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JOSEFINA LUDMER: LO QUE VIENE DESPUÉS






paola franqui


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Hoy concibo la crítica como una forma de de activismo cultural y necesito definir el presente para poder actuar. Uso algunos instrumentos conceptuales; uno de ellos es lo que llamo imaginación pública, que me permite leer sin categorías de autor y de obra, y fuera de las divisiones individual-social y real-virtual. La imaginación pública sería todo lo que circula en forma de imágenes y discursos; una red que tejemos y que nos envuelve, nos penetra y nos constituye. Y también una fuerza y un trabajo colectivo, que fabrica “realidad”. Para definir el presente, para poder hacer activismo cultural, pongo la literatura en lo público y la uso para ver algunas formas y movimientos de la imaginación pública, alguno de sus modos y formas de significar. Uso la literatura, que es lo que he aprendido a leer, para ver algo delpresente y poder insertar allí mis acciones culturales.

“Lo que viene después” podría ser un instrumento conceptual para pensar un presente porque recorre todas las divisiones (económicas, políticas, históricas, culturales, literarias: el después está en todas partes). El “después” es un movimiento de historización del presente, un modo de periodizar y un modo de imaginar el cambio porque traza una secuencia, se pone en un devenir, e implica una concepción dinámica de la reflexión. Me gusta hablar de lo que viene después porque es hablar de la moda donde se suceden los estilos.

Lo que viene después forma series, como si dijéramos “after post” y como dice alguien en la novela Los topos de Félix Bruzzone (2008):

“Ya imaginaba al tipo [...] hablando sobre los neodesaparecidos o los postdesaparecidos.

En realidad, sobre los postpostdesaparecidos, es decir los desaparecidos que venían después de los que habían desaparecido durante la dictadura y después de los desaparecidos sociales que vinieron más adelante” (80).

Lo post (la periodización post) como instrumento conceptual y también histórico implica que las divisiones no son tajantes ni proceden dialécticamente, porque lo que viene después no es anti ni contra sino alter, no hay un corte total con lo anterior, el pasado está presente en el presente y persiste junto con los cambios.

También podría decir que lo que viene después es un modo de vivir un presente que no puede ver del todo su futuro porque está abierto e indecidido; a lo que viene después le cuesta imaginar el después. No puede ver el futuro, pero contiene entero su pasado y lo sueña todo el tiempo; él mismo es el pasado con algo diferente.


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Quiero ver entonces lo que viene después en la literatura, en algunas escrituras que constituyen ahora mi campo de lectura. Concibo la literatura hoy no solo como uno de los hilos de la imaginación pública sino también como una práctica minoritaria en el interior de la cultura de la imagen, y como parte de la industria de la lengua. Y pienso que, literariamente hablando, estamos en las escrituras que vienen después de las de los clásicos latinoamericanos del siglo XX: después de los años 60 y 70’s.

Dicho de otro modo. Lo post (lo que viene después) sería el modo en que se podría imaginar el objeto y la institución literaria hoy porque es un modo de pensar el cambio en las escrituras de los últimos años: en el formato, en el soporte, en el modo de producción del libro, en el lugar del autor, en los modos de leer, en el régimen de realidad o de ficción, y en el régimen de sentido. Pero, y esto es crucial, lo post implica que estos modos nuevos  conviven con los anteriores y se influyen uno al otro. Lo anterior está presente en lo actual porque la periodización post no hace divisiones tajantes: no es anti ni contra.

El cambio central, que parece producir los otros, es el cambio en la tecnología de la escritura (el pasaje de la escritura en máquina de escribir a la escritura en computadora). Las tabletas y libros electrónicos implican otros modos de distribución y circulación de la literatura. Y otra tecnología y soportes de la escritura cambian no solo la producción del libro y la lectura sino la cultura misma.

Con los cambios tecnológicos y económicos, y los cambios en los modos de leer, defino al presente como lo que viene después de los años 60 y 70’s, después del boom latinoamericano que nos dejó los clásicos del siglo XX. Me interesa entonces ese momento para poder pensar el presente como “lo que viene después” de la cultura del libro y de la biblioteca.

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Los años 1960/70 fueron el último avatar de la cultura del libro, dice Georges Steiner en “Después del libro”. En los años 60, en Argentina, los libros eran nacionales y se exportaban; la era de las naciones es también la era de las editoriales nacionales. Borges, Rulfo, García Márquez, pero también Cortázar, Puig y Onetti fueron publicados por Fondo de Cultura, Emecé, Sudamericana, Jorge Álvarez o Losada (y Seix Barral en Barcelona). Las editoriales nacionales en que se publicaron entre los años 40 y 80, y que exportaban literatura, fueron absorbidas en los años 90 por empresas españolas y globales, y la última noticia en esta dirección es que María Kodama firmó con Randon House-Mondadori por la obra completa de Borges por algo así como dos millones de euros. En el pasaje de las editoriales nacionales a los conglomerados se hace visible la fusión entre lo artístico –literario- y lo económico global.

En la obra de Borges, Onetti, Cortázar, Puig, Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa y Roa Bastos pueden verse formalmente los rasgos de los clásicos latinoamericanos del siglo XX. La identidad territorial era local y al mismo tiempo nacional: la Comala de Rulfo, el Macondo de García Márquez, la Santa María de Onetti (y también el Coronel Vallejos de Puig y las orillas de Borges). La forma clásica entre los años 40 al 80 es una conjunción entre el experimentalismo moderno del XX (formas y temporalidades narrativas) y la nación (la idea de nación, el territorio de la nación, la representación de la nación, la alegoría de la nación).

Por eso puedo decir que el dispositivo nación (identidades territoriales nacionales, editoriales nacionales), experimentación y modernización, se desarticula en el presente concebido como lo que viene después.

Las identidades de hoy son territoriales pero provisorias y diaspóricas, y por eso no pueden ser identidades nacionales. Aparece en las escrituras un tipo de territorio dominante, la isla urbana, que podría ser pensado como diferente de la nación. La imagen es la de un territorio con límites y con un subsuelo, habitado por personajes que forman comunidades diferentes de las nacionales (migrantes, freaks, travestis y muchos más).


paola franqui


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Lo que viene después (el presente que va saliendo de la cultura del libro y de la biblioteca) borra o atraviesa fronteras y desdiferencia oposiciones. No cierra el ciclo que se abrió en el siglo XVIII, cuando cada esfera (lo político, lo literario, lo económico) se definía en su especificidad, pero lo altera y lo pone en cuestión. La tendencia general actual, y no solo en la cultura, es atravesar fronteras disciplinarias (que está en paralelo con la posición liminar, adentro-afuera de los sujetos). No es que las literaturas se confundan con otras escrituras ni que desaparezcan: todavía existen las instituciones literarias, las academias, las carreras de letras, las librerías, los premios, los escritores... Todavía existen, pero la imagen es la de algo abierto y agujereado. Las esferas se abren, las prácticas cruzan fronteras y quedan en la posición de éxodo, desterritorializadas. La literatura es también otra cosa: crónica (como

Desubicados de María Sonia Cristoff o Banco a la sombra de María Moreno); testimonio (como Historia del llanto. Un testimonio de Alan Pauls); biografía (como la Biografía de Osvaldo Lamborghini de Ricardo Straface); diarios como Intemperie de Gabriela Massuh. O un post de twiter, de blog, o una escritura en cualquier calle... En síntesis, la literatura a la vez sale y no sale de la “literatura”. El movimiento central de éxodo, de desterritorialización, de atravesar fronteras y de oscilar en la frontera, puede entenderse como un movimiento “trans”, según la distinción de Brian Holmes entre transdisciplinario y antidisciplinario. Esto último, lo “anti”, era dominante en los años 60 y 70.

La literatura también atraviesa la frontera entre realidad y ficción. En los clásicos, en la cultura del libro y de la biblioteca, la ficción aparece como tensión entre una realidad histórica y algún tipo de personaje, subjetividad, familia o árbol genealógico. La historia es la realidad, y las escrituras diferencian esa realidad real (para decirlo de algún modo) de la ficción de personajes, o familias, que pueden representar la sociedad. Para los clásicos del XX, la realidad es casi siempre la realidad histórica nacional.

Hoy realidad y ficción se fusionan en la realidad cotidiana y en experiencias opacas y ambivalentes. En muchas escrituras se borra la separación: no se sabe si lo que se cuenta ocurrió o no, si los personajes son reales o no. Esta borradura forma parte del proceso general que afecta a las oposiciones binarias, un fenómeno de desdiferenciación general que se ve nítidamente en la literatura. Tienden a desaparecer oposiciones como las de literatura realista o fantástica, social o pura, rural o urbana: tiende a desaparecer el mundo imaginado y pensado como bipolar. Los binarismos se someten a un proceso de fusión y de multiplicación.

En el caso de la realidad y la ficción puede verse cómo funciona ese proceso de desdiferenciación de las oposiciones: un polo “se come” al otro y se reformula. Y este es el caso de la ficción hoy, que habría cambiado de estatuto porque ya no parece constituir un género o un fenómeno específico sino abarcar la realidad hasta confundirse con ella. Es posible que el desarrollo de las tecnologías de la imagen y de los medios de reproducción haya liberado una forma de imaginario donde la ficción se confunde con la realidad (lo desarrolla Beatriz Jaguaribe, O choque do real. Estética, media e cultura. Río de Janeiro,Editora Rocco, 2007: 119). El resultado es una mezcla indiscernible, una fusión: la realidadficción.

Todo es ficción y todo es realidad: el régimen de lo que viene después cambia el estatuto de la ficción y la noción misma de realidad en literatura, que deja de ser meramente una “realidad histórica” y se hace puro presente y pura “realidad cotidiana”: una categoría capitalista y tecnológica. La realidad histórica pierde el estatuto absoluto de realidad que tenía en los años 60 y 80, cuando Historia se escribía con mayúscula, y aparece una realidad construida, ambivalente, opaca, como dice Florencia Garramuño (en La experiencia opaca. Literatura y desencanto (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009).

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Cuando la ficción invade todo, el mundo es penetrado por una ficción sin autor, dice Marc Augé en La Guerre des rêves. Exercises d’ethno-fiction (Paris, Editions du Seuil, 1997:155). Al desdiferenciarse ficción y realidad, al aparecer la fusión que es la realidadficción, cambia el lugar y el estatuto del escritor. El autor, cuya muerte anunciaron Barthes y Foucault en los años 60, se transforma hoy en personaje mediático y se reformula: sería un instrumento de promoción de sus libros en los medios (y esto lo impuso la TV y no internet). En un futuro cercano, los autores tendrían otra función y se ganarían la vida en conferencias, ferias del libro y eventos mediáticos. Dice Silvina Friera a propósito del auge de los festivales literarios, como el Hay Festival en Colombia o el Filba en Argentina: ¿cómo explicar este fenómeno en el que el autor se convierte en el centro de atención y atracción? Si antes un libro era el camino ineludible hacia el escritor, ¿ahora el autor es el camino ineludible hacia sus libros? (en Página /12, 27 de enero de 2012, “El auge de los festivales de literatura”) Y dice Imma Turbau, directora general de Casa de América y del festival Vivamérica (Madrid), cuenta que la eclosión de tantos eventos literarios en los que el escritor es el protagonista “tiene que ver con una época en que la imagen cada vez gana más terreno a la palabra como elemento de comunicación”.

Ya rige un desinterés por la autoría como horizonte de coherencia conceptual, y también existen experiencias de autorías colectivas como la de Wikipedia, Wu Ming, y las novelas colaborativas de los blogs. En la realidadficción y en la red habría otra propiedad y otra juridicidad para la literatura.

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Pero lo que me interesa más es el cambio en los regímenes de sentido. Entre los años 50 y los 80 puede verse cierta experimentación temporal y narrativa: era difícil leerlos cuando aparecieron por primera vez, y hoy todavía es difícil leer Pedro Páramo de Rulfo, La ciudad y los perros de Vargas Llosa, o La vida breve de Onetti. La experimentación hacía difícil el sentido: había que descifrarlo. Un sentido denso o que se densifica con juegos temporales y narrativos: en Conversación en la catedral se superponen a veces cuatro diálogos diferentes, de diferentes tiempos y personajes; en Pedro Páramo hay que descifrar las situaciones, no se sabe quién habla.

Ese régimen de sentido contrasta con el de las escrituras que vienen después: hoy se leen escrituras sin metáforas. El lenguaje se hace transparente, visual y espectacular. Pierde toda densidad para ir directamente a las cosas y los actos. La escritura trata de producir imagen visual porque la imagen es la ley: la sight machine domina la imaginación pública. La imaginarización de la lengua parece ser un fenómeno totalmente diferente de las formaciones clásicas como la comparación, la metáfora, la alegoría y el simbolismo. No es un fenómeno retórico, pero aparece como otra dimensión que se le añadiría al significante, al significado y al referente, precisamente su capacidad o facultad de hacerse transparente y “hacer imagen visual” o “realidad”. César Aira ve claramente esa tendencia en su ciencia ficción del 2000 El juego de los mundos: en el futuro desaparece la literatura para ser totalmente traducida a imagen. La construcción de imagen termina con la diferencia entre buena y mala literatura y ahora, dice el Aira futuro, leer es ver pasar imágenes.

La transparencia verbal produce un sentido que hace ver, rápido y accesible a todos, a veces engañosamente simple. Una lengua transparente, pura superficie sin adjetivos, como en Varadero-Habana maravillosa de Hernán Vanoli (Buenos Aires, Tamarisco, 2009), y un sentido plano, directo y sin metáfora, como dice Tamara Kamenszain en La boca del testimonio. Lo que dice la poesía (Buenos Aires, Norma, 2007), pero totalmente ambivalente. Puede ser usado en una u otra dirección: puede ser dado vuelta. La comunicación transparente y el sentido ambivalente son algunos rasgos de estas escrituras del presente que llamo postautónomas y que trato de entender para poder imaginar alguna acción cultural. Pero insisto en esto porque es crucial para esta reflexión: las formas del pasado están en el presente.

En la imaginación pública y en la literatura, lo que viene después es un instrumento conceptual que nos permite pensar un régimen literario, un régimen de ficción (o de realidad), un régimen de sentido, y un régimen de producción de “literatura”. Exhibe el funcionamiento de la literatura en la era de los medios, las redes y de la industria de la lengua, cuando los límites entre las esferas se perturban porque se producen todo tipo de éxodos y fusiones. En estas escrituras la literatura pondría en escena otros modos de leer, de pensar, de imaginar y otras políticas: en realidadficción, adentroafuera, en transparencia y en ambivalencia. Y esos otros modos son necesarios para poder hacer activismo cultural.




[Texto de la intervención de Josefina Ludmer en el seminario-encuentro Literatura y después. Reflexiones sobre el futuro de la literatura después del libro (Sevilla, 17 – 19 de abril de 2012) incluido dentro del programa de UNIA arte y pensamiento]


 

TAMARA KAMENSZAIN. EL LIBRO DE TAMAR


MATA RATA

Al poco tiempo de conocernos, impulsados por un deseo de él de buscar nuevos horizontes (sobre todo laborales) nos habíamos ido por un año a vivir a Nueva York. Y fue ahí donde me enfrenté por primera vez con una rata. A decir verdad, era un ratón, pero mi fobia extrema a esos animales no distinguía, y me temo que sigue sin distinguir, entre un ejemplar casi de juguete y un verdadero roedor adulto. Corría 1975 y nos habían prestado un departamento destartalado en pleno Greenwich Village. Allí mi ex, en un claro acto de amor, tomó una escoba y mató al bichito –en criollo tranquilizador “la laucha”– que me tenía espantada. Mientras un mini-cadáver se estrellaba en la esquina de Mc Dougall y Bleecker, nuestra relación se fortalecía. Hacer algo para que el otro nos quiera, se me aparece, ahora que la evoco, como una intervención valiente: había que dejar de esgrimir argumentos inteligentes que fascinaran a nuestro interlocutor literario y pasar al acto esgrimiendo una escoba.

Seguramente mi ex al escribir “Tamar”, además de combinar con gracia bolsones semánticos que solo yo puedo llegar tal vez a desentrañar (en ese sentido parece tratarse más de un mensaje velado que de un poema propiamente dicho), sin ninguna duda también había evocado aquella escena de amor neoyorquino.

Lo que ya no pudo fue llevarla a cabo por segunda vez. Aunque, seguramente, como me lo muestra a todas luces esta nueva lectura que hago quince años después, hubiera querido hacerlo. ¡Si hasta dibujó la rama que en este caso sustituiría a la escoba! Y no se trata de un dibujo más, como aquellos entrañables bocetos de Eduardo Stupía que muchas veces acompañaron las ficciones que él escribía. En vez de la juvenil escoba de alquiler temporario, ahora lo que realmente se necesitaba era una rama arrancada del propio hogar. Una de las tantas que había en el patio-jardín de la casa donde habíamos convivido con nuestros hijos durante tantos años y de cuyas vicisitudes cotidianas yo había quedado a cargo. Parece ser que había que atar la rama para matar a la rata mientras en ese mismo acto se mataba una tara y se rearmaba la trama del amor. ¿Pero quién lo tenía que hacer? Por ahora creo entender que el hablante del poema “Tamar” parece estar dirigiéndose a sí mismo en un urgente imperativo donde hasta se impone, bajo signos de admiración, la tarea a todas luces imposible de arar el mar.

En fin, mientras voy descifrando el mensaje anagramático por esta vía, todo parece empezar a aclararse, pero, en aquel momento, todo era oscuridad.

Cuando él se fue, las noches se me complicaron. En la soledad de la cama matrimonial, una serie de ruidos extraños que antes nunca había percibido empezaron a emerger del techo y de las paredes como si hubieran estado desde siempre agazapados en el adn de la casa esperando esa oportunidad para hacerse presentes.
Después de varias noches en vela con el oído aguzado, diagnostiqué “ratas” usando la palabra que despertaba todos los decibeles de mi fobia. Así fue como al poco tiempo de que la separación se hubiera consumado, entré en pánico y desesperación, mientras a mis amigas les hacía gracia que me tomara tan en serio el merodeo de un animal que permanecía agazapado –más miedoso él que yo, decían ellas– en el techo. En ese sentido parece ser (me doy cuenta recién ahora) que el único que pescó algo de mi sentimiento de miedo y desamparo fue mi exmarido. Una de las pocas veces que conversamos telefónicamente en esos días por algún asunto relacionado con nuestros hijos, le comenté que en la casa había ratas. No me acuerdo qué me contestó, pero a los pocos días deslizó la hoja A4 debajo de la puerta.

ARMA TRAMA

 Lo de los roedores se solucionó relativamente rápido con una gata que me traje del Botánico y una nueva analista que interpretó todo lo que cabía interpretar hasta matar mi propia tara.

 Nunca le comenté nada a mi ex acerca de “Tamar” porque, como decía, el papel quedó olvidado en el fon do de un cajón. No sé si él esperaba alguna respuesta, tal vez no. En todo caso, ¿qué podría haberle respondido? ¿Correspondía una devolución literaria, de esas que solíamos propinarnos mutuamente cuando el otro terminaba un texto? De hecho, así había empezado nuestra relación. Cuando nos conocimos, por la mediación de amigos celestinos, yo estaba terminando de escribir mi primer libro mientras él ya era un consagrado precoz que a los 27 años portaba la cucarda de dos premios literarios importantes (el Paidós y el Monte Ávila).

Cuando le comenté que no lograba darle un orden a la suma de textos que conformarían mi libro, como arma de seducción él se ofreció rápidamente a ayudarme. Así fue como inauguramos un trabajo en colaboración que mantuvimos durante años. Antes de entregar un original a la editorial esperábamos las sugerencias del otro. Mi ex mantuvo esa costumbre incluso más allá de nuestra separación. Yo, en cambio, unos años antes  de ese acontecimiento, necesité liberarme del ojo crítico de él para entender mejor cuáles eran mis propias limitaciones y preferí que leyera mis libros después de publicados. (Según mi analista de ese entonces, liberarme de esas críticas fue un paso para liberar mis propios escritos de algunas ataduras retóricas de las que yo misma me quejaba).

Eran épocas en las que la costumbre de concurrir a un taller literario todavía no estaba naturalizada. De hecho, nuestra generación los empezó a implementar tímidamente como un medio de supervivencia, pero con la secreta convicción de que se trataba de algo un tanto espurio. Como el enemigo por entonces eran para nosotros los “temas”, los “referentes”, los “contenidos”, resultaba difícil sortearlos si uno quería a la vez trasmitir alguna enseñanza de escritura. Yo, por ejemplo, escribí en 1977 un texto en el que publicitaba mi “laboratorio de escritura” abriendo paraguas de antemano: ofrecía, usando la metáfora del laboratorio, lo que yo creía era una opción más cool, una especie de intermedio entre el grupo de estudios (formato que sí valorábamos en ese entonces) y el taller literario.

Pretendía, no sé bien de qué manera, pasar información teórica al mismo tiempo que daba a los participantes una devolución de lo que producían. Se ve que quería preservarme de tener que meter mano en esos “contenidos” comunicables que latían en el corazón de los escritos ajenos. Mi coraza era la teoría y quería parecerme más a Masotta con sus exitosos grupos de estudios que a algún escritor norteamericano enseñando en el writing program de una universidad. Por ese entonces yo llamaba con desprecio “pragmatismo norteamericano” a una práctica que con los años entendí hasta qué punto servía para interrumpir de cuajo el malsano solipsismo que suele atacar a los escritores.

 Ahora bien, como nosotros mismos no concurríamos a talleres (de hecho, tampoco los había) pero la necesidad de mostrar lo que escribíamos y recibir alguna devolución se nos imponía como a cualquier mortal, lo hacíamos dentro del círculo cerrado del grupo, sin la mediación de alguien con más experiencia y menos intereses creados. También había otra opción: transformar a la pareja en un taller literario. Eso hicimos durante años mi ex y yo con resultados disímiles.

Otros también parecen haberlo hecho. Ricardo Piglia, en sus Diarios, se queja de que Josefina Ludmer, quien por entonces era su pareja, le hubiera criticado un texto después de publicado: “Con Iris, antes de dormir, extraña sensación cuando ella me critica (cuando ya no hay arreglo) ‘El fin del viaje’. Lo peor es que tiene razón, todo relato se puede mejorar. Me afirmo, sin embargo, en el entusiasmo de Saer por el cuento, sobre el que me escribe una carta muy generosa”. Aquí Josefina –cuyo nombre completo es Iris Josefina Ludmer– aparece como Iris. Según la situación que narre, Piglia juega con esa duplicidad aludiendo a “Josefina L.” como alguien que es parte del mundillo literario, o a “Iris” cuando se refiere a la intimidad de la pareja.



Entre esos dos personajes de la ficción autobiográfica, es Iris quien critica, “cuando ya no hay arreglo”, dejando en su interlocutor “una extraña sensación” que lo lleva a ampararse en el afecto y la generosidad del amigo.

 En la vereda opuesta Ted Hughes, en Birthday Letters, libro de poemas enteramente referido a su relación amorosa con Sylvia Plath, narra cómo criticó, en una revista universitaria, un poema de Plath antes de conocerla, con el fin secreto de seducirla: “más para alcanzarte/ que para reprocharte, más para establecer contacto/ a través de la ajetreada astronomía/ del balancín de los estudios superiores/ o la socialización, a un nivel más bajo, que para corregirte/ con nuestros arcaicos principios preparamos/ un ataque, una mutilación, riéndonos”. Es posible que, como Hughes, también Iris haya querido, a su manera, poner a funcionar una maquinaria crítica como arma de seducción. En este caso esa maquinaria –que Ricardo Piglia siempre admiró tanto– le pertenecía a Josefina L. Sin embargo, parece ser que por fuera de la literatura, en la intimidad de la pareja que él invoca en sus Diarios, Piglia necesitaba contar, para armar la trama del amor, más con la dama del nombre secreto que con la escritora del nombre público.

 De todos modos, ya sea con Iris o con Josefina, ya sea con Tamara o con Tamar, hacer del tallerismo en pareja una instancia del amor no es tarea sencilla. “Ya no hay arreglo”, afirma Piglia casi como diciendo, lacanianamente, que “no hay relación sexual”. Porque una absoluta empatía con el texto que escribe nuestro partenaire supondría escribirlo nosotros y eso parece imposible: un desfasaje temporal nos separa siempre de lo que quisiéramos que coincida. O el texto ya estaba publicado cuando la pareja todavía no se había constituido (como en el caso Plath-Hughes) o el texto se publicó cuando la pareja se estaba consolidando (como en el caso Ludmer-Piglia) o, como en mi caso, un libro no publicado, pero sí terminado se volvió publicable gracias a la gestión de quien en realidad lo que buscaba era candidatearse para el amor.

 Sea como sea, nunca la relación tallerismo-amor aparece como simétrica o, como pide Piglia –que sí encuentra esa cualidad en el amigo–, absolutamente generosa. En este sentido, cabría preguntarse qué es lo que esperamos, en el tiempo presente de la relación, que el otro escriba si lo comparamos con lo que escribimos nosotros. ¿Queremos que se parezca a lo nuestro para así quedarnos tranquilos de que vamos por la senda correcta? ¿O preferimos que se diferencie radicalmente para que no interfiera con nuestros proyectos personales? Mi experiencia me demuestra que, a pesar de las buenas intenciones, parece imposible que no se cuelen inestabilidades momentáneas de todo tipo y, sobre todo, ese malsano intento de querer leer entre líneas para comprobar si el texto del otro dice algo sobre nosotros.

Se me dirá que algo similar estoy buscando yo ahora en “Tamar”. Sin embargo, acá la situación parece revertirse. Por primera vez un texto de mi ex, aun estando dedicado a Marta Marat, está realmente dedicado a mí. La dedicatoria “a Tamara Kamenszain” en el libro Cavernícolas es una marca más en la historia literaria de ese libro que les pertenece por entero a sus lectores. En cambio “Tamar” viene cerrado con una contraseña de cinco letras que solo yo conozco. En ese sentido, estaríamos ante un texto que no pide ser leído en los tiempos reales de un taller matrimonial. No cabe duda de que cuando él deslizó la hoja A4 debajo de mi puerta no pretendía recibir de mí una devolución literaria. De hecho, nunca sabré qué pretendía realmente porque ninguno de los dos sacó jamás el tema. Ahora, pasados tantos años y con la mediación de su muerte, una temporalidad póstuma me encuentra en la necesidad de digitar la contraseña y abrir ese inédito, porque si “Tamar” era para mí, tengo que ser yo quien lo publique sin que él se entere.

Cuando nosotros nos leíamos mutuamente, solíamos propinarnos críticas del tipo “esto tiene buen ritmo” o “acá repetís palabras” o “esto suena muy borgeano”, haciéndonos siempre los desinteresados respecto de los secretos escondidos detrás de la trama del texto, esos en los que habita la otra trama: la del amor. Ahora estoy ante una experiencia opuesta. Me estoy esforzando por entrar en los secretos (¿“bolsones semánticos”?) que hicieron de nosotros no solo una pareja de escritores sino, sobre todo, una pareja como cualquier otra. A ver si, pensándolo de esa manera, me resulta más fácil desclasificar este archivo y abrirlo al público

 

En: El libro de Tamar
ETERNA CADENCIA, mayo, 2018