En la escritura de
Ángel Cerviño los poemas comparten una mirada poética y una perspectiva
propias, la de un yo diseminado que se manifiesta en una suerte de
contradictoria y visionaria impersonalidad, y que es capaz de registrar,
juntos, el tiempo suspendido y desconcertado de las señales inciertas de la
existencia. Un tiempo que se hace presente, aunque este sea indescifrable. La
trama de su poesía se teje con las huellas de unos poemas que quieren recuperar
la duración, apariciones numinosas como núcleos básicos de la expresión, que ni
buscan ni delimitan un sentido definitivo, en cuanto se disponen dentro de una
lengua que las dice sin traicionar ni renunciar, en el acá, a su más allá. El
juego lingüístico y combinatorio da lugar a un sustrato topológico del sentido,
pero no hay identidad para sus significantes, pues al margen de lo que puede
considerarse sentido, hay realidad, evidencias, procesos, pequeños cuentos mínimos
sin argumento.
En Poco Lázaro, y más allá de la figura bíblica, se da voz a quien, volviendo a la vida, va vertebrando su mente y su propia conciencia, a alguien que se encuentra sumido en ese estado de vigilia o de sueño, en ese momento de “duermevela” (así lo define el propio Cerviño) que establece una especie de situación intermedial en la que esencialmente se establece un sistema o código sígnico que se emplea para transmitir información y que genera una representación de la realidad. Surge así un frenético y paradójico movimiento que produce cambios en las formas de representación de la realidad, pues al cambiar nuestra percepción del mundo y la forma en que habitamos en él, cambian las maneras de representarlo. La intermedialidad entendida como una combinación de medios y maneras, de modos y de voces. Lázaro se levanta y anda, y habla y piensa, y dice. Se enfrenta al mundo y oye el parloteo de las voces. Es el punto de vista del muerto que se ve ahora y desde fuera, en ese espacio teatral intermedio y de tránsito que representa el guardarropa, allí donde nos despojamos de lo que nos cubre y esconde. Un espacio poético entre la vida y la muerte, de tránsito o suspensión (tal y como lo define Francisco Layna), un pensar en y desde la muerte más que el hecho mismo de la muerte. Justo ahí, entre el velar y el desvelar se asienta este Lázaro cerviniano, en la yacente figura de la ensoñación y el duermevela, en el diván poético del psicoanalista donde se libera el habla y se le da carrete a la lengua.
En [Campos de urnas], en la coda del poema dice EL MIMETISTA: en un trance similar yo también he visto pasar la vida entera en un instante / pero no era la mía. Y al lector le vienen a la mente las sepulturas y cementerios etruscos que imitan ciudades y casas con profusión de elementos estructurales, pero mientras que para los etruscos era “ciudades eternas”, en Poco Lázaro semeja más el proyecto o el diseño de algo por llegar aún, pues mientas aquellos muestran el más allá de la muerte, Lázaro se (ex)pone al más acá de esa misma muerte, al tránsito y al trance. Es ese viento (que) bisbisea en el oído del ciego, el del vértigo de la ceguera y del abismo. Y al lector también le vienen a la cabeza esas dos tintas dibujadas por el monje y calígrafo japonés Ekaku Haikun de ciegos cruzando un puente de un solo tronco sobre el abismo, un camino de madera que no llega al otro lado, que está suspendido cerca pero no alcanza el otro lado, una senda que lleva al vacío, vacíos que se solapan y donde lo importante, sustancial y decisivo es el trance de llegar. Ciegos videntes o profetas que, en el espíritu de su visión, parecen dibujar el negativo de un pliego de cordel donde las imágenes se rinden al oído y al pensamiento. Tanto la vida interior como el mundo flotante a nuestro alrededor son como ciegos que vagan sobre un puente.
Patapúm / el mundo suena / canturrea sus décimas y a las horas da la fiebre / despacha un colibrí en cada aliento / relincha sus álgebras campo a través / ceba las trampas de pasos con festividades locales y trajín de pájaros / las tardes de lluvia enhebra el morse en los aleros (sin un ¡oh! ni un ¡ay! las pisadas de la garza) / ataviado de madrastra puede bailar la noche entera / no le molesta improvisar / cuando se murria en otoño las tres personas del verbo son tres húmedos hocicos en el hueco de su mano lameteando / grazna con desgana si el fin se acerca (1) / y entonces hay que correr sin preguntar.
(1) El fin del mundo se anunció con unas notas de cha-cha-chá por la megafonía / en los prados las vacas arden sin pestañear.
Esta pieza lo deja y pone sonoramente en claro. El ritmo es un ruido secreto, el patapúm del mundo que suena, el ir y venir del ritmo tipográfico del tejido del poema y del goce mismo y propio del lenguaje, del lienzo visual y espacial que dibuja la escritura. Por eso las barras diagonales que señalan el corte versal, la ambigüedad entre la poesía y la prosa, y dónde están o se sitúan cada una de ellas. Suya es la repetición y la permuta, las citas de libros anteriores, las sucesiones recursivas donde lo dicho y escrito se define a partir de lo anterior, de lo antes escrito y de lo antes dicho en una especie de herencia, de transmisión textual patrimonial, incluidas las deudas y las dudas. Su modo es el sampleado, fragmentos y versos ya creados, escritos para usarlos como base o para añadir texturas nuevas o levantar nuevas composiciones. Y su manera es la remasterización (resemantización al decir de Layna), versiones actualizadas y mejoradas, nuevas y refinadas adaptaciones. En Poco Lázaro se modifica o amplía la escala, se mejora la resolución de las texturas, se pone en marcha un motor lingüístico más actualizado, se aumentan la resolución textual: / palabra por palabra eso está escrito y no seré yo quien lo desdiga / al fin y al cabo todos tuvimos una infancia y cada uno sopla como puede su fantasma / desganas ya no quedan, pues así nos lo dice el empleado de la funeraria, pero ya estaba en Kamasutra para Hansel y Gretel. Sea, acaso, la permanencia y novedad de lo escrito. Ángel Cerviño establece y levanta así su propio género de habla, siendo el habla la realización individual de la lengua (Bajtín dixit): enunciados concretos y específicos que se producen en las diferentes esferas de la vida humana, y que están marcados por su forma, contenido y estilo, una variedad de géneros discursivos: dialogismo, heteroglosia (el lenguaje está lleno de diferentes "voces" y discursos), intencionalidad, el uso particular de la lengua que hace el hablante, y una composición que depende, además del propósito y del contexto, del lector.
Ese espacio de tránsito y de suspensión, esa escritura en suspenso que configura y conforma Poco Lázaro, suscita y provoca al lector a formular su lectura y enunciar sus propias preguntas, cuestiones que alcanzarán respuesta, acaso, en la tensión misma de la lectura, en ese juego de ir y venir de arriba abajo, del dentro al afuera. Como apunta Francisco Layna en el necesario prólogo de este libro: Me escribe el autor: “el libro se va armando delante de los ojos del lector. El espectador llega a la sala, se sienta, pero no empieza la obra, empiezan los ensayos, martillean los de atrezzo, se pelea la diva con un figurante, los extras hacen huelga y se sientan a almorzar, critican al director… Pasa el tiempo y la obra no acaba de empezar, o quizá ya ha terminado”. Quien aquí venga y tenga butaca reservada, deberá vencer las resistencias del lenguaje y de la realidad, olvidar la “coquetería del corte versal”, dejar de lado los límites del sentido y de la fea inteligibilidad o la facilidad de los sentimientos en favor de la tensión tonal de las notas que forman parte de la estructura de acordes y de intervalos que se extienden en y a través de su personal armonía: MI MADRE DESDE EL TENDAL DEL PATIO: dejadlo estar /es poesía de datos / la emoción no apremia. En el vasto decorado de la realidad, y como dijera ya hace tiempo Hegel, “la vida del espíritu no es la vida que se espanta de la muerte y que se mantiene pura ante la desolación, sino la que soporta la muerte y se conserva en ella”.
