el olvido puede tener ritmo. Por
eso, cuando uno termina el libro, no siente haber leído una vida, sino haber
vivido un idioma.
My Life in the Nineties encarna lo que Perloff denominó la
“felicidad del lenguaje”: la euforia del sentido que se niega a fijarse.
Hejinian no recuerda su vida, la reescribe como si fuera un error repetido a
propósito. Y en esa obstinación elegante reside su comicidad: la certeza de que
el lenguaje siempre gana, aunque finja perder. Si la poesía lírica busca la
emoción y la prosa la historia, Hejinian opta por el gag metafísico: un yo que
tropieza, se levanta y sigue hablando. Así, mientras nosotros buscamos
entenderla, ella ya está en otra oración, perseguida por su propio cambio,
riéndose en un inglés que suena, por momentos, a una traducción del porvenir.
Necesitamos del lenguaje para
ayudar a los sentidos
Tenemos palabras para proteger continen-tes de frutas
y órganos. El conocimiento es una provocación que abandoné. Estaba buscando una
mejor posición, tiempos de extraños más extraños. De 10 a 1, baila un día y
dibuja al otro; de 1 a 2 dibuja el día que bailas y escribe una carta al día
siguiente. Parece que mis sentidos también existen—escucho los sonidos de una
chara azul canturreando entre las hojas y de pronto, de nuevo, siento los
muchos enlaces entre eso y los minúsculos elementos del olor de la lluvia gris
que empieza a caer—pero lo muy conocido no es necesariamente conocido, para
nada. El momento del panorama, el impulso de la preparación. La anticipación no
es autónoma. En el sueño me abordaba una mujer que me pedía un ratón para
distraer a un gran oso que gruñía ferozmente a sus pies y me advirtió que no
escapara, dijo que no tendría sentido, los osos pueden correr a 65 kilómetros
por hora. Bueno (dice alguien), todavía tenemos la vitalidad propia en las
botas desde nuestros días en la frontera que nos tomamos el trabajo de
contemplar. Levantán- dose desde atrás en la mañana, murmurando, se reproduce
una frase sobre la superficie conquistadora de las cosas. Ella cantó «conduje
el Cadillac de mi papi, de Dallas hasta el mar, pero la pradera tiene al cowboy
que yo siempre querré ser». No existe lo mejor sin su cosa correspondiente. El
resto es discontinuo. La poesía es conexión. Somos actores en un teatro de
voluntades en conflicto. Entonces escribe una carta todos los días, aunque no
tendrás ninguna garantía de que la comunicabilidad de tu femineidad (ni del
hecho de que la sustancia y el modo de tu experiencia sean comunicabilidad) sea
admirada—no eres tú sino tu vida la que merece atención. El destino siempre
debe jugar un papel en todo buen wéstern, cargando al paisaje de fatalidad, en
sí mismo una frontera expandida, y presentan- do los caracteres morales con
decisiones inevitables y, con frecuencia, indeseables. En el polvoriento pueblo
en el salón de belleza Plum Cute estaban ofreciendo «lavados y otros ejercicios
pasivos». El cuerpo se va y la cabeza busca materia. Esto no carece de
lógica—es un truco del amor. El árbol más grande está por ahí, dijo el hombre,
y señaló, recordándome lo contingente de mis expectativas. No forma y
contenido, sino voluntad y contenido. Solo por estar bajo el cielo una persona
sabe que existe (y no tiene necesidad de explicarlo)—pero en este punto fui
interrumpida por el olor del humo, luego las llamas que se alzaban, la vastedad
que (tanto como mi incapacidad para encontrar, después de que me dijeran que
cargue el auto y me prepare para evacuar, algo que pareciese que valiera la
pena llevar, sintiéndome, en vez, abstraída, separada tanto del orden material
como del simbólico) subsecuentemente y por muchos meses después me dejó
sintiéndome insignificante, insustancial y abandonada. Observé el cadáver y
sostuve su corazón, quitado de una cavidad que alguna vez fue melodiosa. Tan
dislocada como un ángel sentado en una nube sin jamás haber tenido que vencer
la fuerza de gravedad. Dicen que Goethe se negaba a dejar que su vida se
convirtiera en «una secuencia de eventos desestructurada y sin intención»,
pero, más bien, «cada gran acontecimiento, previsto o no, debería ser ponderado
y reubicado dentro de un todo con una nueva interpretación». Entonces obligada
a juntar fuerzas, despertarme, salir de la cama y aceptar el cautiverio. Era
tarde en Grand Avenue, después de la 1 a. m., los semáforos programados solo
parpadeaban en amarillo, la calle de cuatro carriles vacía, y yo manejaba sin
prestar atención hasta que de pronto advertí que, de alguna parte, de alguna
calle lateral, un auto de policía había aparecido y el tipo me hacía luces,
llenándome de desesperación. Pero siempre estoy cambiando de escala, ahora. De
unos trapos azules sale un viento furioso, lo suficientemente intenso como para
producir una lluvia rígida. Caballos esforzándose para galopar en la arena, un
músico toca el banyo de mesa en mesa en un restaurante. En tales escritos autobiográficos podemos rastrear
los efectos de las operaciones mentales hasta su origen. No hay una diferencia
en la verdad que no haga una diferencia de hecho en alguna parte. Emerald Ellie
(como la llamaban para diferenciarla de Ellie Allen, la otra Ellie en su
«club») fue «probablemente» asesinada por su novio, Freddy J. (o «Jay»)
Claybridge (alias «Basura») y «seguramente» con repetidos martillazos en la
cabeza. La escritora realiza su tarea para tener los datos de lo que
inmediatamente se mueve. Los hechos no solo son sino que son conocidos, y desde
el momento en que fui lo suficientemente grande como para conocer los hechos,
recordar sonidos, requerir sentido, pensé que un trabajo así tenía tanta
similitud con la realidad como la que uno le pudiera dar. Tostando el pan, enrollando
la manguera, levantando al gato de la silla, me felicité por mi «joie de
vivre». Y lo hemos sabido—ese cambio de lo interminable, ya que lo interminable
está justo delante de nosotros. La precisión no es la voz de la naturaleza. La
casa estaba limpia por su propio bien, salvo por un pedazo de papel que había
quedado, no mayor a un punto en el piso, y me levanté con esfuerzo de la silla
y recogí el papelito que, de haberlo notado unas horas después de haber
terminado la limpieza, hubiera dejado. No estoy diciendo que la generosidad
personal lo resolverá todo—no puede ni siquie- ra resolverlo hoy, ni con un
acto ni con el anonimato. Quizás sea la consumación de todo lo que vamos a
entristecernos. La colina está enrejada, la luz saltó y cayó, el perro aúlla y
la rata ha arrancado la puerta del horno. El Oeste está confinado a la
infinitud. El ganado «filosófico» (es decir, resignado) gira la cabeza para
mirarnos mientras pasamos, y en un pequeño montículo al costado del camino hay
un enjambre de hormigas (son sociables pero no fingen venir de ningún país).
Según el Kholstomer de Tolstói, los humanos sacan sus ideas de las palabras,
pero los caballos las sacan de los hechos. Todavía, cada tanto, veo a Madame en
la calle, una mujer elegante aunque diminuta y ahora muy vieja, llevando un
pequeño paquete de compras, pero no le hablo, por timidez y por el hecho de que
casi seguramente no me recordaría, a quien «tuvo» en su clase de francés de
quinto grado hace casi cuarenta años, pero también por terror, ya que daba
clases con tal ferocidad, ex- presando, supongo, una apasionada creencia en su
rectitud, la superioridad, la perfección de pied por sobre pie, y mont sobre
monte, que me hacía la vida imposible, hasta que una noche, mientras iba a
caballo a la casa de mis abuelos en el pueblito en los montes de Oakland
llamado Piedmont, sentí el repentino placer de triunfo que llega al vincular
una cosa con la otra, la emoción de producir sentido. Vivimos en un estado
relativo, con sensaciones preposicionales. En el show porno vi que, paradójicamente,
cada mujer escondía su pubis afeitándoselo. Sentada en una silla, de noche,
vestida con ropa vieja, en la mesa junto a la ventana mirando hacia afuera,
durante una tormenta, vi el viento volcándose sobre los árboles bajo las luces
de la calle. El esquizofrénico, observando algo, lo ve convertirse no solo en
extraño sino en irreal, pero la mirada artística (y el resultante
extrañamiento) eleva lo palpable de la cosa, lo ve, en vez, no solo como
extraño sino como real. Hay altruismo en la poesía. Al amanecer el viento al
sol es del color de la leche derramada. Pero los montes están ennegrecidos, las
casas, perdidas, y la ciudad se estira, fundada en nombre del obispo George
Berkeley, en honor a su frase «El imperio toma su curso hacia el Oeste». El
conocimiento se corporiza—y el cuerpo está temblando, aterrorizado, porque no
está listo, olvidó prepararse, olvidó comprar comida, olvidó vestirse. Y,
entonces, para creer que es lo que realmente creemos que es, debemos abrirlo.
Para tener dos veces mis momentos en palabras, me retuerzo. Se encuentra a sí
mismo (o, mejor, no puede encontrarse a sí mismo, y avanza) mirándose a sí
mismo. El Oeste está acá—no podemos basar nuestras incertidumbres en ninguna
otra cosa.
ffensamos en estos, los círculos polares
Me pregunto «qué hay en un poema». Estos son lugares
donde la acción nunca se detiene. El afuera del mundo—pero esto mismo es
aquello. Cuidar, estarlisto. Zarcillos, dije, pero mi hermana escuchó diez
chicos: diez chicos entre los helechos. Durante esas dos semanas de verano, una
en las montañas de Colorado y una cerca del mar del Norte, conocí a tres
mujeres diferentes, cada una de ellas vivía, planeándolo cuidadosamente, sola y
alejada de las ciu- dades, y tomé estos encuentros como un augurio. Yendo en
kayak desde Afognak hasta Kanatak con la masculina señorita Feather y la
masculina señorita Farmer—cualquier tipo de asociación es posible. La oración
es una forma lógica más allá del tema. Recuerdo, incluso de chica, haberme dado
cuenta de que el placer estaba en construirla. Entró una tormenta—nubes
negro-azuladas y viento—y me emocioné por ella, o por la anticipación de otra
cosa que la ráfaga anunciaba. Un shock, y quería ser tan impersonal como ella.
Me sentaría firme y vería. Tomaría los primeros cuatro árboles a los que
llegara, le daría un día a cada uno, dibujándolos hoja por hoja, rama por rama,
incluso ramita por ramita con tanto cuidado como si fueran ríos y la página, un
mapa importante. El diario de viaje no es una incursión a lo exótico sino un
relato de los problemas más minúsculos del autor (y los logros más banales). Parecía
que nunca habíamos empezado y que nunca llegaríamos ahí. Imaginé la austera, inevitable quietud del
Ártico. No hacien do «nada»—una nada sin conexión a nada, ser un nombre sin
referente, una frase desvinculada—coincide solo consigo misma,
sin generar excedente, sin fundamentos para significar algo. No tiene ninguna
relación con la maravilla que es el fantasma del padre de Hamlet, el cuerpo de
un padre incor- póreo, que realmente existe ahora, incluso si fuese solo bajo
la forma de alguien que existió previamente, para que entonces tengamos que
hablar de él con una gramática extraña, como se habla de alguien que existió
hace algún tiempo, un ahora que existe entonces. Me avergoncé por mirar con
furia, o por mis ojos llorosos, y miré a mi amiga, su imagen debilitada y el
mundo cerrado hasta que me levanté «muerta de miedo», vencida por la
claustrofobia de la mesa giratoria blanca que se había vuelto indistinguible
del sol. Los caballos se precipitan, sin
una coma. Las nomeolvides, sus flores favoritas: sus rigores siempre fueron
locales. Era ahora un año mayor de lo que mi padre jamás había sido, un año
mayor, también, que la abuela a la que «había salido». Somos nosotros los
ominosos; el futuro no promete nada. Estudié la famosa pintura Marineros
rescatan a mujer que se ahoga—en primer plano, una mujer flota, su cara
cubierta de una palidez gris de azul hielo, y detrás de ella otras mujeres son
rescatadas por marineros que están en el mar con ellas, mientras otros
marineros bañan a las mujeres rescatadas, limpiando la palidez de sus rostros,
que ahora están sanos y redondos, aunque algo de residuo del blanco queda
alrededor de sus orejas como crema de afeitar. Lo sabemos «mañana vamos a estar
acá» y «toda persona tiene su doble» para reclamarle a la vida más sentido. La
razón busca a dos y ordena desde ahí. Y no era tanto la desesperanza como una
sensación de obligación disminuida que me hizo pensar que yo también podía morirme,
muerta antes, muerta después, pero viva ahora mientras lo digo. Las historias
del norte siempre giran en torno a encuentros con espíritus naturales y el
proble- ma de cómo tratarlos bien como para recibir su ayuda, mien- tras que
las nuestras están llenas de los muertos ruidosos, los culpables inquietos,
fantasmas implacables. Y ya en Cooper, especialmente en Los pioneros, el
remordimiento americano sirve para resaltar la nostalgia, y la excentricidad
humana está resguardada por los fantasmas de los árboles. El río, claro y
ámbar, como té de turba, corría profundo atravesando el círculo de osos en el bosque.
El mineral siempre convierte al animal en las máquinas que simboliza. A veces
la voluntad inspecciona la bondad de ser y permanece pasiva ante ella. En un
hueco de tierra se quema. Hay cazadores ahí, todos son conservacionis- tas, y
aflora alguna tensión porque nadie está seguro de quién debería asumir el rol
de anfitrión para darle coherencia a la ocasión. La parataxis es característica
del ateísmo y del poli- teísmo, pero mientras la parataxis del politeísmo es
ilimitada, la del ateísmo no tiene ataduras. Mis estudiantes, esa prima- vera,
no sabían cómo hablar en clase, ya que de lo que podían hablar—de lo que
hacían—no era lo que uno «estudiaba» en las escuelas—saturados con las
experiencias de la música, las compras, «pasar el rato», la televisión. Tenían
la subjetividad de los consumidores, carecían de objetividad entre abundantes
objetos. Los pastos se balanceaban, baladas obvias, sueños. Un hombre enorme
atravesó el panel de vidrio de la ventana de la farmacia, hubo una gran
conmoción, pero más allá del pequeño corte en el brazo, sobre el cual el
farmacéutico aplicó un poco de desinfectante y una banda adhesiva, no se
lastimó, el incidente fue causado únicamente por alergias, dijo él, pero le
ocurrían «muy» a su «pesar». Cualquiera sea el tema, dijo el hombre—feminismo,
pensamiento, individualismo, sexo, escritura, ciencia, etc.—tarde o temprano
percibo la llegada inevitable del tema con el que los norteamericanos están más
obsesionados, el de su propia violencia. En un programa, la naturaleza (el mar)
ha contaminado a la cultura (el héroe), ha contraído hepatitis de las bacterias
que prosperan en la superficie de agua de una cloaca supuestamente sin uso que,
de hecho, había estado arrojando agua sin tratar, las olas pueden verse
surgiendo en el fondo mientras le dice a la doctora que vino para advertirle
que se alejara de la playa: «Cuando aparece una ola grande, siempre tengo que
subirme a ella». Estaba en Two Rivers y vio a una mujer haciendo la invertida.
¿La malicia de la tierra? Su consuelo. ¿Quiénes son los que vagabundean? Los
puntos más brillantes de hoy están vacíos, y realmente parece como si tuviera
que forjar la voluntad de todos estos días en la memoria, como si la memoria,
que tiene voluntad propia durante la infancia, estuviese ahora reacia a
ocuparse del día, o como si la luz acumulada por el tiempo estuviese abrumando
los detalles a nuestro alrededor, del mismo modo en que la luz del sol
iluminando una página borra las letras. El sol ha sellado el mar. Escribiría
para que yo misma pudie- ra ver si lo que escribí estaba bien. Un análisis del
detalle se alterna con las escenas, y hay pausas para estos análisis, que
también son escenas. Es una obra de momentos insertados. Y especialmente para
el amor—porque el tiempo implica no poder escapar. Por el borde entre los
campos de girasoles rotando, donde solo dos años antes se habían puesto
guardias para mantener a la gente adentro, ahora los guardias del otro lado
estaban en sus puestos para dejarlos afuera. Remamos en el lago hacia la isla a
la luz de la medianoche, el agua oscura, fría, lisa, fosforescente. Nos paramos
sobre la cubierta en el Ártico mirando al norte—una obra de círculos y enlaces.
Escalamos, atravesando el aire pastel, hasta el otro lado de la tundra, los
mosquitos saltaban, más y más ligeros, más y más felices, hasta la pálida noche
en cuyo borde flotaba el sol. Por qué no recordar el dormir tan bien como los
sueños. Por qué no escribir con una identidad desatada y fluidez geográfica.
Oración por oración, todos estos esfuerzos (ir en círculos, emerger, dar placer
a través de varias fuentes), estos juicios y prolongaciones, cuyas curvas a
menudo se repiten, forman un todo que, a pesar de pausas momentáneas, sigue
entero por ángulos, sombras y partículas que obstruyen inclusive. Pero los años
no son pausas, no son rosas, y quién, pregunté, era el presidente de la nación
el año que Herman Melville escribió Moby Dick. No me acuerdo, dice alguien,
pero ella quiere decir que no sabe, no siente ningún vacío embrujado por el
ritmo de un nombre que no puede decir del todo, el querer que siente no está
provisto de un nombre, sino que es un querer saber, así que lo busca, la
próxima me voy a acordar, jura, pero un año más tarde no se acordó. No hay
secreto más profundo para la inmortalidad que el haber vivido.
La intención nos da el espacio para hacer preguntas y
la improvisación, los medios para preguntar
Este es un riesgo de la felicidad
Esto está pasando. Este es un homenaje a Flaubert. Había una vez una princesa que se había convertido en un salmón y después se desconvirtió. Las palabras nada niegan—pero esta proposición es falsa, ya que si las palabras nada niegan (es decir, no niegan), no pueden negar nada (es decir, negar). Una palabra para resguardar continentes de frutas y órganos. Es una escritura de razones. Es una política, un azar. Si reci- biéramos nuestro destino al nacer, entonces la pregunta que uno tendría que hacerle a una niña es cómo se va a portar mientras espera su destino. Me mandan a la habitación 117, pero no puedo encontrarla—me dicen que existe pero está en el «mundo doble» al que mi doppelganger ya se ha ido y, siendo ese el caso, yo ya estoy ahí. Fue fácil pasar entre las barreras que se habían colocado—solo me puse de costado y me retorcí (todos los que pasaban desviaban la mirada). Los animales parecían haber perdido el miedo, se acercó un conejo salvaje, un colibrí revoloteaba cerca, los gorriones del jardín se habían vuelto familiares. Donde hay fronteras hay barba- rie. Luego el ganso de la gitana se subió a la cama y picoteó mis muslos hasta que se fueron todas las hormigas. Esto crea una situación clínica, recurre a la especulación. Debajo de sí mismo está enterrado el ecuador—pero los filósofos del lago siempre piensan ir por debajo. No escribiría nada—el contar hasta cero, el retirarse hacia el Polo. Molestando mejor la mejor creencia se convierte en mejor. Una impresión y si la rompiera no tendría ninguna. Me quedé parada junto a la fotocopiadora con una venda escondida por mis anteojos oscuros, listos para dar «a pedido» una anécdota a modo de explicación, inútil, por qué explicar, bebé, solo di adiós. Los buitres bajaban en picada, volando tan cerca que podía escuchar el aleteo de sus plumas y el extraño sonido que pronunciaban, más un golpe- teo que un llamado, como semillas grandes adentro de una lata. Ataques efímeros de poder, especie, temporada, forma, raza, ubicación, género. Multum in parva—una piedrita ocre; multum in nihilo—que produce practicantes. Y esta es la mujer en la que una maestra de segundo grado percibió talento para las matemáticas. El servicio acelera la reclusión, la reclusión aumenta el servicio. Agarré el manual de entomología. Una cosa concreta parece ser de algún modo la causa de que esta afirmación sea verdadera. Pero aparecieron cada vez más signos de sueños—avanzaron confundiéndose, siguiendo a la mujer en el peso fijo de su silla, se le ocurren tantas pausas que continuamente debe contar hacia adelante y hacia atrás o será superada. Los oradores se turnarían, dándoles lugar a orado- res en medio y a oradores en medio de eso. El destino nunca falla. Ahora con casi 100 años, la vieja, casi totalmente sorda, pudo sin embargo saludar e intercambiar largos comentarios con todos sus invitados, acostumbrada hace mucho a saber un inventario completo de frases y dónde debían colocarse, y preparada también con cumplidos como «qué lindo verte» o «qué bien se te ve», que podrían ponerse en cualquier lado. Sus sonrisas se extendieron cansadas por su rostro. Enterré el inocente mechón de pelo. Tomé la cabeza y la apoyé sobre mi regazo con amor, pero estaba dada vuelta y se parecía a la de un cíclope con una ocula dentata. Conocemos a las personas por lo que hacen, sí, pero también por lo que les pasa. Un cowboy querrá ser reconocido así mientras sacude su sombrero que un individuo real se crea con visibilidad. Respuesta: los aforismos son fatuos. Se me escapó el secreto y miré al fantasma de haberlo dicho. Cuando mi hermana me contó que mi sobrino quería estudiar historia, le hablé, con un entusiasmo que sabía que sería «contagioso», de la infinita re (¿o pro?) gresión que forma las interpretaciones que llamamos «historia», interpretaciones que tienen, ellas mismas, una historia, que a su vez—pero ¡No!, interrumpió, ¡no me digas eso! ¡Toda mi infancia le tuve terror al infinito! Y por eso siempre quise estudiar historia—está limitada, ¡al pasado!¡Así que no me empieces a decir que el pasado es infinito! Ese bosque con el arroyo atravesándolo ahora tiene el estatuto de parque estatal y el viejo pueblo fantasma al final del sendero de ocho kilómetros, el de un museo abandonado. Podría llenar cuadernos con las cosas que interpreté de manera diferente, podría vomitar. No, no nos estábamos hundiendo. El mar es duro. Nos advirtieron de las agujas de la brújula y el sol así que estábamos preparados. Escapando hacia la puesta de sol con el sol en los ojos se me puso toda la piel de gallina. Los pájaros me parecieron de mal agüero, pero el augurio era bueno. Nos quedamos en y sobre la evidencia. Estaba segura de que la charla, sin importar el grado de entusiasmo, sin importar la fuerza de nuestros acuerdos o desacuerdos, estaba completa- mente dirigida hacia el bien común. Pero está haciendo calor, o más bien el clima se intensificó, concentrándose, y la gente transpira como si presintiera peligro. Los desconocidos forman parte de eventos, de algunos que no duran más de un segundo y de algunos que vienen desarrollándose desde hace años. Una pausa, una ojeada, una rosa, un sombrero tejido, el pasearse de un paseante: algo sobre la hoja. Habían sido intolerantes, le habían dicho zurdo a mi padre. Una turbulenta dispersión de tinta en el agua arrojada por fuentes hacia el interior de mi mundo. Es difícil darle la espalda al agua en movimiento, la oportuna fogata en la que quemaste tu ropa. Crear el sentido por el sentido que esto transmite es el sentido. El paquete completo. Nuestro Willie y Winnie fue tan convincente que las enfermeras entraron alarmadas. Creí ver una manta arru- gada sobre la cama, pero después vi que era un improvisador haciendo la invertida. Lo que vive en la tumba son los huesos y la reputación, pero lo que se muere es la experiencia. Esto pasó en un abrir y cerrar de ojos, pero, incluso después, la princesa se acordaba del río—sus sombras veteadas, el entramado de corrientes de agua tibia y agua fría, las piedras cayendo lenta- mente en los arroyitos poco profundos. Todo, si tienes tiempo.
Desde el primer momento en que vi esto, quise escribirle encima. Y, por extraño que parezca, la historia resultante me interesa no porque siga hacia un final sino porque lo que sigue funciona al revés hacia un comienzo y comienza. Sigo siendo una existencialista. «La existencia precede a la esencia»: creamos nuestra apariencia y después nos definimos. Existir para no dejar de existir otra vez. Sabía- mos que sería varón, y nos estremecimos por la expectativa, esperando que él se diera cuenta. Incluso siendo un chico, empolla valientemente. Escuchando el viento en los árboles, oigo sonidos que parecían haber tenido sus orígenes, si no en otra galaxia, al menos en la idea de otras galaxias cuya lejanía no era solo geofísica o astronómica sino emocional, y quería saber más de eso—levanté la cabeza de la almohada contra la que había estado tapada mi oreja y abrí los ojos. Augustine nota este momento y dice «me convertí en una pregunta para mí mismo». Es un transbordador lírico o una tetera de carpintero, y podemos hacerlo intercambiable. Lo real son los ingredientes activos de la metamorfosis. Acá tienen un pensamiento, que ya no es mío, y lo llamo amor fati. El político sujeta su pensamiento con los resultados; el poeta debe abandonar los resultados y seguir pensando. Pero el verdadero hacer referencia merece respeto. Solía ser ese que se refería a la «llamada language writing», pero es hora de omitir el «llamada» (o verla como una así llamada «llamada»). Los sentidos no son sino un flujo de contextos—nombres adornados con moños de colores. Pero los que prefieren las características materiales, contingentes o a posteriori del mundo, son, por lo general, etiquetados de empiristas. El mundo es eso de lo que estoy hecha, pero el mundo no está hecho de mí—ya estaba ahí, va a estar ahí después, qué es. Demasiadas preguntas. Quizás grabamos nuestros estados de ánimo («26 de junio: melancólica, irritable—como si estuviera de luto» o «5 de julio: excitada, inquieta—distraída por una potencial felicidad (¿pero quizás la felicidad y la potencialidad son lo mismo?)», no por narcicismo sino con la esperanza de que resulten un registro, indicador no solo de nuestra psiquis sino también del estado del mundo. Este momento existe en dos temporalidades, existe siempre y brevemente. Es al tiempo mismo, particularmente desde el desplazamiento de una eco- nomía industrial a una de servicios, al que se le está pidiendo que produzca mayores cantidades de riqueza. Muchas veces hubo una vez un pájaro que empolló una figura en una rama torcida e invitó a una araña para que lo ayudara a criarla. Llamaron a la gran roca Afrodita. Una sola flor africana apa- reció en la lápida de mi padre—inesperada pero no por azar. Un molino de viento no llega a un lugar de cualquier forma sino más bien un lugar surge a partir de un molino quizás de un puente. Pero qué del cazador adoptado por los pomo y apodado No Importa. El estar perdido. En el lugar del pasaje hacia la infinidad posmoderna llamado el borde me senté intransigente, riendo. Él solo necesitaba agua caliente, porque tenía su propio té. Si decidiera insertar en este libro—tanto una exhibición de reapariciones como una autobiografía, dado que el yo que se «expresa» existe solo en y en tanto que escritura y, con esa escritura quebrada en oraciones, cambia de lugar e incluso desaparece bajo lo familiar—fotografías, podrían im- pedir o incluso interrumpir los «desarrollos» de los cuales la significación (el reconocimiento de las reapariciones familiares) depende. Otros quieren bajar al sótano, pero eso no me pare- ce razonable—por qué sería más seguro el sótano. Mientras caminábamos por la playa se nos unió un perro de pelo corto marrón moteado que parecía haberse encariñado con nosotros, mirando hacia atrás si se adelantaba para asegurarse de que lo estuviéramos siguiendo o corriendo para alcanzarnos si se había quedado atrás, y luego de pronto nos dejó. Como dice William James, «la idea de azar es, en el fondo, exactamente lo mismo que la idea de regalo… [un] nombre para cualquier cosa sobre la que no podemos exigir efectivamente nada». Las comas entre lo penúltimo y último de una serie, un signo de pregunta a media oración, sí, pero deja que el tono determine el énfasis, y deja que el tono determine la pregunta al final de la oración. Hay ironías entre los aforismos—rastros de sensibilidad. Estaba «hirviendo» de irritación, y la irritante era yo misma, o, mejor, la irritación, dado que lo que la había provocado (un desorden y el orden que lo eliminó, llevado a cabo en una especie de urgencia, incluso furor, sin tolerar interrupciones, sin pausa, como si tuviera que hacerse con un límite de tiempo) ya no estaba, y me pregunté qué había cau- sado la sensación inicial de urgencia, ya que, aunque reconocí que limpiar el desorden (platos sin lavar, secciones del diario desparramadas sobre la mesa y el sillón, pétalos de un flore- ro de delphinium marchitos en los estantes de la biblioteca, ropa por doblar y guardar, etc.) era toda una preparación, no me estaba preparando para ninguna inspección, la llegada de visitas, algún momento en el que tuviese algún compromiso, etc., me estaba preparando, en cambio, para la preparación misma—estar lista, que es, en verdad, un fin en sí mismo, porque da tanto placer. Mi padre volvió en un sueño en el que giraba hacia mí (yo pasaba por una tienda enorme, él estaba parado junto a la ventana, pasó como un fantasma por el panel de vidrio, le presenté a Larry). Hay continuidad en lo inacabado. Yo percibo, yo interfiero—con detalles repetidos y motivos dispersos. Bien despierta, sorbiendo cada tanto un café en una taza azul y blanca ahora medio terminada y medio fría junto a mí, pienso que escribir es refigurar, aunque la refiguración es también obra de los sueños. Para nosotros la noche nunca es neutral. La analogía obvia es con la música. Planeamos una salida para nuestra noche libre y decidimos quedarnos adentro. Siento la misma ambivalencia antigua, admito como antes y, como siempre, me apuro a casa, nada de esto es nuevo para mí. La realidad se extiende al ámbito de lo aparente, y debes considerarlo. Fue hace ocho años, en el período metafórico antes de la literal Tormenta del Desierto, cuando escuché por primera vez (de George Lakoff) el término «correo electrónico», pero no fue hasta cinco años después cuando, gracias a Jalal Toufic, me encontré con la noción de «la diferencia», que pude empezar a discernir el alcance del problema. Sin embargo, las latitudes no cambian su orden aunque giren los muchos pájaros que migran con sus soledades. Philip sigue siendo sarcástico pero está me- nos insatisfecho, Amanda ha pasado la menopausia pero tiene pocos consejos que darle a Kate, que, por su parte, sigue siendo despectiva con la continua y noble hipocresía de Julian, Gil salió de su encierro y está tocando el violín, Carol bajó de peso y Florence aumentó, Dmitri gruñe y ahora habla siete idiomas mientras que Ralph solo habla en idiolectos locales, y Petra habla muy fuerte y muy seguido de su hijo, pero de vez en cuando todos perdemos credibilidad por un rato. No estamos capacitados para escribir anécdotas triviales sobre amigos meramente casuales. Pero podemos sentir el efecto del control creciente del capitalismo a lo largo del tiempo, el proceso de la vida perdiéndose progresivamente. Estuvimos un par de horas por rutas interiores hasta que paramos en un estacionamiento de tierra afuera de un pequeño café donde unos lugareños en la barra discutían a los gritos de mamadas. Habíamos pasado por campos de ovejas y confesado, y después de meter las bo- tas en el fregadero y pasar cuchillo y tenedor por las suelas, nos mostraron un pene de tiburón incautado, una cabeza de mandril disecada, una serie de pezuñas de ciervos y antílopes, y cinco latas de sopa de carne inglesa. El sueño no dice nada— se ha escapado. El perro se sumó y le arrancó la cara entera al hombre mientras el hombre, con los brazos encerrándolo, rompía cada hueso del cuerpo del perro, y ahí quedaron los dos, cerca de la muerte, cada uno sujetando lo que parecía su única posibilidad. Otras combinaciones también tienen senti- do: la oración razona el sentido y el sentido sentencia la razón.«Las oraciones deben revolverse en un libro como hojas en un bosque», dijo Flaubert, «cada una distinta de la otra a pesar de su semejanza». Nuestros límites nos dan un escenario para la exageración. Nada y felizmente. Es la tarea del arte preservar la desaparición.

