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MAURIZIO MEDO. DUBROVNIK: UNA FICCIÓN DE LA REALIDAD* (2)

 






El humor croata no irrumpe ni solicita atención, no se presenta con la cortesía de un gesto ni con la estridencia de un remate, sino que se desliza, casi a su pesar, por debajo de la conversación como una corriente fría que no busca convencer a nadie de su existencia y que, sin embargo, termina por adormecer el entusiasmo ajeno con una eficacia que ninguna carcajada lograría igualar. No es un humor que se explique, porque explicarlo sería  traicionarlo, ni uno que se ofrezca como alivio, pues su función no es consolar sino recordar, con una ironía paciente y minuciosa, que toda euforia es provisional y que toda solemnidad merece, como mínimo, una pausa incómoda.

En Croacia se aprendió temprano que la historia habla demasiado y escucha poco, de modo que la risa, lejos de ser una explosión liberadora, se volvió una técnica de economía emocional, una forma de administrar el desgaste sin llamar la atención, una sonrisa que no aspira a ser compartida y que, por lo mismo, resulta profundamente sospechosa para quien necesita confirmación constante de su ingenio. El humor, aquí, no seduce ni persuade; observa, toma nota, deja pasar, como si supiera que los grandes gestos suelen ser los primeros en desaparecer cuando cambian los mapas. Hay en esta ironía una lentitud deliberada, una negativa  a responder en el tiempo que impone el espectáculo, como si cada ocurrencia cargara consigo el peso de haber visto demasiadas promesas incumplidas, demasiados himnos variando el sentido de la letra pero sin cambiar de compás. Por eso el humor croata desconfía del énfasis, se repliega ante la emoción exuberante y considera la risa abierta una forma menor de propaganda, útil para los imperios breves y para las industrias que confunden atención con sentido. Reír, en este contexto, no es un acto social sino una estrategia íntima, una manera de seguir caminando sin hacer ruido mientras el mundo insiste en desfilar, convencido de que alguien lo está mirando. Y es quizá por eso que este humor, austero hasta parecer inexistente, termina siendo más duradero que cualquier espectáculo: porque no busca aplauso, no espera respuesta y no se ofende cuando nadie se da vuelta.

 

EPISODIO 1: Donde las murallas aprenden a reír


En Dubrovnik, ciudad en la que las las murallas se retuercen y se arremolinan como serpientes de piedra que han bebido demasiado sol y cuyos  adoquines brillan con una insolencia histórica que ningún archivo logra domesticar y los turistas tropiezan en la geografía como lectores de mapas escritos por alquimistas borrachos, el humor no comparece como ornamento ni como alivio retórico sino como sustancia primera de la existencia músculo vital catecismo sin confesor, alquimia de café negro rakija temprana y aire salobre. Aquí se comprende no por deducción sino por contagio que la risa croata se despliega como una epidemia codificada en refranes que condensan siglos de experiencia sarcasmo y administración del desastre y cada frase, cada murmullo, cada chanza, se vuelve hilo conductor de una cultura que ríe incluso cuando debería llorar.

El inat, ese orgullo obstinado del espíritu balcánico, lejos de coagularse en resentimiento, se traduce aquí en carcajada cotidiana, ironía automática, resistencia civil y estética en chiste que atraviesa cafés, callejones, y corbatas imposibles, como si fueran puentes invisibles hacia una eternidad sin solemnidad. La risa no es evasión sino forma de gobierno mínimo, una pedagogía sin cátedra que administra la cercanía permanente de la catástrofe sin convertirla jamás en religión.

Entre espresso ristretto y rakija comparece entonces el eco de Cervantes conocido secretamente como Servet, prisionero de piratas berberiscos en Argel entre 1575 y 1580, ensayando fugas que fracasan una y otra vez, murmurando versos en los que ya palpita la ironía de un Quijote todavía no nacido y observando encadenado cómo la risa sobrevive incluso al cautiverio absoluto como espuma persistente en una taza mínima de café negro. Mientras los piratas discuten con gravedad absurda la longitud de sus propias corbatas, Cervantes anota mentalmente que si el hidalgo cabalgara por Stradun Dulcinea sería eslava. La Historia conspira así para enseñar que el humor es filosofía práctica espada y escudo mapa y brújula remedio y conjura simultáneos.

Los bećarac flotan sobre plazas y tabernas mezclando insulto y elogio, deseo y burla, en una sintaxis oral que no distingue entre celebración y ataque. Los niños erigen anfiteatros líquidos en los charcos, los gatos ejercen crítica literaria silenciosa, los perros narran tragedias no solicitadas. Los taxistas abandonan turistas en callejones inexistentes y declaran con gravedad hermenéutica que la ciudad ha decidido otro comienzo. Aquí perderse es método, equivocarse es rito y la confusión sacramento, en tanto la poesía solemne permanece en las alturas, incapaz de contener la volatilidad vital de una risa que se despliega en cafés corbatas refranes y charcos.

 

EPISODIO 2: Un ensayo que no se deja archivar




No existe un acervo de chistes croatas pretenderlo es como exigir que el sauce dé uvas y aun así la tentación clasificatoria persiste porque la academia confunde perseverancia con método. El humor croata no se conserva, se ejercita, se transpira, se traga antes del desayuno con un vaso de rakija, y quien no lo hace corre el riesgo de ser observado con desprecio por un perro invisible que ladra solo por sí mismo ,como si el mundo entero fuera un teatro de abstracciones y uno apenas un actor que llega tarde al ensayo.

A diferencia de la amargura que se estaciona en la solemnidad y espera devoción con ceja arqueada, el humor croata se retuerce, tropieza, se golpea contra la pared de la historia, y se levanta agitando su abanico de ironía y proverbios. Sin esfuerzo no hay aprendizaje, pero nadie dijo que el esfuerzo no pudiera ser risible, performativo, incluso grotesco, como estudiar metafísica mientras se mastica pan rancio pensando en la última crisis municipal.

En este teatro de tensiones aparece Kusturica como orfebre del folclore exportable, afinador de acordeones simbólicos, fabricante de un humor impostado que se contempla demasiado y se vuelve postal. Frente a él irrumpe Žižek no como representación sino como detonación mezclando filosofía con chistes obscenos y teoría con la eficacia de quien arroja pólvora en las salas de profesores en los que uno estiliza, el otro desordena donde uno embalsama el otro contamina. No es una disputa estética sino epistemológica porque el humor auténtico no ilustra identidades las descompone.

Hay aves que vuelan en espiral para burlarse de la geometría. En ese punto las farmacias antiguas la de los franciscanos o la atribuida a Alighieri, dejan de ser depósitos medicinales para revelarse como habitáculos  simbólicos en los que se dispensan ungüentos contra la vecindad histórica, jarabes de paciencia, pomadas de ironía para paliar trastornos crónicos de convivencia balcánica. No curan el pasado lo vuelven soportable y risible. 

Dubrovnik deja de ser ciudad y deviene órgano palpitante corazón abierto que late con carcajadas minerales. Caminas tropiezas, bebes, escuchas, y entiendes riendo, que la risa croata no es ornamento cultural sino condición de existencia. Y si todo esto es exageración bendita, exageración porque confundir la vida con un pie de página es el único error que aquí no se perdona.

 

EPISODIO3: Nota sobre la risa cuando se le quita el cuerpo



Conviene ahora retirar el ornamento no por virtud sino por método. Si lo anterior opera por proliferación este episodio procede por sustracción deliberada. No añade resta. No celebra enumera. No ríe, observa la risa como si ya hubiese ocurrido y dejara solo un residuo conceptual. Aquí la risa no es experiencia sino objeto. No es universal no es espontánea no brota del carácter ni del clima ni de la identidad. Es una técnica de relación con la contradicción. Donde la contradicción se reprime aparece la solemnidad. Donde se administra aparece la ironía. Donde se habita aparece la risa.

Desde esta perspectiva no existen humores nacionales sino regímenes históricos de gestión del conflicto. El problema comienza cuando la risa se estetiza hasta convertirse en representación, cuando pasa a ilustrar lo que debería interrumpir. En ese punto pierde su función principal: desactivar el exceso de sentido y comienza a confirmarlo. Ya no corta decora. Ya no incomoda tranquiliza.

La corrección política no elimina el humor lo neutraliza. Produce chistes previsibles sin riesgo, sin desplazamiento, sin costo subjetivo. La risa que no compromete al que ríe es una forma menor de lenguaje, una cortesía sin efecto. Por eso cuando el humor se clasifica, se explica, se traduce, suele ser señal de que ya ha perdido eficacia. El humor verdaderamente activo no se deja explicar del todo, no por profundidad, sino porque opera antes del concepto. Cuando llega la teoría la risa ya ha hecho su trabajo.

Este texto no propone alternativa, fija un límite.No todo exceso es resistencia.

No toda risa es subversiva. A veces la risa es solo síntoma de adaptación exitosa.

El exceso anterior necesitaba este espacio seco para no convertirse en ornamento puro. Este ascetismo sería ilegible sin aquel exceso. No se corrigen se necesitan. Si antes se afirmaba que quien no ríe no participa de la ceremonia, aquí se añade con sobriedad incómoda que no toda ceremonia merece risa.

No hay cierre. No hay epifanía. Solo una pausa.

La risa si vuelve que vuelva sola. Y sin embargo todo queda dicho. Porque si este ensayo ha venido avanzando en espiral,  y retrocedido por exceso,  no ha sido para demostrar nada, sino para ejecutar una operación mínima: mostrar que la risa cuando es real no pide permiso, no solicita marco teórico, no comparece dócil ante el índice ni ante la nota al pie.  La risa acontece o no, acontece y cuando acontece deja residuos que la erudición recoge tarde como quien llega a un incendio con un cuaderno. Aquí se ha exagerado para que el gesto fuera visible. Se ha secado después para que no se confundiera con estilo. Se ha citado para no caer en el grito y se ha reído del formato para no confundir el rigor con obediencia. 

El resultado no es una teoría del humor,  una identidad cultural o  una defensa del chiste, sino una constatación incómoda: que pensar sin risa produce solemnidad y que reír sin pensamiento produce decoración. Todo lo demás —ciudades, murallas, piratas, filósofos, obispos, farmacias, proverbios, cafés— ha sido material de combustión.

El texto se cierra aquí no porque haya concluido sino porque continuar sería repetir el gesto y toda repetición de la risa es ya su domesticación. Queda entonces lo único que no puede archivarse :la interrupción.



Notas:

Dubrovnik fuera de plano


Cuando Dubrovnik fue rebautizada como King’s Landing por la liturgia del espectáculo, Lena Headey (Cersei Lannister) caminó por sus calles esperando el temblor devocional que suele preceder a las reinas de pantalla. No lo hubo. La ciudad, veterana en destronar símbolos, prefirió atender su contabilidad diaria. 

Peter Dinklage (Tyrion Lannister), según comentó en entrevistas, encontró “extraña” esa normalidad que no se arrodilla: la capital de Poniente no se comportaba como set sino como ciudad, error imperdonable para la industria.

Llegaron también Emilia Clarke (Daenerys Targaryen) con su carisma de dragón domesticado por el marketing y Kit Harington (Jon Snow) con su melancolía de héroe exportable. Esperaban reconocimiento, esa forma abreviada de amor que vende el culto al espectáculo. 

Dubrovnik, en cambio, estaba ocupada negociando con el clima, con el turismo, con su propio desgaste. No hay tiempo para la épica cuando el café se enfría y el pescado no espera.

Las declaraciones —pulidas por la prensa— insistían en el desconcierto: que nadie pidiera fotos, que los saludos no se multiplicaran, que King’s Landing no funcionara como parque temático. 

El error fue teológico. Confundieron capital con altar, ciudad con audiencia, habitantes con extras. Dubrovnik, barroca hasta la insolencia, respondió con su crítica más feroz: la indiferencia organizada. Las murallas, que ya habían visto pasar repúblicas y cañones, no distinguieron entre Cersei y una turista más; los adoquines no reconocieron a Tyrion; los gatos —críticos implacables— ignoraron a Daenerys y a Jon con idéntica elegancia.

Así quedó expuesto el dogma del espectáculo: creer que existir es ser visto, que una ciudad debe comportarse como fanbase

Dubrovnik no lo hizo. Hizo algo peor para la industria: siguió viviendo. Y al hacerlo, desnudó la ficción más cara de todas —la de la centralidad— dejando a las estrellas con nombre propio y personaje célebre frente a la única soberanía que no concede close-up: la del tiempo.

 

 Sin Medo a las cámaras

El obispo Marko Medo, titular de la Diócesis de Gospić-Senj, una jurisdicción extensa, montañosa y obstinadamente ajena a cualquier tentación de prime time, dejó caer en una homilía —sin focos, sin plano medio, sin subtítulos emocionales— que “una comunidad demasiado atenta a ser mirada acaba por olvidar qué estaba haciendo antes de posar”

La frase, dicha con la tranquilidad de quien no espera ser citado ni recompensado por su lucidez, parecía destinada a una vida breve y parroquial, pero tuvo la mala educación de funcionar demasiado bien fuera de su contexto.

Medo, claro está, no hablaba de actores con abrigos largos ni de ciudades temporalmente alquiladas por la ficción global; hablaba desde un territorio donde la fe no compite por atención y donde la visibilidad es un problema menor comparado con la perseverancia. Y sin embargo, su observación —desprovista de intención crítica explícita— resultó demoledora para cualquier economía del espectáculo: señaló, sin elevar la voz, que el deseo de ser visto no es profundidad sino distracción, y que posar, cuando se vuelve hábito, sustituye con eficacia alarmante a vivir.

Leída desde Dubrovnik, la frase adquiere un brillo casi cómico: mientras unos interrumpen la vida para demostrar que están en ella, la ciudad continúa con su rutina arcaica y ofensiva para la industria, esa rutina que consiste en no actuar, no explicar, no reaccionar a tiempo. 

El obispo, sin proponérselo, formuló así una teología perfectamente aplicable al turismo cultural y a la televisión de prestigio: no todo lo que convoca miradas merece atención, y no todo lo que importa necesita testigos.

Dubrovnik no citó a Medo, no lo compartió, no lo convirtió en lema. Hizo algo más grave para el espectáculo: siguió funcionando. Porque hay frases que no buscan viralidad y ciudades que, con una crueldad exquisita, las practican sin enterarse.


Bibliografía

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Krleža, M. (2000). Diarios. Zagreb, Hrvatska: Ljevak.

Ujević, T. (1991). Poezija. Zagreb, Hrvatska: Školska knjiga.

Marinković, R. (1998). Kiklop. Zagreb, Hrvatska: Cankarjeva založba.

Drakulić, S. (1996). Kako smo preživjeli komunizam i čak se smijali. Zagreb, Hrvatska: Algoritam.

Drakulić, S. (2004). O tijelu. Zagreb, Hrvatska: Profil.

Kiš, D. (1989). Enciklopedija mrtvih. Zagreb, Hrvatska: Grafički zavod Hrvatske.
(Autor serbio-croata; inclusión deliberada por fricción histórica y literaria.)

Ferić, Z. (2001). Mišolovka Walta Disneya. Zagreb, Hrvatska: Durieux.

Pavičić, J. (2010). Postjugoslavenski film: stil i ideologija. Zagreb, Hrvatska: Hrvatski filmski savez.

Žmegač, V. (2004). Povijesna poetika romana. Zagreb, Hrvatska: Matica hrvatska.

Biti, V. (2000). Pojmovnik suvremene književne teorije. Zagreb, Hrvatska: Matica hrvatska.

 

 * El presente texto es la continuación del que planteamos en el artículo: Dubrovnik, una ficción en la realidad el día 8 de setiembre en este blog.