LUCIANA HORVART. EL ARTIFICIO DE LA ABSTRACCIÓN: NOTAS SOBRE VERÓNICA FORREST-THOMPSON

 


Hay ensayos que se organizan para facilitar la lectura; este decidió no hacerlo y luego decidió justificar la decisión y, en un tercer movimiento menos honesto, decidió sospechar de ambas operaciones como si la mera conciencia del procedimiento bastara para absolverlo. El título nombra algo que ya no está y nombra precisamente por eso: no un libro, no un objeto localizable, sino una condición de lectura que se activa en el momento mismo en que el lector espera orientación y recibe en su lugar una demora cuidadosamente administrada.

Thompson —nombre propio reducido a función crítica— sostiene con una sobriedad que se confunde con neutralidad pero que es en realidad una forma rigurosa de ironía que el poema no existe para decir algo con claridad inmediata. El sentido no se entrega ni se oculta, sino que se distribuye con una economía severa que obliga a leer sin garantías. La resistencia a la naturalization no aparece aquí como gesto heroico ni como coartada elitista sino como disciplina formal que impide que el poema sea convertido demasiado pronto en significado utilizable (Forrest-Thomson, 1978).

Esta resistencia introduce una distinción que resulta más cruel cuanto más razonable parece. No toda comprensión es ilegítima y no toda dificultad es valiosa. Thompson separa con precisión administrativa lo que llama good naturalization de su versión defectuosa que reduce el poema a mensaje disponible. El humor de esta operación reside en su tono reglamentario. No se prohíbe entender. Se regula el entusiasmo interpretativo.

De aquí se pasa a una idea contigua que no profundiza sino desplaza. Comprender no siempre equivale a leer bien. Hay lecturas rápidas que funcionan como atajos y atajos que funcionan como formas menores de violencia. El poema no está obligado a colaborar con nuestras destrezas críticas y cuando lo hace puede estar renunciando a su propia especificidad.


Este movimiento explica afinidades visibles, aunque rara vez declaradas. En Charles Bernstein la lección se vuelve explícita y polémica. En Lyn Hejinian se convierte en principio estructural donde cada oración abre la siguiente sin cerrarla. En Ron Silliman adopta forma serial y rechaza la clausura temática. En John Ashbery opera como transparencia desplazada que parece ofrecer sentido mientras lo retira con cortesía. En todos ellos la influencia de Thompson no es doctrinal sino técnica. Se trata de impedir que el poema se vuelva pedagógico.

Aquí el ensayo comienza a imitar sin pedir permiso. Las frases se extienden porque terminar sería una forma de simplificar. Cada afirmación se corrige por adición más que por negación. El texto no progresa. Se desliza. Esta deriva no responde a indeterminación sino a exceso de cuidado. Explicar menos sería engañoso. Explicar más sería traicionar el método.

La ironía hacia el lector se vuelve entonces una estrategia formal. Se lo supone competente, pero no central. Se confía en su resistencia más que en su satisfacción. La crueldad deadpan se formula sin énfasis: un texto fracasa no cuando no se entiende sino cuando se entiende demasiado bien (Forrest-Thomson, 1978).

Y así se llega a algo que se parece a una conclusión sin serlo porque cerrar sigue siendo otra forma de apresurarse. La abstracción resulta necesaria y no basta. La claridad resulta deseable y peligrosa. El poema debe resistir y quizá no haya poema alguno o quizá siempre lo haya aunque no donde lo estamos buscando. En este punto alguien podría preguntar de qué se hablaba al comienzo y la respuesta más honesta sería esta misma frase que no repite la primera pero insiste en ella. Todo lo anterior ha sido una explicación bastante clara.



PARA COMPRENDER A THOMPSON Y NO MORIR EN EL INTENTO





Si algún lector, seducido por la vana ilusión de que hojear un índice, subrayar frases aisladas y leer epígrafes estratégicos bastará para aprehender la obra de Thompson como si fuese un manual de instrucciones de relojería astronómica capaz de predecir mercados, política y la conducta felina aristocrática (Borges, 1962; Adorno & Horkheimer, 1944), convendrá reconocer que tal expectativa es infantil, porque la claridad prometida no es sino un artificio cínico, diseñado para humillar a quienes buscan una poética de la transparencia, como si la literatura se debiera servir masticable y pre-digerida (Eco, 1979; Barthes, 1977). Cada nota marginal opera como nodo de intertextualidad compleja, donde convergen ecos de sátira, teoría crítica y cultura pop (Deleuze & Guattari, 1980; Monty Python, 1971), y cada hipertexto actúa como un recordatorio de que la simplificación es enemiga del pensamiento riguroso, burlándose de la literatura que aspira a ser inmediata y complaciente.

Intentar construir jerarquías interpretativas mediante axiomas, taxonomías o análisis estructural se transforma, bajo la teoría de sistemas aplicada al texto (Luhmann, 1995; Thompson, 1983), en un mapa que reproduce su propio desorden, donde analogías imposibles —como un minotauro dictando la pragmática de los cócteles mal servidos mientras repasa tratados ficticios de narratología— funcionan como operadores semióticos que producen simultáneamente hilaridad y desorientación, y denuncian con fina crueldad la ilusión de que la poesía de la claridad es superior a la complejidad, demostrando que lo directo rara vez es profundo (Eco, 1979; Genette, 1997).

Mientras el lector intenta generar un modelo interpretativo coherente, descubre que cada digresión, cada ejemplo anecdótico —desde festivales barrocos de helados derretidos hasta conferencias dictadas por gatos con corbata sobre economía conductual— funciona como hiper-nodo de intertextualidad, desafiando la linealidad y amplificando polisemia (Barthes, 1977; Derrida, 1967), un gesto cínico que revela lo vacío de la transparencia poética, donde la ilusión de comprensión inmediata se exhibe como paja ante la densidad real del lenguaje.

La arquitectura textual de Thompson despliega hipertextualidad anticipatoria, donde la ironía opera como columna vertebral de la episteme, y referencias cruzadas, citas imposibles y digresiones extremas actúan como tensores de significación múltiple (Genette, 1997; Luhmann, 1995), provocando una sutil carcajada frente a la poética de la simplicidad, que siempre promete un acceso directo al “mensaje” mientras evade el pensamiento exigente.

Cuando el lector cree alcanzar un punto de síntesis, cada afirmación sólida y cada paráfrasis de autoridad se revela un nodo de retroalimentación que genera paradojas, amplifica la multiplicidad de sentidos y obliga a revisar supuestos hermenéuticos (Derrida, 1967; Eco, 1979), un recordatorio punzante de que la poesía que se proclama transparente con frecuencia oculta mediocridad y evita la dificultad estética.

Cada nota marginal, cada epígrafe, cada hipérbole exagerada y cada ejemplo caprichoso son unidades de información polisémicas y operadores de desconcierto (Barthes, 1977; Deleuze & Guattari, 1980), desplegando sarcasmo contra la literatura complaciente, mostrando que la verdadera maestría poética reside en la multiplicidad de interpretaciones, la resistencia al efecto de mensaje directo y la audacia de incomodar al lector.

Mientras el lector cree alcanzar conclusiones definitivas, descubre que la obra se reorganiza, que cada afirmación es polisémica y cada digresión un nodo de hipertextualidad, revelando con fina crueldad que la poesía de la transparencia es enemiga del pensamiento crítico (Genette, 1997; Eco, 1979), y que sostener múltiples niveles de interpretación, alternar entre comprensión y desconcierto y reconocer la ludicidad de la estructura son ejercicios de sofisticación que la literatura complaciente rara vez exige.

Leer a Thompson es participar en un sistema de alta complejidad donde comprensión, diversión y erudición son inseparables, y donde el lector se deja dominar con placer absoluto por la arquitectura verbal y conceptual de la obra (Thompson, 1983; Borges, 1962), un recordatorio irónico de que la claridad sin densidad es un artificio seductor y pobre, y que el acceso directo al significado rara vez produce placer intelectual.

La obra exige simultáneamente análisis crítico, tolerancia a la ambigüedad, disfrute estético y humor, operando como sistema auto-referencial donde ironía, desorden conceptual y exuberancia verbal son la brújula confiable (Adorno & Horkheimer, 1944; Derrida, 1967), burlándose de quienes buscan lecturas fáciles y mensajes transparentes, mostrando que la verdadera riqueza del texto se encuentra en su resistencia al simplismo.

Finalmente, comprender a Thompson no significa dominarlo sino entregarse a su ingenio, erudición, humor imposible y humanidad exuberante, aceptando que risa, desconcierto y admiración son los motores reales de teoría, arte y vida, y que la poesía de la transparencia no es más que un artificio superficial que evita enfrentar al lector con la complejidad, la contradicción y la profundidad estética (Deleuze & Guattari, 1980; Eco, 1979; Monty Python, 1971).


Referencias

Adorno, T. W., & Horkheimer, M. (1944). Dialectic of Enlightenment. New York: Continuum.

Barthes, R. (1977). Image, Music, Text. London: Fontana Press.

Borges, J. L. (1962). Labyrinths. New York: New Directions.

Deleuze, G., & Guattari, F. (1980). A Thousand Plateaus: Capitalism and Schizophrenia. Minneapolis: University of Minnesota Press.

Derrida, J. (1967). Of Grammatology. Baltimore: Johns Hopkins University Press.

Eco, U. (1979). The Role of the Reader: Explorations in the Semiotics of Texts. Bloomington: Indiana University Press.

Genette, G. (1997). Paratexts: Thresholds of Interpretation. Cambridge: Cambridge University Press.

Luhmann, N. (1995). Social Systems. Stanford: Stanford University Press.

Monty Python. (1971). Monty Python's Flying Circus [Television series]. BBC.

Thompson, J. (1983). On Complexity and Narrative. New York: Academic Press.

Forrest-Thomson, V. (1978). Poetic artifice: A theory of twentieth-century poetry. Manchester University Press.

 

 

 

MAURIZIO MEDO. UN RUIDO ENTRE EL “SER” Y EL “HACER”

 


Una de las expresiones más confusas —y más diligentemente aceptadas en el campo literario  es esa fórmula de salón: ser poeta.¹ Se la pronuncia con una naturalidad sospechosa, como si designara una condición ontológica estable, una hidalguía del espíritu transmisible por contagio o por mera perseverancia institucional. Uno puede resbalar con esa frasecita como con una cáscara de plátano  y terminar creyendo en el cuento: el de la existencia de una “condición” poética semejante a un título nobiliario menor, sin tierras ni vasallos, pero con trato preferencial; un privilegio que permite circular por ferias, universidades, becas, fondos concursables y cocteles culturales con el aire fatigado de quien ya ha cumplido con el mero hecho de perseverar.

En América Latina, donde la precariedad material convive con una hipertrofia simbólica del reconocimiento y donde el mercado editorial es a la vez mínimo y feroz, esta ficción adquiere un espesor particularmente grotesco. Es allí donde la retaguardia literaria —no como lugar de repliegue estratégico, sino como zona de comodidad institucional— administra esta ficción como si fuera un bien heredable. Retaguardia: arte de llegar tarde a todo y aun así reclamar precedencia; escuela donde se aprende a confundir permanencia con valor y duración con derecho.

El ser poeta funciona como salvoconducto: no garantiza lectores, pero sí invitaciones; no asegura rigor, pero sí pertenencia; no exige producción, pero sí fidelidad. Y cuando no se es agente activo del mercado —cuando no se produce escritura sino reputación— esa supuesta condición adopta una forma abiertamente parasitaria: vive del subsidio cruzado entre afectos, citas circulares y jurados rotativos. El poeta como noble empobrecido, sí, pero con derecho a escudo, genealogía y sobremesa.

Quizá por eso muchos han desconfiado siempre de esa etiqueta. “Me siento incómodo con la palabra poeta y con la palabra poesía. Remiten a algo que no tiene del todo que ver con lo que es producir textos contemporáneos en verso”, advertía Martín Gambarotta con una lucidez que aquí suele confundirse con deserción. Ernesto Carrión, desde otra latitud pero con idéntica incomodidad, lo decía sin aspavientos: “No sé qué es la poesía, y pocas veces he estado frente a ella”. En un continente donde la palabra poeta se pronuncia antes de haber escrito —y se sigue pronunciando incluso cuando ya no se escribe—, estas reservas suenan casi heréticas.

Cuando la prudencia obliga a esquivar el verbo ser, se lo reemplaza por otro no menos resbaladizo: hacer. Y es aquí donde reaparece, con peluca nueva y olor a naftalina, toda la mitología que el campo literario finge haber superado. Este hacer es una bolsa donde cabe todo, incluidas las supersticiones recicladas como doctrina: el demiurgo platónico, ahora devenido gestor cultural, modelador de abstracciones heredadas; el demon romántico, ventrílocuo del tedio, siempre dispuesto a justificar la pereza con trascendencia; y, por supuesto, la inspiración, esa coartada metafísica que permite no responder por nada.



Conviene, entonces, distinguir con la minucia del moralista y la mala intención del satírico. No es lo mismo hacer que producir; no es lo mismo ejecutar un gesto que engendrar una consecuencia; no es lo mismo administrar una imagen que introducir una falla. El hacer puede agotarse en la pose, en la performance, en la repetición de un ademán reconocible; puede incluso simular profundidad invocando musas, demonios o estados de gracia. Producir, en cambio, implica fricción: forzar al lenguaje —ese material opaco y resistente— a decir algo que todavía no sabe decir.

Aquí la antítesis se vuelve irreconciliable: la retaguardia conserva, archiva, certifica; la producción desgasta, arruina, compromete. Aquella vive de lo ya dicho y lo administra como herencia; esta avanza perdiendo, y solo en esa pérdida encuentra su rigor. Persistir en las viejas figuras no es ingenuidad sino comodidad. En el contexto latinoamericano, donde el campo literario compensa su fragilidad material con una inflación simbólica constante, la inspiración circula como moneda blanda: no exige respaldo, no admite verificación y permite que el poeta se piense elegido allí donde apenas ha sido persistente.

De ahí el ruido. No una oposición clara, sino una fricción continua entre el ser y el hacer. El primero se ofrece como descanso: estatuto, pertenencia, nombre propio repetido hasta adquirir peso. El segundo no promete nada: exige. Exige tiempo, lectura, corrección, fracaso. Exige exponerse al límite del lenguaje, allí donde la palabra deja de consolar y empieza a resistir.

Volver al ensayo —y a su prosa larga, sinuosa, desconfiada— implica aceptar esa incomodidad sin retórica salvífica. La escritura no desciende ni se revela: se construye a fuerza de decisiones que rara vez son heroicas. No responde a musas ni a demonios, sino a tachaduras, cortes, desplazamientos. Todo lo demás —la épica del llamado, el aura del elegido, la nobleza sin obra— pertenece al folclore del campo literario y a su necesidad de consuelo.

Dígase, pues, en negativo y a la manera de sentencia: no es poeta quien ocupa un nombre, ni quien administra una visibilidad, ni quien persevera en la mera duración de su figura. Poeta —si aún conviene usar la palabra— no es quien es, sino quien se deja perder en lo que produce, aun a costa de quedarse sin título, sin coartada y sin consuelo. Todo lo demás, el llamado ser poeta, no pasa de ser un error útil del campo, una superstición necesaria para su autoconservación, un vicio menor, que permite a muchos seguir en pie, cuando ya no caminan.


Nota1

¹ Cuando aquí se cuestiona el ser poeta no se alude a la práctica real de la escritura entendida como trabajo continuo, sino a su cristalización identitaria. En el sentido propuesto por Agustín Fernández Mallo, escribir implica investigar, leer, conectar restos, buscar el poema entre los desechos del mundo, operar como arquitecto de relaciones antes que como médium inspirado (Fernández Mallo, 2009). Del mismo modo, Charles Olson insistía en que la poesía no es un don ni una epifanía, sino una práctica sostenida de atención, una forma de trabajo que compromete al sujeto entero en el tiempo (Olson, 1950). George Oppen, por su parte, rechazó toda noción de inspiración como privilegio momentáneo al recordar que el poema se hace “con la vida entera”, en una continuidad de actos, decisiones y renuncias, no en instantes de gracia aislados (Oppen, 1968). Ser poeta, en este sentido material y no ceremonial, equivale menos a ocupar un lugar que a hacer cosas —leer, tachar, escuchar, errar— durante las veinticuatro horas del día.

Nota 2 (con un desvío necesario por la retaguardia)

Sostener que buena parte de la poesía de alta circulación afectiva en las últimas décadas no constituye una ruptura sino una estrategia de mantenimiento no implica denunciar una conspiración, sino describir un hábito. No hay complot donde hay costumbre; no hay traición donde hay obediencia satisfecha. Se trata, más bien, de una economía de la escritura que ha aprendido a conservar su capital simbólico sin exponerlo al desgaste del conflicto, una poesía que administra la lengua como se administra un bien heredado: sin gastarlo, sin arriesgarlo, sin preguntarse por su procedencia.

En este marco aparece lo que conviene llamar —sin dramatismo, pero sin indulgencia— retaguardia literaria. No como ubicación marginal, sino como forma dominante de relación con el tiempo y con la tradición. La retaguardia no escribe desde atrás: llega tarde. Y llegar tarde, en literatura, no es una desventaja sino una estrategia cuando el objetivo no es intervenir sino confirmar. Se espera a que otros arriesguen la lengua, la deformen, la fracturen, y luego se entra en escena con la limpieza del que no se ha ensuciado las manos, narrando la batalla como si hubiese participado en ella.

La retaguardia confunde lectura con inventario. Lee para clasificar, no para desobedecer; cita para sellar pertenencias, no para abrir fisuras. Su relación con la tradición no es crítica sino notarial: certifica linajes, autentica firmas, protege apellidos. El poeta, en este régimen, deja de ser un operador de lenguaje para convertirse en un gestor cultural de sí mismo, un administrador prolijo de herencias ajenas que no piensa dilapidar ni transformar, apenas redistribuir con prudencia.

Esta poesía ama el orden —pero solo el que no despierta—, ama la claridad —siempre que no ilumine demasiado— y proclama la complejidad como quien exhibe una coartada. Su rebeldía es retrospectiva: siempre hubo riesgo, pero antes; siempre hubo ruptura, pero en otro libro, en otra generación, en otra parte. La vanguardia, aquí, no es una dirección sino un recuerdo decorativo. Se habla del peligro con la tranquilidad del asegurado; se invoca la intemperie desde espacios climatizados.

Así, la poesía como estrategia de mantenimiento no discute el canon: lo embellece. No ataca el poder simbólico: lo borda con sensibilidad. No quiebra la lengua: la lustra hasta volverla apta para la circulación afectiva, la identificación inmediata y el consenso. Es una poesía que se ofrece como experiencia, pero evita la experiencia; que se vende como riesgo, pero opera como garantía; que proclama intensidad mientras negocia cada palabra para no perder lectores, becas, legitimidad.

Y aquí conviene decirlo sin afeites: esta escritura no es inocua por débil, sino eficaz por dócil. No incomoda porque no quiere; no hiere porque vive de agradar; no avanza porque su misión no es avanzar, sino durar. Confunde prudencia con inteligencia, mesura con profundidad, equilibrio con verdad. Y al hacerlo, reduce la poesía a un ejercicio de conservación narcisista, donde la lengua no se pone en juego sino en vitrinas.

El problema no es que esta poesía exista —todo cementerio necesita jardineros—, sino que se presente como horizonte. Porque cuando la retaguardia se disfraza de centro, la literatura deja de ser un espacio de fricción para convertirse en una zona de confort con pretensiones morales. Entonces la lengua no se tensa: se acomoda. No se arriesga: se repite. No piensa: se reconoce.

Y conviene terminar sin cortesía: quien escribe desde la retaguardia no es prudente, es temeroso; no es claro, es literal; no es profundo, es previsible. No cuida la lengua: la conserva como se conserva un cadáver bien maquillado. Y llama tradición a ese embalsamamiento, diálogo a esa ventriloquia, poesía a ese mantenimiento. Pero la lengua —cuando aún está viva— no se mantiene: se pierde, se traiciona, se arruina. Quien busca en estos libros una identidad, no entiende; quien pierde una, empieza.

Llamar poesía a una estrategia de mantenimiento no es exagerar: es describir. Hay escrituras que no avanzan porque su tarea no es avanzar sino conservar, administrar la lengua como un bien heredado, pulirla sin gastarla, citarla sin tocarla, leerla sin perderse en ella. A esa posición se la ha llamado retaguardia, pero no por estar atrás sino por llegar siempre después, cuando el riesgo ya fue asumido por otros y lo único que queda es narrarlo con limpieza, reclamar participación y cobrar dividendos simbólicos. Esta poesía no discute el canon: lo decora; no hiere la lengua: la maquilla; no incomoda al poder: lo vuelve sensible. Confunde prudencia con inteligencia, equilibrio con verdad, claridad con pensamiento. No escribe: gestiona. No arriesga: asegura. No busca: reconoce. Y en esa conservación prolija —ese embalsamamiento elegante— llama tradición a la repetición, diálogo a la ventriloquia y profundidad a la ausencia de peligro. Pero la lengua viva no se mantiene: se pierde. Quien viene a estos libros a encontrarse, no ha entendido nada; quien sale de ellos sin nombre, acaba de empezar.

 

Capítulo final

Bibliografía

(ordenada por grado de peligrosidad para la escritura)

I. Peligrosidad extrema

(lecturas que exigen pérdida de control, identidad y forma)

Vallejo, C. (1922/2018). Trilce. Lima: Biblioteca Ayacucho.
La lengua llevada a un punto de no retorno. Texto incompatible con toda estrategia de mantenimiento.

Góngora, L. de. (1613/2000). Soledades. Madrid: Cátedra.
Dificultad como violencia sostenida. Imposible de administrar sin traicionarlo.

Quevedo, F. de. (1627/2006). Sueños y discursos. Madrid: Castalia.
Crueldad conceptual sin redención. Libro que vuelve obscena la cortesía.


II. Alta peligrosidad

(textos que obligan a repensar la función de la escritura)

Broch, H. (1931–1932). Los sonámbulos. Viena: Rhein-Verlag.
Escritura en crisis permanente. Incompatible con la lógica del fragmento prestigioso.

Milán, E. (2004). Resistir. México: Aldus.
Ensayo sin coartada estética. Su lectura vuelve sospechosa toda conciliación.

Gracián, B. (1648/2001). Agudeza y arte de ingenio. Madrid: Alianza.
Pensar como acto de agresión. Hoy peligroso por exigir inteligencia sin anestesia.


III. Peligrosidad media

(textos críticos neutralizados por el uso ritual)

Benjamin, W. (2003). El autor como productor. En Tentativas sobre Brecht. Madrid: Taurus.
Radical en origen, convertido en consigna.

Debord, G. (1967). La société du spectacle. París: Buchet-Chastel.
Incómodo solo mientras no legitime el espectáculo propio.

Adorno, T. W. (1970). Teoría estética. Frankfurt am Main: Suhrkamp.
Exigencia formal elevada, frecuentemente invocada sin consecuencias.


IV. Peligrosidad baja

(lecturas absorbidas por el consenso académico)

Blanchot, M. (1955). El espacio literario. París: Gallimard.
Riesgo convertido en atmósfera.

Barthes, R. (1973). El placer del texto. París: Seuil.
El conflicto reducido a goce.

Foucault, M. (1969). “¿Qué es un autor?”. En Dits et écrits I. París: Gallimard.
Pregunta respondida institucionalmente con firmas cada vez más grandes.


V. Peligrosidad mínima

(textos usados como calmantes teóricos)

Bourdieu, P. (1992). Las reglas del arte. París: Seuil.
Crítica del campo utilizada para adaptarse mejor a él.

Aristóteles. (1995). Poética (trad. V. García Yebra). Madrid: Gredos.
Fundamento empleado para justificar lo ya escrito.


VI. Peligrosidad nula

(materiales de reproducción)

Antologías contemporáneas de poesía.
Documentos de consenso y estabilidad.

Bibliografía omitida.
La única verdaderamente peligrosa.

DANIEL FREIDEMBERG. POESÍA CONTRA POEMA. LO INAFERRABLE Y LO INCOMPLETO EN JUAN GELMAN

 

gregory crewdson


No es exactamente lo mismo 
hacer poesía que escribir poemas, o al menos es posible advertir que no siempre esas expresiones son intercambiables, incluso en los usos más habituales que se les da. Un poema, se supone, es el objeto verbal que permite concretar el arte de la poesía, por lo tanto “poesía” sería algo por lo cual un poema alcanza a ser eso, “poema”, y no cualquier otra cosa hecha con palabras. Se lo podría entender como la relación entre una pura idea platónica y su imperfecta manifestación material, pero aquí intento ocuparme de una cuestión bastante más concreta y que suele presentarse en la práctica. Un ejemplo: Proust, en un artículo sobre Baudelaire, lo considera «el poeta más grande del siglo XIX», e inmediatamente aclara: «no quiero decir con ello que, si hubiera que elegir el más bello poema del siglo XIX, habría que buscarlo en Baudelaire»[1]. El mayor poeta puede serlo aun cuando no haya producido los más bellos poemas, y los más bellos poemas pueden no haber sido escritos por el mayor poeta. ¿Qué otra cosa distingue a un gran poeta, entonces, que no sea haber escrito los más bellos poemas? ¿Qué se está diciendo entonces cuando se habla hacer gran poesía y qué cuando se dice escribir bellos poemas?

Aun cuando Proust no fundamenta su afirmación, el interrogante que abre le permite pensar a Baudelaire, como siguiendo la detección de una falla o una irrupción difícil de precisar pero operante: existiría algo que habita los poemas y los atraviesa como un valor excedente, pero relativamente independiente de la concreción de la obra. ¿Qué es? Una respuesta, probablemente la que primero viene a la mente, tiene que ver con entender a “la poesía” como un tipo de experiencia -eso que se suele llamar «experiencia poética»- que se da a veces en la vida, y que los poemas, se supone, recogerían o reproducirían o imitarían. Otra respuesta, que también responde a una concepción bastante usual, considera que “poesía” o “poeticidad” es una cualidad que a veces pueden tener ciertas cosas, tanto un texto como un paisaje o una película: un paisaje que conmueve por su armonía y sugerencia, por ejemplo, o una película de discurrir moroso y con el énfasis puesto más en los detalles que en la historia. Pero es probable que no fuera en esos sentidos que Proust encaraba la cuestión, sino que la instalaba en un plano bastante más literario: hablar de “poesía” sería hablar de escritura, en tanto decir “poema” implica estar pensando menos en “escritura” que en “composición”.

“Poesía” entonces sería la escritura misma, entendida como una fuerza que no puede sino pelear por sus derechos frente a la dimensión «compositiva» del texto: la idea de “composición”, vinculada a la de la existencia de un cierto orden, se opone por principio a la de “fuerza”. Cuando se le señala, en una entrevista de 1992, que «desde hace unos años, usted parece escribir en contra de la idea del poema como un objeto acabado», Juan Gelman responde: «lo que pasa es que los poemas son una cosa y otra la poesía. Que, desde luego, se traduce en la escritura de poemas, pero el material que usa es la palabra, y la palabra es una cosa que está rodeada de silencio. La interrelación de las palabras puede ser infinita, la relación entre dos palabras deja a un lado millones de relaciones y esa elección se hace de una manera no voy a decir ciega pero sí una manera que no depende de la voluntad. No es que uno diga ‘bueno, al lado de este sustantivo voy a poner un adjetivo bonito’: uno necesita agotar una obsesión expresándola y es la obsesión la que dicta los ayuntamientos»[2]. Gelman, se diría, está describiendo ahí el modo en que a él se le presenta la tensión entre las demandas de la escritura y el arte de componer poemas, y tal vez su obra entera pueda ser vista como la cambiante serie de alternativas que un autor fue encontrando para moverse entre esas gravitaciones.

La suposición en que se basa este artículo es que en algún momento de su trayectoria Gelman hizo una elección: ya no dedicarse a escribir buenos poemas sino lanzarse a hacer poesía, como si una relativa renuncia a lo primero se le hubiera presentado como una condición para llevar adelante lo segundo. No porque se lo haya planteado exactamente en esos términos: es algo que puede advertirse a medida que se avanza en la lectura de su vasta obra, tal como ha venido desarrollándose. Y que, aplicado a modo de hipótesis en el cotejo con los textos, no sólo funciona bien sino además parece en buena medida explicar ciertos profundos cambios que va sufriendo esa obra y abrir una perspectiva de lectura en la que la importancia y la riqueza de esa obra crecen mucho.

No es, por supuesto, que los textos que integran cualquier libro de Gelman no puedan ser considerados poemas, sino que en algún momento de su historia como poeta se quebró un cierto equilibrio inestable entre la escritura y la composición. Lezama Lima habla de la poesía como una posibilidad creativa que da existencia real a cuerpos que vienen del espíritu y se hacen visibles en el poema. Siendo ambos términos desde ese punto de vista inseparables, esa tensa interdependencia habría sido reformulada en Gelman: si se conviene en que la poesía crea el poema (que sin ese plus o esa fuerza no pasaría de ser una sucesión de hileras de letras) y que el poema manifiesta con su existencia la poesía, que de lo contrario sería apenas un concepto, una intención o una pura vaguedad, ya ese modo de contenerse mutuamente indica que hay -o qué es, sino, contenerse– una oposición de fuerzas, un malestar, una tendencia a deshacerse mutuamente que constituye la relación poesía-poema no menos que la mutua necesidad. El poema como estructura, como aspiración a cerrarse y ser algo completo, tiende inevitablemente a acotar la poesía, la poesía a desprenderse de la sujeción al poema. En Gelman se habría concretado una resolución inusual de una correlación que habitualmente se da por natural, al establecer una relativa independización de la escritura poética del soporte del género (suponiendo que «poema» sea un género literario) o un desdibujamiento o debilitamiento del soporte: su reducción, a veces, a puro soporte, casi incapaz de imponer algo a la escritura, de condicionarla.

«¿Y si en vez de leer poemas leo poesía?», es la fórmula que, en tanto lector de Gelman, me permitió en determinado momento encarar ciertos interrogantes que me presentaba, casi a modo de obstáculos, su obra, y continuar la lectura, con un interés tan fuerte como el que me había movido antes pero basado en otros motivos. La historia de cómo fui acercándome a esa respuesta, a esa clave si se quiere, empieza con la primera edición argentina de Cólera buey, en 1971[3], y alcanza su más alto grado de tensión con Anunciaciones, de 1988, uno de los libros más exasperados de Gelman y seguramente un libro exasperante, no sólo en un primer acercamiento[4]. Por qué y para qué, por ejemplo, las sucesiones de breves oraciones encerradas entre signos de exclamación, y por qué y para qué el ametrallamiento ininterrumpido de imágenes notoriamente artificiosas, identificables con el más conocido arsenal de procedimientos instaurado por las vanguardias: resabios creacionistas como «y a la altura de la tierra están cavando un horizonte / de frío«, descarados vallejismos («¡es muy verdad que hay un abuelo roto/ en cada día desdichado!«), combinaciones según la mecánica del delirio surrealista («el que busca el tucán extremista/ pace en mares mordidos por los náufragos/ del barrio que la pérdida dora/ así pasaba ella en su reno de miel«): todo un muestrario de lo que en momentos de publicarse el libro resultaba ya improcedente para muchos, no sólo porque la moda a esa altura de los años ochenta desacreditaba toda escritura sustentada en el efecto metafórico (en la poesía argentina, al menos), sino porque el recurso de la imagen hecha de encuentros sorprendentes se había vuelto efectivamente un lugar común, demasiado común y fatigado en todos los sentidos de ambos adjetivos.

gregory crewdson

Lo sorprendente en un poeta siempre renovador e inconforme como Gelman, es que, más que internarse en un riesgoso terreno desconocido, en Anunciaciones parecía estar aceptando acríticamente una facilidad, como ganado por un exceso de confianza en la inmediatez de “lo que se le ocurre”. Pero ¿y si esa fuera precisamente la osadía? ¿No puede haber acaso riesgo en la apuesta a la inmediatez de la ocurrencia? Gelman, no mucho antes, había señalado el papel que en su escritura tienen las obsesiones y lo había descripto como una obediencia a «ese sonido en la oreja que te lleva a escribir»[5]. Suponiendo que no se refería a la inspiración, a las musas ni al Espíritu Santo, sino a las fuerzas de la lengua con todas las vibraciones y todos los sedimentos espirituales que esas fuerzas comprometen en su arrastre, sería factible ver en Anunciaciones la decisión de trabajar lo que se impone como «sonido en la oreja», aquello que quiere abrirse paso al margen de las elecciones y el gusto, y darle espacio en la letra y ponerlo en marcha para ver qué tiene de riqueza y así tomar energía de su potencia de irrupción.

Algo en la propia crispación de la empresa escritural de Anunciaciones, algo en su demasía de mostración, está ya reclamando del lector un posicionamiento diferente, obligándolo a redefinirse como lector. Gelman no sólo no estaría evitando la artificiosidad de las imágenes sino, por el contrario, la estaría resaltando, denunciando gozosamente su carácter de lenguaje «figurado». Se trataría, dicho de otro modo, de convertir los «no se puede» o los «ya no se puede» en «por qué no», con toda la potencia reveladora que ese gesto tiene a veces, cuando lo que se daba por agotado y por cosa juzgada deja de pronto de estarlo. Llevada así a un primer plano la materialidad del artificio verbal, se podría a partir de ahí notar cómo este gesto era parte de una operación escrituraria más vasta, y leer, tanto como las palabras o más que ellas, la insistencia misma de escritura, a la vez que se descubre la riqueza de significación encerrada en las imágenes, por más gastado que esté su mecanismo de articulación, o precisamente porque lo está. Tal vez, y entre otras cosas, como un explícito acto de toma de conciencia (posmoderno si se quiere, y más seguramente barroco) de una generalizada sensación de que, en grandes líneas, ya todo se inventó.

Lo que importa es que, además, aplicada retrospectivamente, esta perspectiva de lectura pone a la vista el proceso por el cual la poesía de Gelman fue independizándose de una lógica del «decir» o el «hacer» para entrar en una del «estar diciendo» y el «estar haciendo», si se quiere desde un comienzo (Violín y otras cuestiones, 1956) pero con el peso de lo definitorio a partir de Cólera buey, el quinto libro. Presentado como una compilación de «restos de nueve libros» escritos entre 1962 y 1968, es en Cólera buey donde los modos de hacer poesía de Gelman empiezan no sólo a extremarse sino además a descalabrarse, a probarse y a relativizarse a sí mismos con una soltura y una temeridad tales como difícilmente antes se haya visto dentro del cuerpo de una obra en la literatura argentina, tanto por lo que tiene de ruptura -y sería una ruptura radical- como de continuidad, como si hubiera sido la necesidad de prolongar algunos aspectos de su producción poética anterior la que forzó el abandono de otros (o su destrucción). Más aun que los gustos, las preferencias, las elecciones de estilo o las obsesiones temáticas, lo que parece entrar en crisis en Gelman entonces son los criterios de valor que orientaban hasta entonces el trabajo con la poesía y la lectura de poesía. Puede decirse que en Cólera buey Gelman pasa a integrar cierta categoría de poetas que no sólo aportan a la poesía una marca singular sino la redefinen como concepción de la escritura o como alternativa de lectura. Siendo, en ese sentido, un libro fundacional, es significativo que al mismo tiempo, si se lo considera exclusivamente como conjunto de poemas, sea uno de los libros menos logrados de su autor.

De hecho, no hay muchos poemas, entre los casi ciento cincuenta de Cólera buey, que sean particularmente recordables (no al menos tanto como lo eran los de Velorio del solo o Gotán, que lo precedieron, o como más adelante lo serían algunos de Relaciones). Esto se debe, tal vez, a que, en vez de inscribirse dentro de la tradición universal de la poesía entendida como “escritura de poemas”, estos textos están ya empezando a ser concebidos como condensaciones de un incierto intento escritural que puede asumir formas diversas e inesperadas: más que poemas, muchos textos de Cólera buey parecen simples muestras de juego verbal, apuntes casuales o frases sueltas. Sobre todo en la comparación con los cuatro libros anteriores, algo que resalta es una sensación de descuido indolente o insolente, y no sólo por el debilitamiento de la estructura del poema que se advierte y el desvanecimiento de su tensión interna, sino también en la elección del léxico y de la retórica. Palabras como «crepitar», «dulce», «oro» o «sol», que en libros anteriores resplandecían como hallazgos cargados de significación y ocupaban un lugar incanjeable en el sentido total del texto, ahora se reiteran como comodines, y eso de ahí en adelante será un rasgo característico de Gelman, al parecer decidido a dar cada vez menos importancia a la exigencia de ser “original”.

Del mismo modo, la aparición del efecto de interrupción en Cólera buey (muchas veces el poema se corta imprevistamente, frustra al lector que esperaba que se defina una idea o una sensación) no tendría que ver tanto con una calculada operación de reticencia como con una burla a la creencia de que es posible alguna completud. Se diría que el acabado deja de ser un valor por una razón casi ideológica de rechazo a la fetichización de la obra: dejar de temer que el poema parezca haber sido abandonado en cualquier parte, ya no aspirar a que termine de conformar una imagen, una idea o un movimiento rítmico, parece responder a la idea de que en general ya no tiene mucha importancia dónde termina algo o dónde comienza, tal vez por entender que el fin y el comienzo son convenciones tan relativas como cualquier otra.

Empieza a dar la impresión, en ese libro, de que Gelman no se toma en serio a la literatura, y en cierto modo es así, pero no tomar las cosas en serio no es desentenderse de ellas y sí puede ser hacerse cargo jubilosa y hasta amorosamente de la vasta disponibilidad que las cosas tienen cuando no están sacralizadas[6]. De lo que Gelman se estaría desentendiendo es de la composición, para dejar paso a la escritura. Estaría poniendo el acento del trabajo poético en otra parte, e incluyendo dentro de ese trabajo la desconstrucción poética de las condiciones de escritura, como quien asume un poderoso impulso ideológico para transformarlo en potencia creativa, acaso porque para él la escritura, en tanto «sonido en la oreja» o fuerza de la lengua, ya no puede concebirse -a riesgo de esterilizarse en la autocomplacencia- sin asumirse en gran medida como acto de crítica de sus propios dispositivos y sus propias operaciones.


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Un poema, según Octavio Paz, «es un organismo verbal que contiene, suscita o emite poesía»[7], en tanto para William Carlos Williams consiste en un «pequeño universo en sí», o bien una «máquina pequeña (o grande) hecha de palabras» en la que «no puede haber parte alguna, como en cualquier otra máquina, que sobre»[8]. Esa concepción, la del poema como organismo autónomo o como mecanismo organizado para producir algo, es la que Gelman abandona. Claro que, tratándose de escritura, y más aun de escritura de poesía, el abandono no pasa de ser una aspiración: siempre, se haga lo que se haga, cada parte de un texto será insustituible dentro de la relación creada por el texto mismo, y es perfectamente posible, si se lo intenta, leer cualquier texto de cualquier etapa de Gelman o de cualquier otro autor como «organismo», «universo» o «máquina», hallando en él redes de relaciones internas y una razón que las organiza, pero una cosa es ejercer las posibilidades de encontrar lo que un texto siempre tiene de organicidad y otra es la organicidad como utopía que orienta la escritura del texto o la lectura. Lo que hace Gelman es cambiar la dirección del intento. Como si diera por sentado, precisamente, que siempre habrá alguna organicidad y alguna autonomía, inevitablemente, y entonces pudiera ocuparse de otra cosa. ¿Qué? Mantener la palabra en vilo.

En vez de poemas, o en sus poemas, lo que Gelman se dedica a producir entonces es, podría decirse, “actos de escritura”, ante todo atentos al despliegue de su propia fuerza sonora y semántica. A eso parece referirse cuando, en la misma entrevista del 92 habla de «la inaferrabilidad de la poesía», entendiendo que escribir es parte de una búsqueda de la que los poemas serían insatisfactorios tramos e indicios a la vez[9]. Visto desde la literatura, sin embargo, lo que cuenta, lo que merece atención, no puede ser la búsqueda misma sino sus marcas, los textos, en tanto para el ojo lector un recorrido sólo puede existir en sus huellas. Y las huellas son, en este caso, la frase musical, el trazo escriturario, su ir haciéndose y deshaciéndose en Gelman, no sólo de libro en libro y de poema en poema sino en el interior de cada uno, desde un principio ya cargado de su propia destrucción como única forma de mantener viva su capacidad de emerger y desatarse, su renuencia a la fijación del sentido.

Se trata, si se quiere, de una ideología de la escritura y no sólo de la escritura, que ya en 1924 había sido enunciada por César Vallejo (y Vallejo es, evidentemente, el maestro del que más parece haber aprendido Gelman): «Un hecho terminado, así fuese la muerte de Jesús o el descubrimiento de América, implicará siempre una etapa para la sensibilidad; un hecho en marcha, así fuese la compra de un pan en el mercado o el paso de un automóvil por la calle, implicará siempre una sugestión generosa y fecunda, encinta de todo lo probable. Esto que es así en la vida, también lo es en el arte. Más todavía. El fin del arte es elevar la vida, acentuando su naturaleza de eterno borrador»[10].

Si esa fuera la cuestión, puede entenderse que el poema se haya vuelto para Gelman una restricción improductiva. Sin restricciones no hay escritura (escribir es buscar soluciones ante las restricciones formales o de cualquier otro tipo, que de ese modo se vuelven incitaciones), pero las restricciones en algún momento agotan su potencia, dejan de ser desafío para convertirse en pura fórmula limitadora: Gelman parece haber descubierto al mismo tiempo ese agotamiento y la imperiosidad del «sonido en la oreja» -y es probable que ambos descubrimientos sean uno solo-, y en un acto quizá menos audaz que necesario, menos respondiendo a una apuesta que a una suerte de resignación o de sabiduría, entra a otro terreno. No a una mayor libertad sino a una sujeción a otras leyes, otros tropismos. Tampoco a una ausencia de organicidad, en el sentido de razón organizativa, sino a la que resulta de la gravitación que empieza a tener el trazo, a las necesidades íntimas del trazo. Si la forma «poema» dejó de funcionar como efectivo continente de la escritura, ese rol lo juega ahora lo que podría llamarse «el trazo», que sería, por definirlo de algún modo, una unidad de irrupción. No ya tanto la escritura como inscripción sino más como grafo o trazo, con todo lo que eso tiene de dinamismo e inacabamiento, a semejanza de cierta pintura confiada precisamente a la consistencia de las marcas concretas, materiales, de la acción de la mano que se mueve empuñando un pincel o una espátula: la densidad y la textura de esas marcas, la temeridad del ademán que aparece haberlas originado, su definición, sus sutilezas, sus vacilaciones, sus ambigüedades.


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De ahí que en la extensa obra de Gelman se puedan dar tanto el poema largo o muy largo como el poema breve o brevísimo, el verso libre tanto como el soneto, el versículo, el poema en prosa y el poema dramático. El poema sería simplemente el lugar por donde pasa el verdadero continente de la escritura, el trazo, y a partir de Cólera buey las múltiples y contradictorias alternativas que representa la sucesión de libros de Gelman pueden verse como modos de presentación del trazo escritural según lo reclame «el sonido en la oreja», no sin algunos retornos a conformaciones poemáticas más orgánicas (Relaciones y Com/posiciones, por ejemplo) y más desembozadamente sobre todo en dos momentos: como una suerte de «corriente de conciencia» hecha de pura fluencia y acumulación de trazos, o como si un solo trazo gigantesco ocupara todo un libro, en Carta a mi madre (1976) y como la abierta presentación del trazo abandonado a sí mismo, virtualmente libre de todo soporte, en Salarios del impío, de 1992, un libro que, más que por poemas, parece compuesto por ráfagas sueltas de voz, emisiones de frases desasidas, el texto como el símil de la estela o de la línea de humo[11]. De lo que se trata siempre es de mantener las fuerzas de la lengua en vilo, un temblor de la palabra o un temblor que pone en movimiento a las palabras y las deja vibrando para, como olvidándolas inmediatamente, dar paso a otra emergencia de palabras. No sólo el inacabamiento entonces se vuelve un rasgo de esta poesía sino la funda. Lo inacabado tanto en el sentido de “incompleto” o “interrumpido”, como en el de “producto no pulido”, “artefacto cuyo funcionamiento (o cuyo aspecto) no se terminó de ajustar”.

Incompletamente es el título de un libro que Gelman publicó en 1997, y la razón del título aparece en el poema de la página 31, donde un pájaro “se desampara en su vuelo” y “es lo que no es todavía”, lo que “va de la conciencia al mundo”: ese pájaro, termina diciendo el poema, “canta incompletamente”, y es imposible no ver metaforizada en el ave a la propia poesía[12]. La poesía, parece estar diciendo Gelman, canta incompletamente, porque es el lenguaje que “no cierra”, que nunca termina de significar y por eso no se agota -en contraste con los lenguajes “completos” de la servilidad, el utilitarismo, la dominación o simplemente la comunicación, entendida como un circuito completo y sin fallas-, una cuestión a la que también había aludido cuando, en el reportaje de 1992, recurrió a una definición de “poesía” que retomó en otras ocasiones: “palabra que dice lo que calla y calla lo que dice”[13]. “Incompletitud” o “inacabamiento”, entonces, para designar a aquello que no se cerró, que parece no haber agotado todo lo que podía dar y de ese peso de lo no logrado, esa fuerza de la insatisfacción, toma en parte su poder.

En lo puramente técnico, puede verse, por ejemplo, cómo, en Notas, los poemas de Gelman no finalizan estrictamente sino parecen haber sido abandonados al concluir un verso como podrían haberlo hecho en cualquier otro[14]. El poema no concluye (tampoco ha crecido ni ha tenido un desarrollo), más bien se interrumpe (curiosamente, Notas fue incluido en un volumen cuyo autor tituló Interrupciones), y esa sensación de que “podría haber seguido” produce un efecto de reverberación y un aura de latencias. Pero más allá de la eficacia de ese procedimiento -y sobre todo- es interesante la importancia que tiene en Gelman lo inacabado en el sentido de producto no pulido, artefacto que no se terminó de ajustar, que saca partido de esa falla a la vez que presenta y aprovecha los rastros de las operaciones de su proceso de producción.

Acerca de «el tema de lo no acabado, o la sensación de no acabado, como factor importante de una obra de arte», en un reportaje de 1997 Gelman comparaba dos versiones que hizo Miguel Angel de La Pietá: la de la catedral de San Pedro, «que es perfectamente apolínea, terminada», y la de Florencia, «que Miguel Angel no terminó, y [que] me conmovió muchísimo más. No creo que porque el escultor fuera más viejo y experto: hay algo más, no sé bien qué. Todo lo que sugiere la piedra que sobra me parece extraordinario»[15]. Ahora bien: si hay piedra que sobra, eso implica que hay aspectos de la figura representada que faltan y han quedado como inmersos en la materia pétrea. Y requieren, por lo tanto, ser imaginados, son pura ausencia o posibilidad. Por otra parte, y no en segundo lugar, la presencia de la piedra no terminada de trabajar es la recordación de que La Pietá no es carne sino piedra, y piedra trabajada y presente en la escultura como testimonio concreto, significante, de un trabajo. La incorporación a la obra del trabajo que la produjo como una de las dimensiones más significativas de la propia obra se relaciona, por un lado, con el gesto brechtiano de impedir todo ilusionismo, todo fetichismo y toda idealización, recordando que el arte es trabajo y que la obra es materia, e impidiendo toda identificación cándida de la representación con lo representado, pero además tiene que ver, en Gelman, con una actitud de exploración de las posibilidades creativas que ofrece la propia resistencia de la materia con que se trabaja, en este caso la lengua, incluido en ella el conjunto de saberes sobre la lengua de los que dispone el poeta.


El carácter intelectual y humorístico que Borges encuentra en el barroco, en tanto «estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura»[16] es aplicable a la poesía de Gelman a partir de cierto punto en que empezará a repetirse con la desenvoltura de quien se atreve a citarse por descreer de la originalidad, o, más aun, a plagiarse, como quien reconoce que, al menos en ese plano, no puede avanzar más. Un arte es para Borges barroco cuando «exhibe y dilapida sus medios». Lejos de resultar un estado terminal, esa extrema conciencia se vuelve para Gelman una veta a explotar. Si, así como se habla de una autoconciencia del cine en Godard, hay una autoconciencia de la poesía en Gelman, no necesariamente esto alude a una poesía referida a sí misma como tema -pero también lo es en ese sentido- sino al ejercicio productivo de la desilusión y a la transmutación de las limitaciones en riqueza, a un procesamiento de los propios límites que, al reconocer esa pesada resistencia, extrae precisamente de ahí una de sus principales corrientes de energía.

No es que mucho de esto no estuviera ya en los primeros libros de Gelman, particularmente en Gotán, el cuarto, donde hacen su entrada corrosiva e iluminadora el humor, el juego y el distanciamiento (y, por lo tanto, la refractariedad al sentido preciso y el adensamiento y la indeterminación resultantes de la conflictividad irresuelta de sentidos), pero no sólo allí los poemas tenían todavía principio y final definidos, no sólo cada uno aparecía organizado como para conformar una gran imagen y subsumir cada uno de sus efectos en un efecto englobador, sino además, en la tradición fundada por el simbolismo y sólo parcialmente revisada por las vanguardias, el poema daba la impresión de estar inscripto en una empresa trascendente, algo así como una captura de secretos de la existencia, y en grandes líneas persistía la concepción de la poesía como actividad espiritual, no sólo literaria, de descubrimiento asombrado y registro de relaciones un tanto extraordinarias entre las cosas o entre el hombre y las cosas[17].

Si se entiende por “ficción literaria” la articulación de textos cuya experiencia de lectura pueda ser un sucedáneo de la experiencia vital (es decir, que importen ante todo por la imaginaria experiencia vital que en el ánimo del lector produce la escritura), todavía los poemas de Gotán parecen ser un poco más ficción que escritura, o, mejor dicho, en ellos parece más pesar una dimensión del hecho literario que la otra (y mucho más, sin duda, en los tres libros anteriores). La capacidad de ficción y la concepción de la poesía como acceso a una realidad que la excede es lo que parece haberse agotado a partir de Cólera buey, y no es que Gelman ya no tenga nada que decir, porque las viejas cuestiones del amor, de la crítica político-social y de los misterios de la vida volverán insistentemente, pero ahora como parte del denso material existencial convocado por la escritura y que la escritura en su hacerse remueve. Ya no parece haber delante de la escritura nada que al reclamarla la organice, pero no sólo persiste el impulso de escribir sino hasta parece fortalecerse, al ya no responder a otra cosa que a su propia necesidad de ejecución.

Escribir, de Cólera buey en adelante, va a ser emprender algo que no se sabe qué es ni para qué, un empezar de cero y hacer algo que sólo se conocerá al estar hecho, pero tampoco es un empezar de cero absoluto, porque, como a cualquier otro escritor, le resultaría imposible a Gelman borrar las marcas que en su saber escritural había dejado una ya importante trayectoria en la poesía, ni despojarse de todo un patrimonio técnico y cultural cuya negación sería una negación de sí mismo. Dado que el cero es imposible, entonces, no quedaría otra alternativa que asumir lo que se tiene y escribir a la vez a pesar de eso y con eso, porque probablemente lo que ante todo se perdió haya sido la inocencia. «Hurra por fin ninguno es inocente», anuncia un poema de Cólera buey. Se trata, para seguir, de hacerse cargo de lo que se tiene o se es, y todo lo que se haga de ahí en adelante será eso: hacerse cargo.

Abocado a una práctica que se demitifica a sí misma para mantenerse en pie, Gelman parece decir «cuidado, estas no son más que palabras» y hacer de la escritura un recordatorio de que la escritura es materia, para hacer destellar todas las capacidades que la materia tiene y todo lo que eso involucra en tanto toda materia es materia involucrada, mucho más si se trata de materia verbal. Desaparecidas la fe en las palabras y el culto de las palabras, lo que pasará a importar es lo que hace con ellas la lengua, ese insistente reclamo de despliegue. Eso será entonces lo que se podrá leer: no tanto poemas como poesía, actitudes de la escritura. Leer a Gelman será asistir al juego de la puesta en juego de la lengua, lo que no puede nunca menos que poner en juego mucho más que la lengua, como ocurre cada vez que la lengua se desata.

 

 

[1] Marcel Proust, «A propósito de Baudelaire», en Crónicas, Buenos Aires, Adiax, 1978; traducción de José R. Falbo.

[2] Daniel Freidemberg, «Juan Gelman: La poesía es lenguaje calcinado», entrevista publicada en Cultura y Nación, suplemento del diario Clarín, Buenos Aires, 20 de agosto de 1992.

[3] Juan Gelman, Cólera buey, Buenos Aires, La Rosa Blindada, 1971.

[4] Juan Gelman, Anunciaciones, Madrid, Visor, 1988.

[5] Javier Cófreces y Miguel Gaya, «La belleza es subversiva», entrevista publicada en el diario Página/12, Buenos Aires, 28 de abril de 1988.

[6] La semejanza de este gesto con el de la “antipoesía” de Nicanor Parra difícilmente provenga de que Gelman hubiera leído a Parra o Parra a Gelman. Seguramente, sí, por cuestiones “de época”, hubo en ambos una misma necesidad de salir de la concepción de la poesía como experiencia espiritual superior o particularmente intensa, del lirismo extremo y de una figura de poeta “sabio” o “vidente”. Es también lo que en la Argentina un poco antes había empezado a ocurrir, de un modo aun más radical, en la obra de otro poeta escasamente vinculado por ese entonces a Gelman: Leónidas Lamborghini.

[7] Octavio Paz, El arco y la lira., México, Fondo de Cultura Económica, 1956. El poema, dice Paz en otro tramo de ese libro, «se ofrece como un círculo o una esfera: algo que se cierra sobre sí mismo, universo autosuficiente y en el cual el fin es también un principio que vuelve, se repite y se recrea».

[8] William Carlos Williams, «Fragmentos sobre poética», en Poemas, textos, entrevistas, Puebla, Universidad Autónoma de Puebla, 1987. Traducción de Martha Block.

[9] Sorprendentemente, Gelman ya había tratado y definido esa cuestión en el breve poemita casi en broma, muy citado posteriormente por sus antólogos, que a modo de epígrafe precede a los poemas de su primer libro: “¡Quién pudiera agarrarte por la cola/ magiafantasmanieblapoesía!/ ¡Acostarse contigo una vez sola/ y después sepultar esta manía!/ ¡Quién pudiera agarrarte por la cola!«. En Violín y otras cuestiones, Buenos Aires, Gleizer, 1956. Luego, Gelman reunió este libro y los tres siguientes, El juego en que andamos (1959), Velorio del solo (1961) y Gotán (1962), bajo el título común de Gotán, Buenos Aires, Seix Barral, 1996.

[10] César Vallejo, «Salón de otoño», en Escritos en prosa, selección de Claudia Caisso, Buenos Aires, Losada, 1994.

[11] Juan Gelman, Carta a mi madre, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1989. Juan Gelman, Salarios del impío, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1992.

[12] Juan Gelman, Incompletamente, Buenos Aires, Seix Barral, 1997.

[13] Poco antes la misma fórmula había sido manifestada por el español José Angel Valente, un poeta que durante fines de los 70 y principios de los 80, estuvo muy próximo a Gelman, con quien comparte cierto interés en la poesía de los místicos que desde esa época empieza a ser decisiva en la obra del argentino. Ignoro a quién de los dos pertenece la frase, o si a los dos por coincidencia o si ambos la tomaron de un tercero.

[14] Incluido en Juan Gelman, Interrupciones I, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1988.

[15] Daniel Freidemberg, «La belleza es una especie de escándalo», entrevista publicada por el «El País Cultural», suplemento del diario El País, Montevideo, 17 de octubre de 1997.

[16] Jorge Luis Borges, «Prólogo a la edición de 1964» de Historia universal de la infamia (1935), incluido en Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974.

[17] Juan Gelman, Gotán, Buenos Aires, La Rosa Blindada, 1962.