Es casi aquí, es,
digamos, es casi bueno, a
distancia, acercarse, es bueno, casi, va hacia, eso va
hacia bueno, en lo bueno, eso no es nulo, es eso
casi, va, bien si un poco todavía va, es muy regular
pero, casi, eso es la mitad bueno pero eso va en la
buena dirección, es casi, agarra, pero, va, es si,
bueno, pero, casi eso, delante, detrás, el uno contra,
dentro, sobre la buena vía de hasta casi la mitad de
distancia tiende hacia este todo también bien.
CHRISTOPHE TARKOS, “cuadrado 21212155578637234251353”
Cuando
se habla de poesía de la emoción, de arte emotivo, de literatura pasional,
presumo que estamos ante un prejuicio o, quizás, ante una idea abstracta y
quizás ligeramente demagógica. Desde luego, la primera pregunta es ¿qué nos
emociona? Escribo esto mientras escucho el disco Discipline de
King Crimson y, aunque a mí me conmueve, no sé si es objetivamente,
ontológicamente emotivo. ¿Hay acaso un “ser” de la emoción? ¿Posee la emoción
un código genético que el artista pueda administrar eficazmente desde sus dotes
expresivas? Francamente no lo creo, aunque sí opera una dinámica que puede
esclarecer ese planteamiento sobre la emoción literaria. El lenguaje está
constituido de palabras y de reglas que están escritas, pero que se van
reescribiendo diariamente en el uso del lenguaje oral, escrito, mediático e
hipermediático. Quizás el asunto clave está más bien en pensar que entre más
obediente eres a las reglas vigentes en ese contrato social que es el lenguaje
podemos escribir poemas más emotivos. ¿Es esto así? ¿Son Danielle Steel o André
Rieu artistas emotivos? Y, si la respuesta es afirmativa ¿serían Xenakis, James
Joyce o José Miguel Ullán artistas de la frialdad, de la dureza, de la
indiferencia? Quizás Paulo Coelho pensaría que sí. Quizás algunos suscribirían
esa opinión. Yo diría que Xenakis o Ullán más bien trabajan sobre coordenadas
emotivas irregulares, imperfectas, caosmóticas, que demandan lecturas tabulares
y que, solo quizás, son autores preferidos por públicos minoritarios. De todos
modos, los hitos intermedios son los que hacen interesante este asunto. Puntos
intermedios: Gonzalo Rojas, Jorge Esquinca, Juan Gelman, pero ¿es Gelman un
poeta de la emoción? Alguien podría decir: “sí, después de todo habla de amor
¿no?”. Desde luego, no en todos sus poemas. Además, Gelman tiene textos de
filiación, de inquietud hermética. ¿Son estos textos (los de Mundar,
por ejemplo) menos emotivos que los que aparecen citados en las películas de
Subiela. No lo creo.
El
problema que yo veo con la idea del “poema emotivo” es que se confunde una
característica formal del texto con el fenómeno de su recepción (e incluso más
allá, sobre un concepto impuesto al acontecer de tal recepción). Desde luego,
ambas cosas estás relacionadas, pero no son lo mismo: ser entendido no
es lo mismo que conmover. Puedo entender que un poeta se defina como de
“línea clara” o a favor de la tradición porque son rasgos –más el primero que
el segundo- que se pueden evidenciar materialmente en los textos. Sin embargo,
la idea de la emoción es muy ambigua. Para explicar esto podemos partir de un
punto: la mayoría de los poetas contemporáneos pretenden crear un consenso
alrededor de su obra, pero sin perder el prestigio de su insularidad, el aura
de su carácter ideosincrático. Esa propuesta paradójica (legitimación y singularidad)
va precedida de una voluntad de ser entendido (incluso en ese entender no
entendiendo, incluso si ese entendimiento se desliza como intuición) y de
singularizar su uso del lenguaje. Sin embargo, nada garantiza que un modo
específico de trabajar el lenguaje emocione a todas las
personas o incluso a algunas fijadas como lector ideal o target específico.
Cabe anotar que incluso algunas campañas publicitarias donde intervienen
antropólogos, publicistas y expertos en retórica fracasan. ¿Por qué? No quiero
atribuir esto al misterio, sino a algo menos metafísico, pero quizás más
complejo: a las sutilezas del movimiento, a las leyes del caos y las
características sensoriales de un lector cultural, económica, social y
topológicamente situado. Quizás en otro tiempo hubiese sido posible pensar que
la emoción y el lenguaje estabilizado por consenso eran equivalentes, en virtud
de que el lenguaje mismo era una experiencia comunitaria y la posible comunidad
de lectores (o, más bien, de oyentes) era mucho, pero mucho más homogénea: la
vida y las palabras no se distinguían (y de hecho esto aún es así en ámbitos
donde las comunidades son pequeñas y su sistema simbólico es autocoherente y
fluido).
Sobre
esto habría que señalar algo. Eduardo Milán al referirse a Mario Benedetti dice
que su compatriota traduce el sensorium del hombre medio[1]. A
propósito de lo dicho por Milán recuerdo que hace al menos diez años, en una
librería de Quito una madre le sugería a su hija que leyera a Benedetti,
tomando un ejemplar entre sus manos y mostrándoselo con cálida vehemencia. La
muchacha, que no parecía la adolescente que dice no a todo lo que sus padres
dicen sí, leyó el poema y le dijo a su madre: “esto no me gusta”. Ésta es
una anécdota, claro, pero subraya la imposibilidad –al menos hoy por hoy-de
crear un poema unánimemente emotivo. Quizás hoy seria pensar en un benedetti
pessoano que sea capaz de ofrecer un benedetti emo, otro benedetti geek, otro
benedetti rash, otro benedetti yuppi, otro benedetti vegano. Tales identidades
(que se traducen en experiencias lingüísticas diferenciadas) aparecen tan
atomizadas y, en muchos casos, resultan tan divergentes que sólo el mercado
cultural como totalidad podría ser ese poema promedio[2].
De hecho, las personas que nacimos en la periferia de Occidente después de la
década en que Félix de Azúa señala como la fecha de la muerte del Gran Arte
(los setenta del siglo XX), aunque no hay que olvidar que Azúa es europeo, pero
tampoco hay que olvidar los aplastantes procesos de globalización y uniformidad
planetaria) vivimos una espectacularización simbólica y un control biopolítico
tan intensos que una sensibilidad media resulta más bien parte de un juego con
el vacío del hombre contemporáneo. El autor colectivo Tiquun en Teoría
del Bloom señala que el Bloom (este hombre o mujer sin contenido,
característico nuestra época) ya no posee una identidad fija, si no que se
enmascara en un juego de identidades finalmente ficcionales[3].
Algo
como Dador de Lezama Lima podría parecernos materialidad
bruta: lo otro, lo ajeno. Sin embargo, algo como Poemas de
la oficina de Mario Benedetti también podría serlo. Desde luego, entre
más alejados del lenguaje-consenso estén los juegos semánticos y las propuestas
sintácticas del autor, las estrategias de acercamiento al texto deberían ser
más refinadas. Pero el asunto central no ése: incluso si la propuesta del autor
exhibe mesura, contención y cautela, el poema podría no emocionar. Quizás
entenderse, sin emocionar. O al revés. E incluso el lector podría simplemente
no reconocerse allí: no hay anagnórisis, no hay emoción. Quisiera
utilizar otra analogía. Cuando una persona visita un restaurante de comida
rápida, la entrega de la misma es inmediata y se sugiere que su consumo sea
expedito. Algo bien hecho que puede servirse rápido y, sin embargo, no
emocionar al paladar. Lo mismo podría ocurrir con esos restaurantes de comida
molecular o de slow food o de platos OLV, que pueden resultan
maravillosos o completamente fallidos. Desde luego, es posible una poesía del
consenso emotivo (después de todo el lenguaje-consenso puede tener alcances
sobre minorías significativas), de la democracia emocional, pero sus rangos de
éxito van a ser limitados. Aunque vivimos en un entorno que fabrica consensos
de una forma tan liofilizada, tan acariciadora, y que apenas si nos damos
cuenta que vivimos un fascismo reticular de baja intensidad, esos consensos son
polimorfos y establecen quiebres y transfiguraciones de acuerdo a juegos que,
aunque no son infinitos, sí resultan inconmensurables. Hoy funcionan Lady Gaga
y Justin Bieber (productos diseñados con tal precisión que sólo podemos
amarlos) pero mañana probablemente no. La caducidad prefijada por la Industria
(incluida la del espectáculo) se ha trasladado aleatoriamente a las llamadas
“artes serias” y, claro, a la poesía. Francamente, resulta difícil –y
desbordado- escribir una historia de la poesía en esta época sin evidenciar una
fragmentación que a su vez fragmente y disuelva en caos el propio proyecto
historiográfico. Lo interesante –y divertido- es que esa misma fragmentación
impide codificar la emoción de una manera estática y que, si bien hoy nos
emociona King Crimson, mañana podría ser el día de Cheo Feliciano o de Mamá
Vudú. O hasta de Subiela.
[1] Milán,
Eduardo. No hay, de veras, veredas. Ensayos aproximados. Madrid,
Libros de la resistencia, 2012, p. 28.

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