Piedad para las palabras perdidas, para las prohibidas y las exhibidas
en las vitrinas de las guarderías decapitadas de la Gran Capital.
Para las piedras de las palabras mientras tiren parabajo, la fiereza
o sotto voce del susto padre que agigantan, con retraso de siglos
hasta la sien dividida del que les oye el semillero ciegamente.
Piedad para
las impiadosas, las del verdugo implacable
que nada
dice y se las traga, microcrocante inquisidor
les paladea
el estertor de unos silencios allá debajo mientras
duermen los
asesinos sin descanso en lechos plácidos de ternura
en el aura
de faunos. Para el estupor esperanto de esas razzias
que simulan
el efecto de un rebote contra los verdes muros
de la
prisión. Para el depósito de filtros por las palabras que sacudan
el ansia
anciana de los lomos erizados sobre una estepa de indómitas,
provocadas
hasta la náusea que las habita, hasta que caen rendidas
ante el
tótem de nadie, al pie de la edad de piedra del eterno
retorno que
no se escucha. Que no da escucha.
Pese al
griterío reinante, nunca devuelve el entorno a su anular.
Granangular
que podría estar cazando, a su modo, una mancha
en el recodo
sin llegar a preguntarse por qué cada todo tiene que rimar
entre
demoras de esta vez, odiosos dioses destrozados por las olas
de su propio
amor, canal de parto en panestéreo con la espera,
porque la
rima sube desde abajo folicularmente dispuesta a darse
sin esperar
a cambio esa conciencia que la separe de su misterio.
Se sepa o se
pare, se parece a la persona que dispara de su cara.
Pero la
espera se reitera, acicala con marcas prenatales y cáscaras.
La carca que
está cerca siempre recuenta, pierda o no pierda
el guarismo
que la aguarde o argumente: qué se siente, le preguntan
el paso
subsiguiente, los de arriba, o a su ladino lado reprendido.
La lámpara
de Aladino está en la mesa, patas arriba, manos arriba,
adónde se
arriba es otra cosa que no se descuenta, mientras aumenta
la presión
de los mirares sobre los ojos latos todavía secos, acaso tensos,
que van
mirando sobre la hora aquellas olas
que les
convienen en cuanto asaltan la perorata
que las
dilata al infraneto intocado cuando se alargan
que son las
sílabas de la guirnalda de sangres que llega al río.
Piedad
también para las procuradas, malversadas de fondo, finiquitadas
del sitio de
su raicilla de flámula, es decir, diríase, qué digo, digno hijo
de la
pérdida que se enrosca a las figuras subversas que se frotan
las antenas
de las patas, viceversas… Pero para las implacables, sobre todo,
remitirlas a
una cuna que flota como antes el feto en el crisol de la crisálida,
y antes el
cuajo metamórfico y los testículos del viejo anterior a todo viejo,
y la
fragancia alucinatoria de la antigua vagina de la abuela prima, la niña
primera y el
primer amor y el zángano celoso de su rol y el río que devuelve.
Y el reír
que se revuelve. Y los ecos que residen unos nidos de aventura,
sin más duda
que la que surja de nos mismos recovecos los que recorren,
arterias de
laberinto inconstante que se apura sin embargo en escaparse
de los pasos
uno a uno que se buscan, ahí dentro, de las Indias, conejillos.
Para el
ojillo de la letra que se atraca en una cepa de lacres al derretir dellas
palabras que
eran términos que nomás eran minas que estallaban al tocarlas,
cuya piedad
del tamaño de un rubí se hubiera perdido, si no, en las veredas
cuasi solas,
u oasis.
Y así cómo
es que se pasa a otra zona del racimo vislumbrado, con la horda
de asesinos
a la siniestra del signo, tacho, alambro, alambiqueo pero sordo
a los
destinos que la hoja ajusta por su parte de reverso siempre aladotro,
allá
engordan las murallas y prosiguen Alah las aldeas en llamas, llaman
lesas
aldehuelas a su hontanar adormecido por el bochinche de los roces.
Qué manera
de estirarse sobre sí misma, la fuga pasando por la boca,
se consuman
las maneras como ritos de pretribus que no capturarás.
Qué eraman
de rarseesti breso sí mamis, la gafu andopas por la cabo,
se
mancomunan los mirares de a poquito cual si fueras sin afueras.
Tiros de
retribuciones como si un pito o pepino importara consumar.
Como si les
importara un objeto al monocromo digiriendo que consumen
mientras la
tercera persona les queda incómoda y se ponen la uno o la dos,
con un
penacho de rancheríos subcutáneos actuando en la macumbamella,
en la cumbre primeriza
que se cubre con las ciudadelas del momentótem:
las
palabrasas del tormento amormentan, relámpagas en que ya se ven.
Por la
insomnia del vendaval se vienen a vengar de los atrapalabras,
mirilla de
las linduras detrás de la cual observar con vera mirada hurí,
ojo la
cerradura del trampantojo abre y no duda al laberinto diminuto,
hace al
detalle de la manito el entrevero en fibralescencias, la filigrana
las desgrana
de a una en la cascada que saca sin dar puntada sin hilo,
pero por la
cual describo esta situación en la que me he perdido,
para
encontrarle la vuelta al sucedido o hasta no neutra encontrarte
en la
revuelta incógnita de signos de hipnótica ignosis en que también
te perderé,
menteterna, junto a tu voz desleyendo sin fondo tal silencio.
Se podría
eso parecer subespecie una despedida, formulada
ante los
juicios volátiles de los expertos en perderse cada vez
mejor, o sea
más, en esos pasadizos dizque levadizos puentes
almenas y
trasfuentes simultáneas en un tríptico flamenco,
adonde se
palpan a las claras al ras de epifanías velocísimas
las
mascarillas subcutáneas que emergen a las rastras
por la cara
de un destino reencontrado tras umbrales
que no se
empujan ni se aprietan ni se visten ni desnudan,
solo mudan
con la marea, por cómo la mano viene, suelta
en el
tiempo, homogénea como un aerolito de las edades,
todas
mezcladas, vueltas a mezclar, con la baraja de mitos
y los
infinitos infrafinitos que son palitos mucho más chinos
y mucho más
chicos y muchachitos y mucha cita a ciegas
distrae de
ser un poco cada día, el que saluda con la mano
marchita
diciendo adiós mueve un tanto el aire para su lado,
pero lo
pierde apenas cruza los paneles de Katsurâ, laja a laja.
Helechos
crecen en grises devorados por reírse
de lo que
había encima del plinto, pequeño
como la
muerte que se atesora al revés de todas
las
riquezas, aun siendo muchas, mudas, musas.
Chito es
shhh. ¡Musa! Es una vieja
transitoria.
La de siempre, la de antes de calcarte
y la de
antes de antes de entrencontrarte, junto
meras pieles
de escrituras portátiles al tacto.
Piedad es
otra mueca de calar la boca. Pero
a quién le
toca golpear la próxima puerta para
ver si de
dentro es abierta y cuánto incorpora
el apuro
aquel que se introvierte, sacabocado
en la
comisura, la cual muy mosca se queda.
La cosa,
como se sabe, está supersucia y se suicida
con cierta
frecuencia que no es poca cosa, sino sin
rosa de
poder concertar con cernida esciencia,
aquella que
a nadie pertenece, y viaja sola, sin
planeta, por
estrellarse en las rocas tarpeyas
que son
ellas, nada menos, que son bellas que son elfos,
nadan
ciegos, son las ninfas los fuegos, golfos, foscas,
tropos,
propósitos, atroces salvoconductos, bisbiseos,
miras,
páramos, polvos, secreto a voces de las que apenas
pronunciadas
disuelven la anarcoboca
del testigo,
que no acierta a dar el tiro ni se aquieta
con la calma
subitánea del alma en pena que se esconde
debajo del
mueble de otro tiempo, casi quebranta, cruje
la osamenta
anaconda
del anfibio
silencio.
De la
biofobia directriz que encinta cicatriza.
De trizados
correveidiles evade el desvío.
De la
violencia matriz que corre por su vida.
Invernadero
del ensueño simultáneo al almácigo
que con
ceguera transversal acaricio, ido en vicio.
Se me sale
la piadosa marea del resquicio.
Son espinas
por el delta sanguíneo a mil.
Se espera en
cualquier momento alunicen
en algún
satélite del corazón, para plantar
esa
guirlanda de banderines que sirva
de alimento
al viento, el cual no es un solo,
por
supuesto, pues proviene de los puntos
que
circulan, de manera que acá a la espalda
se dejan
soportar como ricos herederos
de una
fortuna hecha a base de letreros
tras los que
advierte una voz escondidiza
de goce, y
ese furor que fuera una fiesta,
esa orquesta
de insectos en la noche
que precede
al otoño por los oros ariscos
en un poroso
tan móvil que el ánimo salta.
Y está en el
aire decidir cuál de lagrimales
sería el
estéril menos. Y darle soga al arrastre
de aquellos
animales que enrarece el clima,
desastre
aparente de las formas y sus lagunas.
Algunas
hormas hay que asumen o asustan palabras
que usan y
abusan un tocazo de nuestros otros,
hasta
percudir entre las sacudidas viudas del vaivén
ese derrame
que se dibuja en el órgano irrigado
por el uso.
Que lo que saque de casillas al usuario
será el
hecho en acto de su acatamiento hasta acá.
Este
poema pertenece al libro Saltinstante, si bien concluido circa
2018, todavía inédito.
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