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miércoles, 22 de octubre de 2025

REYNALDO JIMÉNEZ. LAS SUBROGANTES ROTATIVAS








Piedad para las palabras perdidas, para las prohibidas y las exhibidas
en las vitrinas de las guarderías decapitadas de la Gran Capital.
Para las piedras de las palabras mientras tiren parabajo, la fiereza
o sotto voce del susto padre que agigantan, con retraso de siglos
hasta la sien dividida del que les oye el semillero ciegamente.

 

Piedad para las impiadosas, las del verdugo implacable
que nada dice y se las traga, microcrocante inquisidor
les paladea el estertor de unos silencios allá debajo mientras
duermen los asesinos sin descanso en lechos plácidos de ternura
en el aura de faunos. Para el estupor esperanto de esas razzias

 

que simulan el efecto de un rebote contra los verdes muros
de la prisión. Para el depósito de filtros por las palabras que sacudan
el ansia anciana de los lomos erizados sobre una estepa de indómitas,
provocadas hasta la náusea que las habita, hasta que caen rendidas
ante el tótem de nadie, al pie de la edad de piedra del eterno

 

retorno que no se escucha. Que no da escucha.
Pese al griterío reinante, nunca devuelve el entorno a su anular.
Granangular que podría estar cazando, a su modo, una mancha
en el recodo sin llegar a preguntarse por qué cada todo tiene que rimar

 

entre demoras de esta vez, odiosos dioses destrozados por las olas
de su propio amor, canal de parto en panestéreo con la espera,
porque la rima sube desde abajo folicularmente dispuesta a darse
sin esperar a cambio esa conciencia que la separe de su misterio.

 

Se sepa o se pare, se parece a la persona que dispara de su cara.
Pero la espera se reitera, acicala con marcas prenatales y cáscaras.
La carca que está cerca siempre recuenta, pierda o no pierda
el guarismo que la aguarde o argumente: qué se siente, le preguntan

 

el paso subsiguiente, los de arriba, o a su ladino lado reprendido.
La lámpara de Aladino está en la mesa, patas arriba, manos arriba,
adónde se arriba es otra cosa que no se descuenta, mientras aumenta
la presión de los mirares sobre los ojos latos todavía secos, acaso tensos,

 

que van mirando sobre la hora aquellas olas
que les convienen en cuanto asaltan la perorata
que las dilata al infraneto intocado cuando se alargan
que son las sílabas de la guirnalda de sangres que llega al río.

 

Piedad también para las procuradas, malversadas de fondo, finiquitadas
del sitio de su raicilla de flámula, es decir, diríase, qué digo, digno hijo
de la pérdida que se enrosca a las figuras subversas que se frotan
las antenas de las patas, viceversas… Pero para las implacables, sobre todo,

 

remitirlas a una cuna que flota como antes el feto en el crisol de la crisálida,
y antes el cuajo metamórfico y los testículos del viejo anterior a todo viejo,
y la fragancia alucinatoria de la antigua vagina de la abuela prima, la niña
primera y el primer amor y el zángano celoso de su rol y el río que devuelve.

 

Y el reír que se revuelve. Y los ecos que residen unos nidos de aventura,
sin más duda que la que surja de nos mismos recovecos los que recorren,
arterias de laberinto inconstante que se apura sin embargo en escaparse
de los pasos uno a uno que se buscan, ahí dentro, de las Indias, conejillos.

 

Para el ojillo de la letra que se atraca en una cepa de lacres al derretir dellas
palabras que eran términos que nomás eran minas que estallaban al tocarlas,
cuya piedad del tamaño de un rubí se hubiera perdido, si no, en las veredas
cuasi solas, u oasis.

 

Y así cómo es que se pasa a otra zona del racimo vislumbrado, con la horda
de asesinos a la siniestra del signo, tacho, alambro, alambiqueo pero sordo
a los destinos que la hoja ajusta por su parte de reverso siempre aladotro,
allá engordan las murallas y prosiguen Alah las aldeas en llamas, llaman
lesas aldehuelas a su hontanar adormecido por el bochinche de los roces.

 

Qué manera de estirarse sobre sí misma, la fuga pasando por la boca,
se consuman las maneras como ritos de pretribus que no capturarás.
Qué eraman de rarseesti breso sí mamis, la gafu andopas por la cabo,
se mancomunan los mirares de a poquito cual si fueras sin afueras.
Tiros de retribuciones como si un pito o pepino importara consumar.

 

Como si les importara un objeto al monocromo digiriendo que consumen

mientras la tercera persona les queda incómoda y se ponen la uno o la dos,

con un penacho de rancheríos subcutáneos actuando en la macumbamella,

en la cumbre primeriza que se cubre con las ciudadelas del momentótem:

las palabrasas del tormento amormentan, relámpagas en que ya se ven.

 

Por la insomnia del vendaval se vienen a vengar de los atrapalabras,
mirilla de las linduras detrás de la cual observar con vera mirada hurí,
ojo la cerradura del trampantojo abre y no duda al laberinto diminuto,
hace al detalle de la manito el entrevero en fibralescencias, la filigrana
las desgrana de a una en la cascada que saca sin dar puntada sin hilo,

 

pero por la cual describo esta situación en la que me he perdido,
para encontrarle la vuelta al sucedido o hasta no neutra encontrarte
en la revuelta incógnita de signos de hipnótica ignosis en que también
te perderé, menteterna, junto a tu voz desleyendo sin fondo tal silencio.

 

Se podría eso parecer subespecie una despedida, formulada
ante los juicios volátiles de los expertos en perderse cada vez
mejor, o sea más, en esos pasadizos dizque levadizos puentes
almenas y trasfuentes simultáneas en un tríptico flamenco,

 

adonde se palpan a las claras al ras de epifanías velocísimas
las mascarillas subcutáneas que emergen a las rastras
por la cara de un destino reencontrado tras umbrales
que no se empujan ni se aprietan ni se visten ni desnudan,

 

solo mudan con la marea, por cómo la mano viene, suelta
en el tiempo, homogénea como un aerolito de las edades,
todas mezcladas, vueltas a mezclar, con la baraja de mitos
y los infinitos infrafinitos que son palitos mucho más chinos

 

y mucho más chicos y muchachitos y mucha cita a ciegas
distrae de ser un poco cada día, el que saluda con la mano
marchita diciendo adiós mueve un tanto el aire para su lado,
pero lo pierde apenas cruza los paneles de Katsurâ, laja a laja.

 

Helechos crecen en grises devorados por reírse
de lo que había encima del plinto, pequeño
como la muerte que se atesora al revés de todas
las riquezas, aun siendo muchas, mudas, musas.

 

Chito es shhh. ¡Musa! Es una vieja
transitoria. La de siempre, la de antes de calcarte
y la de antes de antes de entrencontrarte, junto
meras pieles de escrituras portátiles al tacto.

 

Piedad es otra mueca de calar la boca. Pero
a quién le toca golpear la próxima puerta para
ver si de dentro es abierta y cuánto incorpora
el apuro aquel que se introvierte, sacabocado
en la comisura, la cual muy mosca se queda.

 

La cosa, como se sabe, está supersucia y se suicida
con cierta frecuencia que no es poca cosa, sino sin
rosa de poder concertar con cernida esciencia,
aquella que a nadie pertenece, y viaja sola, sin
planeta, por estrellarse en las rocas tarpeyas

 

que son ellas, nada menos, que son bellas que son elfos,
nadan ciegos, son las ninfas los fuegos, golfos, foscas,
tropos, propósitos, atroces salvoconductos, bisbiseos,
miras, páramos, polvos, secreto a voces de las que apenas
pronunciadas disuelven la anarcoboca

 

del testigo, que no acierta a dar el tiro ni se aquieta
con la calma subitánea del alma en pena que se esconde
debajo del mueble de otro tiempo, casi quebranta, cruje
la osamenta anaconda
del anfibio silencio.

 

De la biofobia directriz que encinta cicatriza.
De trizados correveidiles evade el desvío.
De la violencia matriz que corre por su vida.
Invernadero del ensueño simultáneo al almácigo
que con ceguera transversal acaricio, ido en vicio.

 

Se me sale la piadosa marea del resquicio.
Son espinas por el delta sanguíneo a mil.
Se espera en cualquier momento alunicen
en algún satélite del corazón, para plantar
esa guirlanda de banderines que sirva

 

de alimento al viento, el cual no es un solo,
por supuesto, pues proviene de los puntos
que circulan, de manera que acá a la espalda
se dejan soportar como ricos herederos
de una fortuna hecha a base de letreros

 

tras los que advierte una voz escondidiza
de goce, y ese furor que fuera una fiesta,
esa orquesta de insectos en la noche
que precede al otoño por los oros ariscos
en un poroso tan móvil que el ánimo salta.

 

Y está en el aire decidir cuál de lagrimales
sería el estéril menos. Y darle soga al arrastre
de aquellos animales que enrarece el clima,
desastre aparente de las formas y sus lagunas.
Algunas hormas hay que asumen o asustan palabras

 

que usan y abusan un tocazo de nuestros otros,
hasta percudir entre las sacudidas viudas del vaivén
ese derrame que se dibuja en el órgano irrigado
por el uso. Que lo que saque de casillas al usuario
será el hecho en acto de su acatamiento hasta acá.

 

 


Este poema pertenece al libro Saltinstante, si bien concluido circa 2018, todavía inédito.


Reynaldo Jiménez nació en 1959 en Lima, vive en Buenos Aires desde 1963. Libros de la Resistencia (Madrid) ha publicado hasta ahora tres volúmenes de Ganga, su obra poética reunida (2019, 2021 y 2025). Ha traducido, del portugués, entre otros, a Haroldo de Campos, Paulo Leminski, Sousândrade, Josely Vianna Baptista, Arnaldo Antunes, Jorge de Lima; del francés, a César Moro y Francis Picabia; del catalán, a  J.V. Foix. Ha publicado compilaciones de Néstor Perlongher, Gastón Fernández Carrera, El libro de unos sonidos. 37 poetas del Perú y la antología de poesía superrealista La maleta argentina. También publicó diversos ensayos, entre ellos Reflexión esponjaEl cóncavo. Imágenes irreductibles y superrealismos sudamericanosArzonar (sobre Vallejo, Abril y Moro) y Filia índica, textos y fotografías de un viaje a la India (con Gabriela Giusti). Codirigió la editorial y revista-libro tsé-tsé (1995-2008). De próxima edición: Acéntricos. Poesía en el Perú de la década de 1920. Sus grabaciones pueden escucharse en: https://reynaldojimnez.bandcamp.com/