Mostrando entradas con la etiqueta onorio ferrero. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta onorio ferrero. Mostrar todas las entradas

teaser: ONORIO FERRERO. LA CETRA. TRAD. CECILIA MEDO FERRERO



En el texto Onorio Ferrero: el hombre que vino del mar (https://www.transtierros.com/2025/09/maurizio-medo-onorio-ferrero-el-hombre_94.html)

al referirme a las particulares circunstancias históricas que caracterizaron el Perú que alguna vez acogió a Ferrero recordaba cómo, de acuerdo con César Moro (con quien suelo estar siempre de acuerdo), «el poeta era el cantor oficial de efemérides patrióticas o el bohemio que prostituía su inspiración, llamémosla así, enteramente banal y de almanaque, al alcance de los pilares de cantina, en una cualquiera de las numerosas y sórdidas trastiendas de pulpería» y cómo, a pesar de ello, la visión, que, por aquel entonces, pude tener de la poesía, debido a los diálogos con Ferrero, fue esencialmente stilnovista, pues él siendo alguien «esencialmente romántico» parecía creer que el «romanticismo institucionalizado» había arrasado con los remanentes del espíritu cavalcantiano que apenas Croce, su maestro, era capaz de evocar. Como también comenté en el citado texto la influencia del pensamiento de Croce en Ferrero, a quien conoció alrededor de los 22 años, fue determinante, y más si consideramos que ese acontecimiento coincide con la aparición de La Cetra ( Edizioni La Cavalcata. Collezione Collana di Poeti Contemporanei, Florencia – Italia. 1930). La traducción más precisa para referirnos en español a lo que es una «cetra» sería «cítara»,  del latín cithăra, término que, a su vez, procede del griego κιθάρα (transcrito, kizara) y el cual se refería a un instrumento de cuerda hecho de madera. En la Antigua Grecia su uso estaba vinculado con el culto a Apolo, en contraposición al aulós, un instrumento asociado con el culto a Dionisios. Por esa razón la «cítara» se consideraba como un instrumento más «noble» —y «elegante», agrego—que el aulós dionisiaco. Algo de ese espíritu se manifiesta en la escritura y en la composición de La Cetra, libro traducido por Cecilia Medo —si no recuerdo mal, a mediados de los 80.

Cuando Cecilia tradujo La Cetra ella quizá tenía la misma edad del autor que alguna vez la escribió. Así, desde el futuro incierto, su nieta fue capaz de devolver a Ferrero il tremore de una juventud que, pese a los años transcurridos, nunca abandonó. Fue un hermoso regalo. Tanto como el diálogo que es capaz de trascender el tiempo.

Muchos preguntan qué fue del libro —pensando quizá que el fondo editorial de la universidad a la que Ferrero dedicó tantos años— tendría que haberlo divulgado. No fue así. 

Si La Cetra, gracias a la generosa mediación de Cecilia, se tradujo, fue en casa, y ahora, en algún momento, a través de El Laboratorio —que también es parte de la casa— se divulgará desde allí, lejos de la pasmosa voluntad de mediocres funcionarios, coactados por la burocracia que ellos mismos construyeron sin saber que, un día, esta se convertiría en su cárcel. 

Otros —en su gran mayoría discípulos de Ferrero— eventualmente expresan auténticamente el deseo de poder tener La Cetra entre sus manos. Ojalá que el 2026 sea el año que pueda convertir esto en realidad. Y en tanto tenemos con nosotros, sus nietos, vivimos con la convicción de quien sabe  «esperar lo inesperado» desde Transtierros queríamos compartir un teaser, no con la ignominia que rige y determina el mercado, más bien como un sentido homenaje al joven que construyó esa realidad y también a la muchacha que, décadas después, consiguió que esa realidad pueda pronunciarse en el idioma de la tierra que nos acogió hasta convertirse en el hogar.

MM


La Cetra

Ad un Cipresso

Cipresso, che t’adergi maestoso,

Lento guardiano all’ultima dimora,

Nel tácito sepolcro é forse ancora

Per te piú dolce l’ultimo riposo?

Immoto sfidi il nembo minaccioso

E la superna collera sonora;

Ma invan con sue blandizie ti disfiora

Il vento del mattino armonioso.

 
Lento cipresso; sei come il poeta

Che scruta nelle tenebre e iddegna

Tutto ció che la stolta gente allieta.

 
E allor che il Sonno col Silenzio regna,

Gigantesco sovrasti, oscur ameta

Che al nostro vagheggiare il Fato segna.

 


A Un Ciprés

 Ciprés que te yergues majestuoso

Cual lento guardián de la última morada

En ese callado sepulcro

¿Es más dulce para ti el último reposo?


Inmutable desafías a la nube amenazante

Y a la estridente cólera celeste

Mas en vano con su suavidad te desflora

El viento de la armoniosa mañana


Lento ciprés, eres como el poeta

Que escruta en las tinieblas

Y desprecia todo aquello

Que los ignorantes celebran


Y cuando Sueño y Silencio reinan,

Te alzas gigantesco, cual oscura meta

Que a nuestro constante vagar

El Destino señala



 



La Luna dello Stagno

Mira il lacustre fior d’una mimosa

L’armonico chiarore della luna,

Diafano velo su la vaporosa

Pace dei campi, nella notte bruna.


Piú dolcemente grata e dilettosa

Quella luce gli appar che non raduna

Gl’iridati fulgori, maliosa

Fiamma nell’ombre opache. E la laguna


Calda scorge a l’impronta tremebonda

Dell’astro; e non comprende se il chiarore

Naufraghi nel glaucor dell’acqua fonda,


Po se la bella Sfera di pallore

Difusa, ne l’oceano senz’onda,

Sia mirraggio di luce e di colore.

 

La Luna Del Estanque

 La pantanosa flor de una mimosa observa

La armónica claridad de la luna

Velo diáfano sobre la vaporosa

Quietud de los campos

En la oscura noche

Más dulcemente grata y gozosa

Parece que aquella luz no contiene

Los fulgores iridiscentes

Mágica flama entre opacas sombras


La laguna ardiente

Observa la poderosa impronta del astro

No comprende si la claridad

Naufraga en la blancura

De las aguas profundas


O si la hermosa y pálida esfera y difusa

O el océano sin olas

Son espejismo de luz y color

 




Notturno Trágico

Opaca, uniforme tenébra

Ne l’etere fermo, che opprime;

Occulto mistero nell’ ime

Caverne di ignota latébra.

Lontano, un canto sinistro

Di Uccello notturno vagante,

Un gemere che dolorante

Si smorza in un querulo sistro.


Sparuti fantasimi, erranti

Legioni che piú non han vita,

Discese da la scolorita

Dea manca dei pallidi amanti.


Sorpassa la densa barriera

Notturna un fantasma leggero

Che cerca in piú chiaro emisfero

La luce di fluida Sfera.


Ricerca affannoso; ma invano.

Ovunque l’immensa oppressione;

Ovunque l’oscura visione

Mortale di cumulo umano…


Se luce piú intensa da un astro

Dispensa piú viva corrente

E irradia un riflesso fulgente

Che brilla di acceso alabastro;

Non esso raggiunge l aluce.

E tenta… qualcosa lo afferra.

E invano ritenta. Lo atterra

La spoglia che a sé lo reduce.


E l’agita e va brancicando

Per l’ultimo sogno d’ebbrezza,

Per l’irraggiungibile alteza…

Invano allá luce anelando.

 

Nocturno Trágico

 Tiniebla opaca y uniforme

En el quieto éter oprimente

Oculto está el misterio

En el himen

De ignotas cavernas


En la lejanía un canto siniestro

De errante ave nocturna

Un doliente gemido

Se apaga

En el lamento de un sistro*


Débiles fantasmas errantes

De vida ya exentos

Se dice de la descolorida Diosa Manca

De los amantes


Traspasa la densa barrera nocturna

Un espectro ligero

Que busca en un más claro hemisferio

La luz de la suave espera


Busca afanoso

Pero es en vano

Por doquier La inmensa opresión

Por doquier la oscura visión mortal

De la humana carga

Como la brillante luz de un astro

La viva corriente irradia

El intenso reflejo que cual

Encendido alabastro refulge

Mas, al intentarlo algo lo detiene

Y en vano lo vuelve a intentar

Pero a la tierra lo hace regresar

Al despojo que a sí mismo reduce


No alcanza este la luz


Se agita y mueve ciegamente

En su último sueño de ebriedad

Por alturas inalcanzables

Inútilmente anhelando la luz

 

El sistro es un instrumento metálico de cuerdas; de origen antiguo, fue vinculado a las celebraciones en el culto de Isis.

 





Il Viale

 Mentre l’ombre si fan tarde e diffuse,

Nel deserto viale ove la trista

Febbre della cittá piú non mi turba,

M’indugio. E il vento pianamente si muove

Fra le aiole odorate i lunghi steli

Delle sparse corolla e blando invade

Di freschezza e di calma i cespi e i tronchi.

Mi par di riveder nella penombra,

Rotta dai raggi del tramonto d’oro,

Me, sulla soglia dell’etá beata

Dai giocchi dilettosi e meco, strana

Nel palpitar dell’inquiete fibre,

La bionda amica di quei dí: Natália,

Ella, ridente ai fervidi bagliori

Dell’intenso meriggio, il canto pieno

Secondar di quel tempo e l’armonia;

Ed io piú mesto, dei pensier seguendo

La lontana corrente a la divina

Alba dei sogni ceruli. Mirare

Nell’iridi sue glauche, rikucente,

L’onda fuggente di un eterno mare.

 

La avenida

 Mientras las sombras se vuelven tardíamente difusas

Me adentro

Por la avenida desierta

Donde la mezquina fiebre de la ciudad

Ya no me turba

El viento lentamente se mece

Entre perfumados prados e imponentes monumentos

Con suaves corolas esparcidas

Invade de frescura y calma

Cultivos y troncos

Una vez más

En la penumbra rasgada por los dorados rayos

Del atardecer

Me parece

Verme a mí mismo

En el suelo de la bendita edad

De los juegos felices

Y dentro mío en el palpitar de fibras inquietas

Extraña veo a Natalia

La rubia amiga de aquellos días

Ella sonriendo ante los ardientes fulgores

Del intenso mediodía

El canto pleno acompañante del tiempo y la armonía

Y yo, más melancólico persiguiendo a los pensamientos

La lejana corriente y el alba divina

De los cerúleos sueños

Mirar en su blanco iris

Reluciente

La ola que huye de un mar eterno

 




La Patinoire*

 É´dunque la lunacoi pattini d’oro che scivola

All’ombre del tácito vespro soffuso di brume?

La luna, bianca nell’etere azzurro sí come

Nel liquido azzurro del mare le vergini spume?

Deserto é il viale; ma il gracile fusto che ancora

Protendesi squallido, orante l’inutile prece,

Al gellido soffio del vento che all’ombra notturna

Prelude, ha il brivido inconscio del fremere antico.


Oscuro é il viale; ma come diamante purissimo,

Immobile il lago scintilla, specchiando nel mesto

Tramonto il languor delle luci nostalgiche brevi.

Le musiche arcane, le voci cui l’ eco giá spenta

Rispose dai vaghi recessi del cognito parco,

Son deboli e fioche; vaniscono; e il sole regale

 Nei manti di porpora e d’oro sfoggiando il caduco

Splendore, a la tenera Dea della fronte lucente

L’argentea tristeza, cedette il dominio del mondo.

Tu sola, o fontana, col limpido suon di cristallo,

Il duro silencio interrompi che é fatto di gelo;

E il rivo, che un garrulo impulso disgrana inquieto

Per quelle tue labbra di marmo, riecheggia una voce

Ben nota che in cuor mi serpeggia col censo profundo

Di qualche melode consunta dal tempo inesausto.

Ti ascolto. Soltanto per l’anima fresca che celi,

Il tempo é una música d’ acque dal gioco perenne.


O amica fontana; per  l’inestinguibile amore

Ch’io porto a codestodivino, brevissimo tratto

Del vasto universo infinito; lontan da l’ affano

Del mondo, m’ é caro nel gelo il tuo memore canto;

Per te mi sivviene del mar prima delle tempeste

E ancora m’ inebria la stella ch’ é ormai naufragata

Nel fosco grigior delle nubi. Cosí, ricercando

Le orme dei passi adorati che il Verno rinchiude

Nel bianco sudario di neve, i ovo rimembrando

Le acque dal murmure intenso, increspate allá dolce,

Scherzosa carezza di Zefiro primaverile.

Fraganza di rose, e placidi cielo, e struggente

Dolcezza d’ idilli fantastici, incnato dei vesperi,

Un tempo sognai sulle sponde del lago d’argento.

Ed ora che intorno non scorgo che I Fiori del gelo

E il bianco silenzio, mi sembra che il giovane sogno

Discenda alle cose terrene, alle cose deserte

Di palpiti, e pensó che forse é piú dolce morire

Che stringer con gelide braccia l’ esanime spoglia

Di quel Desiderio raggiunto che esala, in un breve,

Estremo sorriso, l’ antico tormento sublime.

Ma un debole raggio dell’ astro che veglia pensoso

Puó frangere i veli cadenti dell’ arida note?

Deserto é il viale… ravvolto nl bianco sudario…

Ma guarda… sul lucido specchio… laggiú…, tra le brume;

E¨ dunque la luna coi pattini d’ oro che scivola?

 

La Patinoire*

¿Es acaso la luna que con patines de oro se desliza

Entre las sombras del

Crepúsculo teñido de brumas?

La luna

 ¿Es tan blanca en el azul éter

Como lo son las

Vírgenes espumas

Del azul mar?

Desierto está el camino

Pero el tallo grácil

Que escuálido se extiende

Como en una inútil plegaria

Precede al gélido soplo del viento

En la nocturna sombra

Posee la inconsciente agitación

Del antiguo frenesí.

 

Oscuro está el camino;

Pero cual diamante purísimo

El lago inmóvil titila

Espejando en la tristeza del Ocaso

La languidez de las breves y nostálgicas luces

Las melodías arcanas

Voces cuyo eco ya se apagó

Con vagas y secretas ondas responden

En el conocido parque

Son débiles y tenues

Desaparecen

Y el sol con su manto de púrpura y oro

Ostenta un caduco esplendor

Cedió el dominio del mundo

A la tierna Diosa de la frente luminosa

Y plateada tristeza

Tú sola, Oh fuente,

Con un límpido sonido cristalino

Interrumpes el duro silencio helado

Y el arroyo, que con alegre e inquieto

Impulso desgrana

Esos labios tuyos de mármol

Una voz resuena tan clara

Recorre mi corazón

Con el sentir profundo

De alguna melodía consumida

Por tiempo incansable

Te escucho.

Solamente por el alma nueva que guardas,

El tiempo es la música de aguas en perenne juego

 

Oh fuente amiga, por el inextinguible amor

Que yo traigo a este breve y divino

Trazo del vasto universo infinito

Lejos del afán del mundo

Me es querido tu memorable canto en la escarcha

Por ti me asalta el mar antes de la tempestad

Y aún me embriaga la estrella

Que tal vez ya naufragó

En el umbrío gris de las nubes.

Así buscando las huellas

De adorados pasos

Que el invierno esconde

En el blanco sudario de nieve

Yo voy recordando

Las aguas de intenso murmullo

Encrespadas por la dulce y

Juguetona caricia primaveral de Céfiro*.

 

Fragancia de rosas y plácidos cielos

Ardorosa dulzura de idilios fantásticos

Encantamiento de los crepúsculos

Una vez yo soñé en las orillas del lago de plata.

Y ahora que a mi alrededor

No distingo más que las flores del hielo

Y el blanco silencio

Me parece que el joven sueño

Desciende sobre las cosas terrenales

Las cosas desiertas de latido

Y pienso que quizás sea más dulce morir

Que estrechar con gélido abrazo

A los exánimes restos

De aquel deseo alcanzado

Que exhala en una breve y extrema sonrisa

El antiguo y sublime tormento.

Sin embargo, un débil rayo del astro

Que pensativo vigila

¿Puede rasgar los velos que caen desde la noche árida?

Desierto está el camino…

Envuelto en un sudario…

Pero mira… Sobre el límpido espejo…

Allá abajo, entre las brumas…

¿Es pue acaso la luna que con patines de oro se desliza?

 

 *Céfiro es el viento o brisa de la primavera

*Patinoire es la pista de patinaje sobre hielo

 

 

 Los grabados que acompañan el texto son de Martin Lewis.

 

 

 

 


MAURIZIO MEDO. ONORIO FERRERO: EL HOMBRE QUE VINO DEL MAR

 




Mientras en buena parte de Europa se atestigua el resurgimiento de una deplorable oleada neofascista que, aferrada únicamente a un manierismo retórico, pretende emanciparse de su pasado vergonzante, en América Latina el frenesí por la «identidad propia» viene reversionando una suerte de xenelasía retórica cuya emocionalidad pareciera empecinarse en desdibujar la noción de la alteridad convirtiendo al Otro en «lo enemigo» como otra versión del mismo fascismo. Hoy, tanto los europeos como los latinoamericanos, víctimas de un neoprovincialismo, parecen haber olvidado cómo, a través del tiempo, la mezcla de culturas fue la única revolución capaz de transformar el paisaje social generando nuevas identidades y formas de vida. «El hombre que vino del mar» es un texto que, escrito desde otra órbita, busca revalorar los aportes de los migrantes en la conformación de la ansiada «cultura propia» en la figura de Onorio Ferrero, mi abuelo.



EP1: EL FANTASMA DE EMMA

La frase debió ser: It's one small step for [a] man, one giant leap for mankind, pero, en el momento en el que Ferrero se detuvo ante el umbral de la que sería su futura morada, Neil Alden Armstrong apenas se había graduado en ingeniería aeronáutica en la Universidad Purdue.

Quizá Armstrong alguna vez pensó que solamente la luna era capaz de refulgir con ese tenue resplandor por encima del inagotable entramado de colores de la superficie del planeta de abajo, no en que sería el protagonista del primer alunizaje. Ferrero sabía muy bien que su país era apenas una remota aldea perdida en medio de la vastedad del globo terráqueo, y si bien, y ya desde los albores del Renacimiento, su apellido ya aparecía vinculado a la aristocracia piamontesa, ahora él estaba dispuesto a erogar su propia historia con todas sus mitologías y recalar en un presente que parecía bien dispuesto a revelársele.

Pensó en todos a quienes había debido dejar atrás al momento de sustituir el destino de Ulises por el de Abraham y, de pronto, como si el fantasma de Emma Dyke le hubiera presagiado un hecho inimaginable, experimentó una súbita sensación de pesar por quienes no tenían patria, pensando que quizá, con el transcurrir del tiempo, él corría el riesgo de convertirse en uno de ellos.

De ese repentino estremecimiento empezó a brotar no una esperanza, se trataba más bien de una especie de asombro ante el tempestuoso vértigo que significaba el hecho de estar ahí, aun cuando sus antiguas y proverbiales certezas se hubiesen reducido al eco de una sola pregunta a la que ningún hombre podría responder en una vida. Pese a esa amenguada conciencia, conforme arreciaba la vergüenza ante su propio desamparo, consiguió recordar cierto momento en el que se vio sorprendido por un estupor similar. Fue cerca de Cavoretto. Ya había estallado la guerra y escuchó que, desde la otra vera del Po, alguien lo llamó: «¡Ferrero!». Presto respondió de inmediato con una señal, así lo habían acordado. Él era simplemente «Ferrero» y ya no el joven señor del castillo de Monferrato.

A diferencia de aquella vez, Ferrero no estaba solo. Aferrándose a ello es que fue capaz de recuperar del todo la cordura y anticiparse a las intempestivas urgencias de Lucía quien buscaba interpretar cada detalle de la realidad conforme intentaba traducirla al dialecto ligur, su lengua. Mientras Luigi y Giuliana, sus hijos, parecían perderse en medio de la bruma circundante.














Ferrero los observó con esa clarividencia que parecía provenir de lo infinito sin saber bien cómo detenerse y atender las distintas exigencias que surgían con lo más inmediato. Cuando descendieron del auto, antes de ponerse a pensar en cuál sería el significado real de los ruidos que parecían inquietar tanto a Lucía, los primeros baúles que mandó descargar del equipaje fueron aquellos atiborrados de libros quién sabe desde cuándo.

En uno de ellos podía reconocerse la inconfundible caligrafía de Emma Dyke y reunía todos los volúmenes escritos presuntamente en deva-vani. Ese fue el legado de Emma, su maestra; en otro, con el cual, contrariamente a lo que solía caracterizarlo — pues, a veces, daba la impresión que Ferrero carecía completamente de sentido práctico — exageró en los cuidados. En dicho baúl apenas podía leerse Ventimiglia. Fue lo que la familia pudo conservar de Emilio antes que zarpara a cobrar venganza contra el asesino de su hermano mayor, un tal Wan Guld, gobernador de Maracaibo.

A Ferrero nunca le importó que los leyéramos, no con el imperativo de una obligación. Debía tenerlos consigo con un solo propósito: que la historia exista. Así nosotros, quién sabe cuándo, descubriríamos que también formábamos parte de esa historia. Por ello, muchos años después, cuando me detenía a observar los detalles de cuanto se encontraba a mi alrededor, descubría que, amén de las antigüedades que fueron rescatadas del castillo, lo único que había, y pese a las exigencias de Lucía, era miles y miles de libros desperdigados caóticamente por cada rincón de la casa.


EP2: LO INESPERADO



En el año 2012, Neil Armstrong en un diálogo con el australiano Alex Malley, al compartir algunos detalles de lo que había significado su alunizaje, apenas meses antes de morir, se burló de las diversas teorías de conspiración que sostenían que la aventura del Apolo 11 había sido falsa afirmando que las 800,000 personas que formaron parte del equipo de la NASA no podrían haber guardado el secreto.

En Torino la parentela de Ferrero no cejaba en advertirle que el Perú era un desierto indócil el cual arreciaba como un impetuoso mar de arena naciente alrededor de un ojo de agua. Lo recordó mientras jugueteaba con las llaves de la casa justo cuando, algo turbado, creyó oír el eco de la risa de Emma quien solía burlarse de la candidez de esos inverosímiles relatos. Parecían cuentos inventados por Giovanni Aubrey Bezzi, los mismos que pasaron de generación en generación hasta llegar a nosotros.

En ellos Emma era presentada como una doncella de la casta brahmánica quien, alguna vez, como decían, fue secuestrada en la ciudad de Pune por Luigi, el hermano mayor de Giovanni, un coronel del Imperio colonial italiano.

Ferrero no quiso pensar más. La puerta de la casa se abrió perezosamente revocando su antigua posición de reposo. Estoy seguro que para él esa casa fue el primer espacio en el que encontró una verdadera posibilidad para construir sus recuerdos.

En ese preciso momento no imaginó que Giuliana desposaría al primogénito de un abnegado seljanin. Tampoco Blajo, el joven esposo, fue consciente de todo lo que representaba unir su vida a esa muchacha, quien prefería ignorar las cuitas urdidas a lo largo de la historia alrededor de su linaje.


El Perú fue el primer país en Sudamérica en recibir a los inmigrantes croatas. También la ruta elegida por los zíngaros apátridas. Blajo se sentía como uno de ellos, aunque, en realidad, Pétar, su padre, fue un campesino, yugoeslavo de nacimiento, a quien, de acuerdo con su origen, le hubiera correspondido el derecho de quedarse trabajando con tranquilidad las tierras. Fueron todo con lo que pudo soñar su mirada.

Es cierto que Blajo, en algún momento, reunió el coraje suficiente y se rebeló ante todo lo que, para él, pudo significar la figura de Pétar y, luego de graduarse como economista, inició sus estudios en la Facultad de Filosofía, en tanto dirigía su taller automotriz.

Los italianos, por lo general, relatan las fábulas que los croatas sólo recuerdan. Digo esto pensando en los recuerdos que he podido conservar del carácter particular de sus migrantes. Frente a la elocuencia histriónica del italiano, el croata es, más bien, de pocas palabras.

Pese a la proximidad geográfica que hay entre estos países, y considerando incluso la innegable influencia de la cultura italiana sobre la croata, para hablar de ellos es imprescindible que uno se está refiriendo a dos formas muy particulares de «pensar el mundo». Sin duda uno encontrará historias compartidas —la «cuestión adriática» o la expulsión de italianos en Istria, son dos capítulos poco felices — pero no devinieron en una confrontación al estilo de los gibelinos y güelfos o, pensando en mis padres, como los Capuleto y los Montesco.



EP 3: FICCIONES & CERTEZAS

Blajo y Giuliana vivían en la planta baja de la casa de los Ferrero, un lugar con abundantes significados simbólicos que, con el paso del tiempo, para mí representó el dilema de tener que elegir una cultura en la «relación del ‘nosotros’ con los ‘otros’»11 , la misma que, de manera involuntaria, se daba en el seno del hogar. Durante mucho tiempo para, nosotros, sus habitantes, el Perú fue solamente lo que estaba ocurriendo afuera.

Nunca supe con certeza si Blajo olvidó su lengua materna después de descubrir que el idioma croata constituía una ficción regional, si no lo aprendió como se debía o si adoptó el español como parte de su rebelión ante la égida paterna. Sabíamos que Pétar no escribía. Tal es así que, cuando llegó el momento en que debió estampar su rúbrica en la declaración jurada que se expedía a los recién llegados, tímidamente optó por dibujar un círculo pensando quizá en la versura del arado al final del surco antes de dar la vuelta. Estaba en una tierra nueva —pudo pensar— y eso había que representarlo.

Si bien Blajo, y pese a comprenderlo bastante bien, apenas farfullaba algunas frases en italiano, generalmente apremiado por alguna circunstancia, hablaba el español como si, en ese momento hubiera estado inventándolo. Se daba el lujo de embarrocarlo rescatando enfoscados arcaísmos pronunciándolos con una dicción tan precisa y sonora que, de sus labios, parecía resurgir parte de la impronta revelada durante el Siglo de Oro. Pese a ello Blajo jamás fue capaz de expresarse en peruano.

A su alrededor nosotros, los de casa, podíamos cuchichear con el habla vertiginosa que cimbra alrededor del Puciuriale. Aunque nadie lo había decidido así, la lengua de las querencias siempre fue el italiano. Yo ignoraba que, en el momento en que elegí abrazar toda esa «telaraña de significados», no sólo quedaría ineluctablemente atrapado dentro de ella, si no que me estaba convirtiendo en un forastero .

EP3: EL OTRO


El día en el que Ferrero llegó al Perú «el poeta era el cantor oficial de efemérides patrióticas o el bohemio que prostituía su inspiración, llamémosla así, enteramente banal y de almanaque, al alcance de los pilares de cantina, en una cualquiera de las numerosas y sórdidas trastiendas de pulpería» (Moro, 1957, p. 110) , pese a ello, la visión que entonces pude tener de la poesía, debido a los diálogos con Ferrero fue esencialmente stilnovista. Él creía que el romanticismo había arrasado con esa concepción trovadoresca, así como con el espíritu cavalcantiano que apenas Croce, su maestro, era capaz de evocar.

Crecí en Santa Beatriz, un barrio cuyo capital cultural resultaba tan particular que el vecindario en sí estaba determinado por la presencia viva de una clase creativa que no era precisamente aquella de carácter bohemio. Si bien el barrio se situaba en el extremo austral del Cercado de Lima y refulgía ante mí con el aura de una ínsula extraña, nunca fue un territorio de señoritos. Cruzando el puente, tal como nos advertían, se llegaba a La Victoria. Estaba ahí no más.


Pero entre quienes vivíamos en Santa Beatriz y los otros no hubo jamás un incordio que trascienda la euforia irracional de una contienda futbolística. Era un lugar tan diverso como parecía serlo el Perú. Por esa razón las advertencias de Blajo alertándonos sobre el peligro que podría representar ese Otro resultaban algo paradójicas, tanto que las habría comprendido mejor de haber aparecido como parte de un diálogo entre los Cartwright hablando sobre los planes de Sitting bull en un capítulo perdido de Bonanza.

En el experimento Homeles hotel  traté de referirme brevemente a esta condición tomando como pretexto una fotografía de Martín Chambi en la cual Juan de la Cruz Sihuana aparece retratado junto a Víctor Mendívil. Xiao Jeng (Kōbe, 1942- ), un entomólogo dedicado a la observación de las abejas melíferas, explica a un interlocutor que, en el hotel en el que se encuentran hospedados, hay un turista coreano, el resto era una turba escandalosa de huéspedes chinos. Por ende, y dada tal coyuntura, para Xiao Jeng ese coreano era el Otro. Era lo distinto, lo extraño, lo peligroso. Mientras Xiao Jeng observaba con atención las características particulares de los personajes retratados por Chambi, preguntó: ¿quién es el otro acá? La respuesta a la inquietud del entomólogo explicaba la situación del Otro en el Perú. Después de interrogarse: ¿el que no está?, su interlocutor concluye:

entre dos peruanos la identidad del Otro está en el tercero, oculto en la ecuación nacional.

El Otro no aparecía: no podía representarse por sí mismo pues carecía de un discurso para lograrlo. No se trataba del Otro de la alteridad, era simplemente el «otro», quien «es próximo, tan cercano que no nos gusta confundirnos con él, demasiado próximo que en él está el peligro. Mediante estas distinciones es posible explicarse el racismo »

Desde esta perspectiva Baudrillard observa que «uno puede ser el otro del otro, sin que el otro sea el otro de uno. Yo puedo ser el otro para él, y él no ser el otro para mí» .

EP4: UN TABLERO

El Perú dejó de ocurrir afuera la mañana en la que Blajo se decidió a instalar un tablero de basquetbol en el patio que daba a la puerta de la calle.

Si bien yo regresaba a casa después de haber entrenado un par de horas en el colegio, un día, dejé de estar junto a Hans aburriéndonos con el balón en lugar de enfrentarnos al desafío que ocultaba ese tablero. Aparecieron el Negro Brillo, Guille, el Perro Pérez León —quien jugaba en la selección peruana de baloncesto—, Carlos y Javier Menacho, Jean Pierre Ureta, Borrador, Rosita —quien con el tiempo pasó a llamarse Rose, mucho antes de tener a su primera novia— Henry, Samuel —que venía sólo para ver jugar a los chicos—, Coco y Pepe Avellaneda….

Dada la estrechez del espacio todos nos contentábamos organizando sendos torneos de uno contra uno —canasta gana los cuales podían extenderse durante horas.

En el transcurso de esas jornadas aprendí a hablar, no como Blajo, sino más bien en peruano, y el peruano se convirtió en mi segunda lengua.

Quienes jugábamos éramos muy diferentes y, entre nosotros, nadie se parecía a ninguno, pero, todos juntos, éramos el barrio.

En tanto nunca conseguí formarme una imagen de ese Otro sobre el cual Blajo seguía advirtiéndonos. Para mí su sola presencia, más que constituir un peligro ante el cual debía estar alerta, y más si consideramos mi falta de arraigo con respecto al unívoco concepto de lo nacional, comenzó a representar una esperanza: la del diálogo.

El Perú que encontró Ferrero se desarrollaba bajo la sombra de una suerte de xenelasia criolla, muy bien asolapada. Por ello los migrados, y esto pasó también con el resto de sus familias, pasamos a formar parte de una comunidad (im)política pues, tal como señala Paula Massano, debido a la interpretación que se hace del discurso del colonialismo, el cual es tratado como una ficción política, lo que, en realidad se encubre, es la verdad histórica ligando al individuo a una identidad artificial: la del mestizo.

Frente a ello no importaba mucho el origen de un migrado. No fue mi caso. Fui educado en una cultura que se planteaba desde una relación asimétrica con respecto al lugar de origen, como alguien «que no es» pero que, al mismo tiempo, responde potencialmente a distintas identidades. Podría decir que crecí como un concepto, en este caso, el de «un foráneo nacido en el Perú».

En las tardes de baloncesto —hoy sé muy bien que pudo tratarse de cualquier otro deporte—descubrí que los peruanos no me veían como a un paisano más. Era natural. Amén de preguntarme constantemente «¿y cómo se dice! @#$%^ en italiano?», ellos cantaban El Plebeyo en tanto me emocionaba con la lírica de Fischia il vento; leían Condorito mientras Lucía me traía el último número para completar mi colección de Il Corriere dei Piccoli; bebían pisco cuando a mí el pelinkovac ya me había curtido.

Algo parecido me ocurría con los pocos italianos de la colonia quienes no terminaron de comprender del todo mi franqueza ni mi intensa emocionalidad, mi aversión por los modales establecidos para los distintos protocolos, ni la fascinación que experimentaba ante el sonido de la tamburika o al oír los cantos de los guslari.

Para ellos yo era simplemente un cigano y no por lo que pudiera haber en mí de balcánico. Si se inventaban esta condición y la expresaban con un acento tan peyorativo era debido a mi procedencia: era el nieto de un partisano.

De ahí mi gratitud para con la gente del barrio. Lo que experimenté cuando nos juntábamos en el patio, que constituía el escenario de esos improvisados torneos de básquet, fue la utopía de un nosotros junto a los peruanos.


EP5: SIGILO

 Armstrong nunca se sintió cómodo con la fama que traía consigo el hecho de haber sido, en julio de 1969, la primera persona en pisar la Luna. Tenía 38 años y dos inviernos después se retiró de la NASA para dar clases de ingeniería espacial en la Universidad de Cincinnati para mudarse a una granja. Si bien Ferrero, quien tenía la misma edad que Armstrong en el momento en el que llegó al Perú, nunca imaginó que en ese país encontraría su manera de estar en el mundo, sintió que su trabajo encubierto como amministratore dell'ospedale, pues, en realidad, desarrollaba labores de inteligencia para el Comando Partisano del Norte, formaba parte de una vida anterior. Por primera vez en Lima pudo desempeñarse en el ámbito en el que fue formado por su Maestro Benedetto Croce teniendo como condiscípulos a Carlo Carretto y Giuseppe Tucci.

Desde 1952 Ferrero enseñó en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la misma institución en la que estudiaron Blajo y Giuliana, llegando a ser profesor Emérito.

Si bien a fines de los años setenta fue reconocido como Commendatore del Governo italiano y recibió la Stella D' Italia por sus aportes a la cultura peruana, siempre se mantuvo muy al margen de las actividades de la colonia.

La mayor parte de los italianos que migraron al Perú era oriunda de los puertos de la región costera de la Liguria (pienso en pueblos como Santa Margherita, Rapallo, Zoagli, Chiavari, Lavagna, Sestri Levante) y su trabajo tenía como tierra al mar, en «la colonia italiana había miembros del Fascia Italiano (…) Este Fascio contó tempranamente con órganos de expresión los cuales cumplían una función propagandística, como Italia Nuova (…) El propósito de este semanario era «sembrar la ideología fascista y en hacerla fructificar entre los miembros de la colonia italiana difundiendo los postulados básicos del fascismo» (López Soria,1981) .

Estando el Fascia Italiano de por medio, Ferrero intuía un peligro.

Los migrados europeos, y esta situación se hacía más evidente si pensamos en aquellos que alcanzaron la prosperidad merced a la industria y el comercio, no eran del todo conscientes que, fuera del ámbito de sus colonias, apenas representaban a una minoría en la dinámica del país que los había acogido, y si sucedía esto era tal vez por el poder de sus economías. No fue el caso de Ferrero.

En lo que respecta a la familia de Pétar, si bien él fue un «socio muy colaborador de la Sociedad Salva de la Beneficencia, de Lima », cada quien se ocupaba de sus propios asuntos, temerosos por el fervor nacionalista originado por el reformismo velasquista.


EP 6: MÁS QUE TODOS LOS DEMÁS



Dejé la ciudad de Lima hace 22 años, aunque Lima se convirtió en un recuerdo el mismo día en el que dejé Santa Beatriz poco años después de la muerte de Blajo.

Neil Armstrong falleció en Cincinnati, Ohio, el 25 de agosto de 2012 a los 82 años de edad. Su muerte se debió a complicaciones derivadas de una cirugía cardíaca. Ferrero partió antes que Armstrong, una tarde de agosto de 1989. Parte de mi generación creció leyendo su traducción del Tao Te Ching de Lao Tzu del idioma chino al español.


Hoy vivo en Arequipa, un lugar que, de acuerdo a cómo pensábamos el país en Santa Beatriz, está enclavado en las orillas del Perú profundo. Eventualmente, en las conversaciones con Ludy, cuando comento algo sobre la idea del Otro, ella me advierte: «te obsesiona, ¿no?». Puede que sea así.

Si bien «los tiempos en los que existía el otro se han ido. El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo» 23 , siempre sentí una extraña fascinación por lo que se me pudiera revelar a través de la diferencia, un aspecto que incluso podría evidenciarse en mis lecturas e investigaciones sobre escritura contemporánea como también en algunos tramos de mi propia creación.

Si alguna vez fui capaz de vislumbrar la aureola del Otro y acogerlo —esa era mi única preocupación —no fue a merced a las reiterativas advertencias de Blajo. Ocurrió a través de una frase de Dostoievski en la novela Los hermanos Karamazov: «Cada uno de nosotros es responsable ante todos por todo y yo más que todos los demás».

Después de haber sido eximido de toda responsabilidad en las diversas monsergas de Blajo en las cuales, ineludiblemente, el Otro constituía el peligro, con Dostoievski y su ansiedad rusa, por primera vez me vi implicado sin escudarme más en la metafísica exotópica de mi condición liminar. Yo también era responsable, y no sólo «...yo más que todos». No pensaba sólo en mis camaradas de ese entonces, también en la historia y, con ella, en todos y cada uno de los peligros a los que mis abuelos debieron enfrentar en sus travesías para llegar «hasta aquí». Con la idea planteada por Dostoievski pude intuir por qué en la casa de los Ferrero la lengua de las querencias siempre fue el italiano. No se trataba de subrayar la diferencia con respecto a los demás ni excluir a nadie y si, a la larga, se convirtió en la forma con la cual pude comprender el mundo, se dio así porque a través de esta elección, queriéndolo o no, estábamos restaurando la dignidad de cada una de las experiencias vividas por los Ferrero. No sólo al dejar Italia, también se redimía el momento en el que Onorio decidió desposar a Lucía, poco después renunciar al Marquesado; la imagen de la propia Lucía montando una bicicleta rumbo al mercado negro a procurarles algo de comida la mañana en la que siete bombarderos británicos atacaron la planta Fiat Mirafiori, cerca de casa; aquel otro en el que él fue tomado prisionero por la Gestapo y estuvo a punto de ser fusilado.

Hoy, mientras distintas formas de neofascismo parecen fascinar a las nuevas generaciones, tal vez como una transgresión frente a «el Sistema», yo sigo reivindicando cada uno de los detalles que implican mi origen. Si bien, en los años de la Guerra Fría, la Resistencia fue mayormente olvidada o se convirtió en una especie de secreto vergonzante, mencionado en voz baja después de ser cautelosamente extirpado de los libros de historia, y aunque hoy todo sea banalizable a tal punto que el valor de un gentilicio vale menos que una dirección IP, para mí, aunque sea más conveniente aceptar una legítima condición —la de peruano, la de croata o la de italiano, pues todas me corresponden— haya preferido hablar reconociéndome como un proveniente. De no hacerlo así estaría borrando de la Historia de cada uno de los momentos vividos por Ferrero considerándolos solamente en su conjunto, como parte de las vicisitudes propias de un arribaje.

Sé bien que «la historiografía de los últimos cincuenta años abundó sobre la pretendida “objetividad” del conocimiento histórico, colocando a los historiadores como si fueran científicos de bata blanca dentro de un laboratorio, y las fuentes documentales [como] elementos químicos que combinados producen un único y exclusivo resultado»

Por ende, tal objetividad no tomará en cuenta ningún episodio de esta narrativa, no, a menos que se registre. De ahí que, en la reseña biográfica de mi penúltimo libro  se consigne simbólicamente como lugar de origen daleko (y que, en alguna entrevista, debido a la impertinente obstinación de mi interlocutora, quien parecía empecinada en recalcar mi condición de «alguien que no es», con respecto a la peruanidad, haya terminado declarando a destajo «soy un viejo genovés»)

A Ferrero parecía no importarle si leíamos o no los libros que llegaron en esos antiguos baúles, pero no fue capaz de ocultar su emoción cuando descubrió que venía leyendo con avidez cada uno de esos enigmáticos volúmenes.

Después de leerlos descubrí que, al hacerlo así, no sólo me estaba convirtiendo en alguien que formaba parte de la historia de Emma Dyke, de Giovanni Aubrey Bezzi, de Emilio Di Ventimiglia o de Giovanni Maria Mastai Ferretti, también era su memoria viva.

En ese entonces no sabía que el Otro era yo.