EXTRAVÍOS
Todavía sigue en pie
el
hotel de París donde Vallejo
vivió
una temporada con Georgette.
Las
arañas de rincón representan la nostalgia de infinito.
Mis
amigas ya son abuelas, pero mis amigos
siguen
haciendo el mismo tipo de comentarios
que
hacían después de levantarse del suelo,
jurando
que no volverían a tomar.
La
nieve cubre nuevamente la cordillera,
y
me pareció que a alguien podría interesarle:
los
gatos se escuchan por la noche
cuando
uno espera la llegada de los malandras
de
los que es imposible seguir culpando al régimen.
Los
fuegos artificiales ya no son juegos de niños.
La
medicina es un campo minado, pero el paisaje no
tiene
la culpa de los adjetivos que sus fanáticos
le
cuelgan, tal vez lo que quiero decir no sea más
que
esto: haría falta un soneto a la luna,
un
auto de fe para enjuiciar a los que intentan
respirar
bajo el agua, a los intentan apoyarse en el viento,
permítanme
elogiar a los que ven en el humo de las fábricas
el
nombre de los que las mantienen funcionando:
las
espléndidas ciudades son una farsa
cuando
sólo se respira con los pies.
Hay
que pagar el arriendo, hay que dejar
escrita
la tragedia de estas hojas.
La
gramática no guarda ninguna relación
con
que hayamos mirado las estrellas.
Los
que saben lo que quieren
van
al quiosco y lo piden con buenas
o
malas palabras, los que a orillas del mar
dejan
que las olas toquen sus pies
y
conducen mirando por el espejo retrovisor
para
entrar a su manera en el porvenir
aparecen
en una añeja fotografía
asaltando
el Palacio de Invierno: la compré
en
una feria de antigüedades que es donde se
consiguen
ese tipo de documentos.
También
encontré: el acta de matrimonio
del
modernismo con las vanguardias,
la
dirección del Zambo Verástegui en el cielo
y
la receta para transformar
el
agua en vino tinto. Pero créanme:
a
nadie le he lavado los pies
después
de escuchar mi condena.
Ni
he tirado del mantel con los cubiertos encima.
Ni
me dejé castigar por los que deberían haberme castigado:
mojé
las estampillas, envié las cartas.
Y
ante la llama encendida recordé que toda ley es severa.
Y
sólo piedra entre las ruinas, jeroglífic0s
en
lugar de señales de tránsito:
banderas
negras flameando de noche.
Pedí
tregua y me dieron agua.
Pedí
agua y se ofendieron.
Pido
perdón pero no me escuchan.
La
cordillera permanece impertérrita.
Con
un poco más de nieve o tal vez con un poco menos
la
cordillera de Los Andes permanece impertérrita.
Un
nuevo congreso de Viena se ha reunido.
Trazan
mapas con alfileres
que
representan los territorios a repartir.
No
es nada nuevo que alguien distribuya
lo
que no le pertenece
y
justifique la urgencia de su tarea
acogiendo
a los niños a su alrededor
para
después guardarlos en un libro
donde
nadie los obligue a sonreír.
Las
pinturas más negras de Goya
son
las actas de semejante reunión.
Dicen
que las pintó con un sombrero
coronado
de velas, yo diría
que
para pintar al diablo se necesitan
las
murallas de una casa
y
una mujer joven, la noche
como
telón de fondo
pero
también
como
testigo. Un nuevo
congreso
de Viena
decide
que la Biblia es un contrato
y
los abajo firmantes
los
encargados de cumplirlo,
si
te preguntaron o no si querías
formar
parte, si leíste o no
la
hoja que tenías delante de ti,
si
pudiste o no sacarte la venda de los ojos
son
detalles que en nada empañan,
pura
semántica que no enloda
ni
beneficia el avance de los trenes
por
la llanura: los bisontes
están
allí para cazarlos,
la
tierra prometida
se
encuentra delante de tus ojos, ignorarla
sería
pecado de ignominiosa sofrosine,
no
actuar cuando deberías
haberte
levantado de esa mesa
y
proclamar con el último vaso en la mano
el
manifiesto vanguardista que escribiste
vistiendo
tu uniforme de colegio: los asistentes
trajeron
séquito y caballos
para
que las monturas
se
encargaran de detener el tiempo
y
los monteros dispararan por nosotros:
el
jardín antes que las flores.
Al
próximo congreso
asistirán
con las semillas en la mano.
Hay
congresos de Viena por todas partes.
Tayllerand,
viejo, Tayllerand,
aprende
como un apóstol
a
caminar sobre las aguas,
no
importa lo turbulentas
que
vengan en contra de tu bote.
Lo
principal es la fe, los peces
se
acercarán como nosotros
a
las redes, las mareas
serán
piadosas y los vientos
que
corren no necesitan
para
ello de tus piernas:
síguelo
y no te olvides
que
para alcanzarte
el
enemigo también
debe
acercarse: derrota
es
una palabra demasiado seria.
Los
intereses permanentes del país,
la
paz que para ser debe ser duradera:
cincuenta
años sin que te pongan
la mano encima. Y cojeando.
Un
congreso de Viena en el colegio de tus hijos.
Donde
los columpios son una amenaza.
Y
el recreo es visto con sospecha.
¿Recuerdas
los manzanazos en el ojo,
los pelotazos de plástico, las
peleas
entre gladiadores de segunda?
Podría
darte nombres y apellidos, pero en qué
ayuda
eso a nuestra causa. Podría mencionar
el
garrote vil, la inspectoría, la citación
de
padres y apoderados.
Pero
en qué ayuda eso a nuestra causa.
El
territorio francés debe permanecer intacto.
La
integridad de la nación está en juego.
El
único sobreviviente de cinco décadas de circo
sabe
que la cojera juega a su favor: el ritmo,
saber
guardar silencio, esperar
hasta que los músicos se rindan
al
cansancio. La firma es lo de menos,
lo
imprescindible
es haber entregado a tus
propios padres
para
salvaguardar para corregir para comprender
que
napoleónico es estar desterrado
(en
qué ayuda esto a nuestra causa)
sin
que vuelvan a dormir tranquilos.
EL POPULISMO DE LOS AÑOS SETENTA
esos
volúmenes que me llevaron a creer
en
las predicciones del oráculo disfrazado de
mendigo:
marineros colgando del mástil
se
mueven inflamados por el viento.
¿Cuál
es el nombre de la película?
Acuérdate
de que los leíamos sin que nadie se diera cuenta.
Los
guardábamos en una mochila que usábamos para acampar.
Excursiones
al patio de tu casa para hablar
con
propiedad del territorio. También nos echaron
del
trabajo para cumplir con los ritos imprescindibles.
Una
lámpara de noche, una botella de agua
durante
el día. Los cristales en el estómago de mi amigo
podrían
haber sido una bendición si hubiera estado aquí
para
contarlo. Entramos al futuro mirando por el espejo retrovisor.
En
vez de manejar nos alejábamos. La elección de los tiempos verbales
es
el azul de nuestras venas (estábamos muriéndonos de frío.
Esdrújula
tras esdrújula resulta imperdonable, pero no importa:
ese
libro de los astros apagados que todavía
quieres
escribir se parece a los espantapájaros
que
se yerguen en medio del trigo: sus únicos visitantes
son
aquellos a los que debería espantar. Desde
la
carretera se ve como los cuervos le hacen compañía.
Si
todavía creyera en Dios, uno podría pensar
que
la clase obrera está en el cielo.
Agregando
en voz baja algún amén
que
no sea en sí mismo una derrota.
Un
dibujo en medio de la página, destinado a dejarnos
con
la boca abierta. Los vecinos ampliaron su casa
y
cada mañana me levanto con un horizonte nuevo
delante
los ojos: conversan alrededor del quincho
producto del peso de la noche
y
el único país sin nombre, señora,
fue
el mismo donde usted nació.
Aquí
se proclama a los cuatro vientos
el
nacimiento y la muerte del intercambio
de productos, pesados en una balanza
que
entrega sus decisiones a través de un oráculo
haciéndose
pasar por uno de nuestros mejores amigos
y
está sentado a la misma mesa
donde
antes bebiéramos alcohol, pero ahora
cortamos
los versos con un hacha
y nos divorciamos de nuestras últimas mujeres
para publicarlo en la edición matutina
de los que aún no se han arrepentido:
el único problema es la
retórica de los payasos.
Están empeñados en
colgar la ropa
para que se seque en medio del invierno.
Empeñados en que las cosas se llamen cosas.
No piden que los buses de la locomoción colectiva
los
lleven gratis.
Piden que los buses de la locomoción colectiva
los lleven hasta el final de su recorrido
porque son demasiado hermosos
para
confundirse con esa plebe
que los
hace echar espuma por la boca
cada vez que la recuerdan delante de un altar:
allí reúnen velas y alimentos
para que aprendamos a
orientarnos
aquellos
que perdimos el horizonte.
Quiero volver al sur, decía el privilegio
de ser el primero en abandonarlo.
Quiero volver al sur decimos nosotros,
funcionarios
públicos sin estado, orificios
de
bala en los muros de la historia,
garabatos
con afán de verso,
números áureos
sin
hoja en medio de los bosques
ni
arco de una piedra cruzando el aire
para describir en el cielo el símbolo de la victoria:
mucho más temprano que tarde, el voluntario
desorden de los sentidos, sigan sabiendo
ustedes que oramos delante de esas calaveras.
Ni advertencia ni vaticinio
sus rostros en la punta de las estacas:
salutación del optimista,
escenas de la vida familiar
de un Balzac
sudamericano y perdido
debajo de la línea del Ecuador.
Pero igual de gordo y caradura.
MATEO 27:46-50
para irme a comprar un café
al negocio de la esquina. La esquina
es una forma de decir, porque tengo
que manejar más o menos dos kilómetros
para pedirlo. No es que no quiera caminar,
pero no hay aceras. “El negocio de la esquina”
tampoco le hace honor a esa cadena de cafeterías
que se encuentran a todo lo largo de este estado.
Al llegar a Indiana cambian de nombre. Pero no de dueño.
La chica que atiende ya me conoce, y me trae
de inmediato lo mismo de siempre. Después
me devuelvo a la casa, porque toda la pega
la hago sentado frente al computador. La escena
se repite desde hace años. La chica ya no es tan joven
y el otro día por primera vez me preguntó mi nombre.
Por primera vez le pregunté el suyo. Y ahí me contó
que iba a entrar a la universidad, que se iba a vivir
a Colorado y que ese era su último día trabajando
en ese lugar. Iba a pagarle pero me dijo
no se preocupe,
este
lo pago yo. Le agradecí, le deseé mucha suerte y nos
despedimos.
Mientras manejaba de vuelta,
el camino me pareció más largo, lleno de
semáforos
que
no había visto nunca, atestado de conductores
intentando
llegar a alguna parte. Estacioné el auto
y
me senté como siempre delante de la pantalla.
Mi
obligación es tomarme ese café.
Arrojármelo
encima. Sorberlo entre la mugre
del
suelo, preguntando por qué me has abandonado,
por
qué, Señor de las ojivas nucleares atravesando
el
cielo de esta tarde, me has abandonado.
TRES POEMAS SIN TÍTULO
I.-
La profesora recuerda los murales que veía camino a su trabajo.
La extensión de los jardines habla en
estos casos x sí misma.
Los naranjos plantados en la calle nos
recuerdan el centro de la ciudad
y un mecanismo secreto e inconfesable
para atravesarla.
Un mecanismo secreto e inconfesable
nos recuerda al inspector
que pasaba revisando los boletos en el
tren. Y a nuestros familiares
atrapados entre el mal de ojo y el
adobe. La profesora recuerda a los niños
que se orinaban para dibujar con
displicencia un círculo a su alrededor.
Y una gitana le dijo: la Ley del Padre
es irreversible y sin embargo no es tan difícil
traducir el inconsciente. Basta con
que la casa donde creciste
hoy se encuentre abandonada. Que se
haya construido un edificio
en el mismo lugar donde los perros
ladraban con tal de que llegara la noche.
Una taza de té no requiere de ninguna
explicación. Voy a leer todos los libros
del mundo aunque me pase los próximos
cincuenta años (tengo casi cincuenta)
sentado a la sombra de un árbol
dándole de comer a las palomas.
Las palomas recuerdan el camino de
vuelta. La nieve cómo caer.
A orillas de la azotea de un edificio
donde el viento sopla por obligación
los ancianos recuerdan el arte de
volar extendiendo los brazos
como un mesías sin madero, una vez que
el vértigo los vence.
O ellos se dejan vencer.
II.-
La belleza del aserrín tirado por el suelo:
ya van a cerrar el restaurante pero
están esperando
por nosotros. Épico es quedarse hasta
el final, salir
después de que hayan bajado las
cortinas
y la última micro de la noche acaba de
pasar
por la esquina donde estábamos
parados. Otra vez caminar
hasta la casa. Otra vez van a mirarnos
como miraremos
mañana a nuestros hijos. Un disco
rayado
nos obliga a permanecer despiertos.
Los bombazos
han destruido las torres de alta
tensión y esta noche
podremos cenar a la luz de las velas.
Conozco esas miradas,
el ceño fruncido de los sapos en el
charco. Pero entiendan:
ustedes también fueron felices. Yo los
vi corriendo
por una avenida abandonada a su propia
suerte.
Yo los vi trepar a los plátanos
orientales
como si estuvieran combatiendo un
enemigo
que nada tenía contra ustedes. Yo los
vi
cubriéndose la boca para que al
bostezar
no se les escapara el alma y en medio
de las asambleas
los vi redactar manifiestos con la
forma de una rosa
o una partitura: de nota en nota
esgrimían sus razones,
pétalo tras pétalo iban a cambiar el
mecanismo
para sacar las mejores fotocopias y
hacerse de una biblioteca
infinita como la querían los maestros,
proletaria
como las circunstancias lo exigían. Yo
los vi.
Estuve a vuestro lado (perdonen que
les dirija
la palabra: mi función era
despertarlos
cuando se quedaban dormidos en la
micro,
mi papel no darme cuenta, mi tarea
comprender
que las ramas secas y delgadas prenden
mucho más
rápido que los libros arrancados de
los anaqueles
pero no de la memoria. Las servilletas
están
manchadas como la sangre sobre la
nieve
y al verlas tiradas por el suelo
recuerdo esas
naturalezas muertas que sin estar
colgadas de una pared
incluían frutas apetitosas con una
mosca encima:
curtidos en el arte de hacer hora
esperamos
que algo pase en el último de los
paraderos
que todavía sigue en pie, nos
protegemos
del frío haciéndole caso a nuestros
padres
y arrojamos una piedra al agua para
que sus círculos
concéntricos mantengan prendido el
fuego: yo los vi.
Lleno del estupor que me producen
las profecías a punto de cumplirse
los vi cruzando la Alameda, capitanes
de una embarcación de mediana eslora
varada en el puerto hasta nuevo aviso.
Y cuando les comunicaron que ya podían
zarpar, que todo estaba en regla y los
marinos
se agitaban con el viento como un
campo de trigo maduro,
tuvieron que ir a buscarlos a un
lupanar
donde estaban sentados a la mesa con
sus familias.
Un pianista tocaba el piano para que
los niños
bailaran en medio de los clientes, en
esa época
entre la rosa que uno corta y la que
da
se abría un abismo por donde se
precipitaban
los pasajeros al salir de los vagones
del Metro
y el agua de las olas reventando nunca
alcanzaba la orilla ni la arena, la
Avenida
del Libertador Bernardo O’Higgins
es una prueba irrefutable pero también
es una pista, el sol ocultándose en el
horizonte
pero también los que se sientan, en
pleno
invierno, a verlo desaparecer entre
las aguas
y sienten el impulso de salir a
buscarlo:
yo los vi con un traje de dos piezas
saludar
al enemigo, sin saber que se trataba
del enemigo,
yo los vi trabajando hasta las cuatro
para no tener que ir a dormir, yo los
vi más
pájaros que alas como si el arte de
volar se demostrase
subiendo a la azotea de un edificio
desde la cual
se arrojan los ancianos para combatir
un mal que han olvidado
sin más remedio que volar para ver si
aterrizando lo recuerdan.
III.-
Los murales que veía en el camino
contaban
su propia historia, aunque no pudiera
darse
cuenta. Desperdigados en las estaciones del metro
que
conectan a la ciudad con los suburbios, a la pobreza
de
los antiguos obreros industriales
con
la indigencia de chaqueta y corbata.
Bastante
se demoraron en terminarlos:
ese
tiempo en que las fábricas
todavía
les daban de comer y en los patios
había
árboles de hoja inmarcesible capaces de soportar
la
nieve y cualquier estupidez que se diga sobre ella.
Tiempo
en el que algunos de los que pintaban los murales
eran
llevados por los guardias de turno hasta la comisaría
y
otros encaminados hasta los bares, cuando asaltar
un
banco tenía un innegable aire de romanticismo
y
ciertas palabras aún no se borraban del diccionario,
el
boleto de tren estaba al alcance de los que hasta hace poco
habrían
dado la vida por un boleto de barco, el ruido
de
los vagones oculta lo que decían
los
que estaban condenados a hablar en voz baja
incluso
en los lugares donde todos los demás
definían
la realidad golpeando con un vaso sobre la mesa,
la
historia de un país puede resumirse en esto:
alguien
pretendiendo que escucha
lo
que otros no se atreven a decir.
Todos
se bajan en la misma estación.
Recogen
sus cosas y se levantan.
El
primer pie sobre el andén
les
recuerda a sus antepasados.
El
frío con que los recibe la estación,
al
lugar de donde vinieron.
Nada
sin embargo el idioma en que pedían
otro
pedazo de pan. Nada el nombre
de
esos árboles que deshojaban
tarde
en el otoño. Ni cómo
se
decía está saliendo el sol
como
sale todas las mañanas.
Todos
se bajan cuando el tren se detiene.
Los
murales donde aparecen cargando sus pertenencias.
Los
recuerdan más hermosos de lo que fueron.
Más
necesitados de volver.
Menos
cansados de lo que estaban.
Sacan
las llaves cuando están delante de una puerta.
La
cerradura es la última estrofa
antes
de terminar el libro.
La
palabra fin,
la
última palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.