I
las teorías de Fibonacci.
Las hojas dudan pero continúan,
persistentes flujos de savia,
como cables internos en la casa.
Los verdes, ocultándolo, refulgen.
XV
sus ojos, como tensar tanza
para banderines de feria,
pulen el cielo. Es acuático
como una casa abandonada.
La naturaleza se inclina
sobre un instante, su hígado
busca insaciable el pensamiento.
Presta atención al sabor.
distancias que continuarán
—acercamientos y retiradas—
cuando ya no estén. Así el amor:
el azar y unas ramas, huecos
en muros y una promesa constante
de retorno.
de ocho vocales. Con su ritmo
arcaico se oculta de seres
que dimitieron del mar hace tiempo.
Sigue pesando la luz y midiendo
la altura de las estaciones.
Desde el día que comenzó a llover
se encoge dentro de su sombra.
Con las ventosas corrige
los excesos del mar para que la tierra
no detenga sus vueltas.
cada mañana, nítido, temprano,
alberga la claridad que no llega
del cielo, sale de sus manos.
Verde como un ojo mirando a junio,
inquieto como la vida en el trigo.
Siempre está a dos días del final.
Edad conmovida,
no hay propaganda en el duelo.
XXIII
Rotos los hilos tensores,
pierde peso y altura, se seca
como una rana, o el interior
de un hueso. Tierno y viejo
su corazón es cada vez más verde,
más líquido y sacudido en sintaxis.
Labra tierra por lechugas,
chupa tomates y rinde culto
a la abundancia pocos días al año.
Se mea encima y abre repollos
para espantar santos y fantasmas.
que aniquila a Artemisa:
peces gemelos en el estómago,
agua dulce y salada en la cabeza;
migraña de pozo oceánico,
que le acercan al abismo.
Quiere dormir el instinto
de las anguilas, ser ciega
y sorda pero a cambio
está condenada a usurpar
el aire a los recién nacidos.
ningún pájaro es neutral. Equilibrio
de estómago, desmesura en el picoteo.
Yendo, como va, por costumbre
e impaciencia —candidez del destiempo—,
petulante, altivo, quedo, el viento
deja en la ventana lo que quiere,
no bate en su entorno ni calcina.
La yerba orienta flores, amortigua
frutos e intuye la rala geometría
de los dividendos.
fijas, todavía de noche,
para ver con las chispas.
Se mueve en tarareos,
sin teorías.
Cómo fingir que no existe,
no admitir a cada instante,
que hay hombres que portan
la luz del día en una cesta,
que tienen fuego en una mano
y agua en la otra, que causan
problemas, que llevan las cuentas
de los cerdos y el trigo,
que escriben con tiza las dudas
y mantienen la moneda
en el aire como engañan
los amantes.
O, de otra manera: tener dos caras,
fingir certezas, callar las esquinas
por las que no se atreve a pasar.
Como patas de cangrejo se mueven
las ramas, chopo temblón que interioriza
mareas y devuelve las olas
que los pájaros traen. Así canta
el cuco y se esconde el mochuelo.
Somos huéspedes, suyo es el mundo.
Justo es recibir la picadura
y verlo huir con su nuevo peso
en las afueras de la luz.
Carga con un poco de nosotros,
que no echaremos de menos.
LXXI
Ha volado de rama en rama y nido
toda la mañana. Ahora se agita
entre troncos y quicios,
raída
intensidad de cielos cortados,
tubos de viento por los que se desplaza
y fuga la cordura.
Sigue el rumbo del remolque
como si supiera que arraigan
los restos de poda en otro lado.
Pablo López Carballo (España, 1983). Estos
poemas pertenecen a su libro Platón y asalariados (Pre-Textos, 2024). Recientemente ha publicado
también beso político de cada amor que tengo (libros de la resistencia, 2024).
Sobrevive como profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad
Complutense de Madrid (UCM).

