Mientras estoy buscando información y hallando la confirmación en distintos autores acreditados sobre el calentamiento del planeta y la desaparición de las estaciones intermedias, me pregunto cómo reaccionará un día mi nieto, que no ha cumplido todavía dos años y medio, cuando oiga pronunciar la palabra «primavera» o lea en la escuela poesías que hablen de las primeras languideces otoñales. Y cuando sea mayor, cómo reaccionará al escuchar las Estaciones de Vivaldi? Tal vez vivirá en otro mundo al que estará perfectamente adaptado y no sufrirá por la falta de primavera, ni por ver madurar las bayas por error en inviernos calurosísimos. En realidad, cuando yo era pequeño no tenía ninguna experiencia de dinosaurios y, sin embargo, conseguí imaginármelos. Tal vez la primavera es una nostalgia de anciano, como las noches pasadas en los refugios antiaéreos jugando al escondite.
A este niño que crece le parecerá natural vivir en un mundo donde el bien principal (ahora ya más importante que el sexo y el dinero) será la visibilidad. Donde para ser reconocidos por los demás y no vegetar en un espantoso e insoportable anonimato se hará cualquier cosa con tal de salir en la televisión, o en los medios que por entonces hayan sustituido a la televisión. Donde cada vez más madres integérrimas estarán dispuestas a contar los más sórdidos asuntos de familia en un programa lacrimógeno con tal de ser reconocidas al día siguiente en el supermercado y firmar autógrafos, y las jovencitas (como ya ocurre hoy) dirán que quieren ser actrices, pero no para convertirse en la Duse o la Garbo, no para recitar a Shakespeare o al menos para cantar como Josephine Baker vestida solo con plátanos en el escenario del Folies Bergère, y ni siquiera para brincar airosamente como las veline de antes, sino para ser azafatas de un concurso de televisión, pura apariencia sin ninguna formación artística.
Alguien le contará entonces a este niño (quizá en la
escuela, junto a los reyes de Roma y la caída de Berlusconi, o en películas
históricas tituladas Érase una vez la Fiat, que Cahiers du cinéma
llamarán prolet, copiando el modelo de los «peplos») que desde la Antigüedad
los seres humanos han deseado ser reconocidos por la gente que los rodeaba. Y
algunos se esforzaban por ser amables camaradas nocturnos en el bar, otros por
destacar en el fútbol o en el tiro al blanco en las fiestas patronales, o en
explicar que habían pescado un pez enorme. Y las chicas querían que se fijasen
en el gracioso sombrerito que se ponían el domingo para ir a misa, y las
abuelas querían ser conocidas como la mejor cocinera o modista del pueblo. ¡Y
ay si no hubiera sido así! Porque el ser humano, para saber quién es, necesita
la mirada del otro, y cuanto más le ama y le admira el otro, más se reconoce (o
cree reconocerse); y si en vez de un solo otro son cien o mil, o diez mil, mucho
mejor, se siente completamente realizado.
De modo que, en una época de grandes y continuos
desplazamientos, donde todos añoramos el pueblo natal y el sentimiento de
arraigo, y el otro es alguien con el que nos comunicamos a distancia por
internet, parecerá natural que los seres humanos busquen el reconocimiento por
otras vías, y que la plaza del pueblo sea sustituida por la platea casi
universal de la televisión o de lo que la haya reemplazado.
Sin embargo, lo
que tal vez no lograrán recordar ni siquiera los maestros de escuela o quienes ocupen
su lugar es que en aquel tiempo antiguo existía una distinción muy rígida entre
ser famoso y estar en boca de todos. Todo el mundo quería ser famoso como el
arquero más hábil o la mejor bailarina, pero nadie quería que hablaran de él
por ser el cornudo del barrio, el impotente declarado o la puta más
irrespetuosa. En todo caso, la puta pretendía hacer creer que era bailarina y
el impotente mentía contando maravillas de sus aventuras sexuales. En el mundo
del futuro (se parecerá al que ya se está configurando hoy) esta distinción
habrá desaparecido; se estará dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que
le «vean» y «hablen de él». No habrá diferencia entre la fama del gran
inmunólogo y la del jovencito que ha matado a su madre a golpes de hacha, entre
el gran amante y el ganador del concurso mundial de quién la tiene más corta,
entre el que haya fundado una leprosería en África central y el que haya
defraudado al fisco con más habilidad. Valdrá todo, con tal de salir en los
medios y ser reconocido al día siguiente por el tendero (o por el banquero).
Si a alguien le
parezco apocalíptico, que me diga qué sentido tiene ahora ya (incluso desde hace
decenios) ponerse detrás del tipo del micrófono para que te vean saludar con la
manita, o acudir al concurso televisivo La zingara seguros de no saber
siquiera que una golondrina no hace verano. Qué más da, serán famosos.
No soy
apocalíptico. Tal vez el niño del que hablo se hará seguidor de alguna secta
cuyo objetivo sea el ocultamiento del mundo, el exilio en el desierto, la
sepultura en el claustro o el orgullo del silencio. En realidad, ya ocurrió en
el ocaso de una época en que los emperadores empezaron a nombrar senador a su
caballo.

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