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domingo, 26 de octubre de 2025

RAMÓN PERALTA. FAVOR DE CANTAR EN COMPAÑÍA DE LOS CABALLOS

 



1

Necesito una roca luminosa que venga de la otra orilla,

un trampolín ardiendo en el aire,

un cuaderno, un caballo,

para mirarlo a los ojos y que me diga,

¿Qué pasa con la brisa amontonada y el borde del río,

qué se detiene en el ciruelo que demora, que ilumina?

¿A dónde la lavanda después de la abeja,

el carbón y el hierro ardiente, el brote de la dicha,

la llama que se eleva, la pesadilla, la bandera?

¿De dónde tanta rabia, la tristeza, la pena?

¿Cuál de todas las penas?

 

2

El fuego, baja y crece por el instinto y el designio de la ceniza.

El fuego, baja y crece por el destello del relámpago.

Pero vuelve a bajar, casi pálido y tembloroso como la bata de un enfermo

y apenas se levanta nos mira agudamente desde las piedras,

desde sus ojos, universales y enormes de culebra,

desde sus ojos, llenos de sed, rojos, devorando ciudades.

Son cientos de ojos, millares de ojos que miran,

pero en verdad, aúllan sin mover sus bocas.

Y han dejado, a 15 kilómetros,

hileras de muertos rugiendo desconsolados eternamente.

Y entre las columnas de aullidos, los rugidos y las palomas incendiadas

no hemos avanzado nada entre los arbustos del monte

y nos quedamos inmóviles como si descubriésemos la verdad del mundo.

Mi caballo y yo.

Sin haber comprendido la reunión de la brisa que corre arriba de los árboles,

el golpe tieso, marcial, el disparo certero,

el desgarro en los brazos, piernas y el torso,

en el mismo momento que Dios nos ata o respira,

en el cristal puro entre lo puro y por ello irrepetible;

sin comprender totalmente el fin de ciertos libros, también incendiados.

Pero ambos sabemos en el desvarío y en la zozobra de los navíos,

en la médula todavía latente y en la venganza del tiempo,

que nos tenemos uno al otro,

que somos amigos de siglo en siglo, hermanos.

Como los dos únicos hijos que se quedan en el abrazo

sostenidos en un puño de arena,

en el interior del reloj de arena,

casi degollados,

inminentemente degollados,

porque hoy regresa la tragedia.

 


3

Existo como existe el cedro y el musgo de la otra orilla.

Existo como existe lo que se ondula y lo que se adivina en medio de la fuga,

como el punto más áspero en la soga de una campana,

como existe la luz en los ojos primitivos de las ostras,

como la multiplicación microscópica del óxido

que reposa junto al agua rodeada de moscos,

en la punta de un velero casi abandonado.

Como ese ángel de pies de fuego, enemigo y blanco.

Como ese golpe certero que se les da a los conejos entre mañana y tarde.

Por eso digo que existo, en el mismo instante de la vía láctea,

atravesando el aura del cristal más puro de lo puro en el misterio,

comparable con las propiedades curativas de la miel y las montañas

o las primeras piedras de las columnas del cielo,

pero antes, sus llamas eternas y esa brisa que llega de la nada.

Sus llamas y su luz que lo cubren todo

y sus caídas inmensas en un discurso

sobre caballos alados en el verano de Saturno.

Porque toda caída es una afirmación que deviene en el cauce del río,

porque toda caída es una muestra de la inmortalidad del gesto emitido por un Santo,

sostenido entre el brillo de una tetera o por las migajas que picotea un gallo.

Y todo suspiro inmaculado es mi tierra.

No por justicia ni por las culebras enroscadas en una vara

ni por mis ayunos diarios y mis oraciones de anciana,

cuando siento un revolver en la nuca como una carcajada

y me siento como una fruta seca y triste,

alejada del resto de todas las frutas

a la margen del campo bondadoso y fértil

después de la cosecha

y siento, irremediablemente, siento que perezco.

Por eso, hoy,

desde las palomas sumergidas en los sepulcros

y la resonancia del ciclo de los volcanes,

les dejo la muerte.

Así la encontré,

envuelta en medio de un grupo de tallos todavía verdes y un escarabajo,

como un sueño al devenir de la derrota,

hundida como el puño sobre la harina del panadero,

como una revelación, casi invisible que flota al final del gallinero.

Tranquila, como el primer movimiento de la mano en el bautismo

como los lirios encontrados de repente en una isla.

Y no me pregunten más.


4

Esta roca que brama porque apenas fue descubierta después de los etruscos,

esta hierba que ronca y habla desde cientos de bocas,

esta que piso y piensa, porque llevo una antorcha con la lana de la última oveja

del último corral en la última fila de los corrales

y que vi nacer entre mis manos, sangrienta,

mientras perdía sus alas de cigüeña,

mientras el resto de las ovejas miraban aterradas

es la verdad del mundo.

Pero yo no escribo,

escribe el ansia y sus encías verdes,

desde una costa verde rodeada de niebla y el vuelo de los patos.

Escribe el delirio, el abandono colgado del vientre de una vaca.

Escribe el latido de los gansos en un cántaro,

la saliva elegida, el sueño del hombre mil veces fatigado.

También escribe el caracol, el alce, la nutria,

el murciélago y el azufre amontonado.

 

Yo no escribo, escribe mi caballo,

desde el centro del temor apenas ve un cuchillo,

por eso escribe desde la vía láctea,

desde una rivera que crece, con su pata izquierda en un parte de la arena.

 

Yo no escribo, solo giro la mirada,

recordando la fecha de mi cumpleaños.

Lleno de comienzos que se quedan en comienzos,

cubierto de épocas, vestigios y comienzos dispersos.

Como si fuera el último brazo del musgo,

o como si fuera no la estatua,

sino el brazo de una estatua,

dura, detenida, porosa,

que poco a poco es descubierta

por la brocha del arqueólogo,

que piensa que sólo soy cualquier piedra.

Pero lo que soy es un incendio ante los ojos.

Un animal que parece en descanso, pero incendiado,

animal soy animal.

¿Qué animal en silencio?

 

Eso, animal en descanso, vegetal, mineral,

animal en una corriente de aire incendiado.

Así escribe la vida, al tercer o cuarto día,

en todas sus formas,

sentada bajo el tronco de cualquier árbol,

desde el resplandor al fuego en el bosque,

desde el hierro al trueno como un castigo,

desde la cría al luto de los leones,

desde la altura del manto al manto de los niños santos,

con todos los contornos de los rayos de todas las manos santas.

 


5

Bramidos de búfalos en celo,

un golpe de animales en donde ella está finalmente preñada.

Un número, indefinido en la cantidad,

indefinidos búfalos y caballos

como la caída o el conteo inexacto,

tambaleante, de los giros de una moneda en el aire.

Mejor aún,

como la caída inexacta,

de una serie de relámpagos

lanzada por un mago

en una tormenta de verano,

indefinido y dispar

en la noche

indefinido

camina

en busca de la definición rápida pero exacta.

Indefinido el momento en que se torna el remanso.

En lo que queda del remanso y sus plantas que crecen debajo de un puente.

En el momento en que se piensa que se encontró el eco o la aguja

en el viaje de las señales de la radio.

Mejor aún, en el momento que no se entiende a la naturaleza.

Y la tierra gira y gira,

También gira un cangrejo

ante el paso de una fila de cangrejos.

nada lo detiene, y se cree único en el amanecer,

dolorosamente inmenso.

Y lo único cierto, 

es que gira porque es un misterio.

Y pensamos que se debe sólo a la Teoría de la gravedad.

Y a una fotografía conmemorativa de Issac Newton,

casi antes de llegar a una esquina de un salón de clases de provincia.

 

 

 Fotografía de Nadia Sharova