EPISODIO 1: Donde las murallas
aprenden a reír
En Dubrovnik, ciudad en la que las las murallas se retuercen y se arremolinan como serpientes de piedra que han bebido demasiado sol y cuyos adoquines brillan con una insolencia histórica que ningún archivo logra domesticar y los turistas tropiezan en la geografía como lectores de mapas escritos por alquimistas borrachos, el humor no comparece como ornamento ni como alivio retórico sino como sustancia primera de la existencia músculo vital catecismo sin confesor, alquimia de café negro rakija temprana y aire salobre. Aquí se comprende no por deducción sino por contagio que la risa croata se despliega como una epidemia codificada en refranes que condensan siglos de experiencia sarcasmo y administración del desastre y cada frase, cada murmullo, cada chanza, se vuelve hilo conductor de una cultura que ríe incluso cuando debería llorar.
El inat, ese
orgullo obstinado del espíritu balcánico, lejos de coagularse en resentimiento, se traduce aquí en carcajada cotidiana, ironía automática, resistencia civil y
estética en chiste que atraviesa cafés, callejones, y corbatas imposibles, como si
fueran puentes invisibles hacia una eternidad sin solemnidad. La risa no es
evasión sino forma de gobierno mínimo, una pedagogía sin cátedra que administra
la cercanía permanente de la catástrofe sin convertirla jamás en religión.
Entre
espresso ristretto y rakija comparece entonces el eco de Cervantes conocido
secretamente como Servet, prisionero de piratas berberiscos en Argel entre 1575
y 1580, ensayando fugas que fracasan una y otra vez, murmurando versos en los que ya
palpita la ironía de un Quijote todavía no nacido y observando encadenado cómo
la risa sobrevive incluso al cautiverio absoluto como espuma persistente en una
taza mínima de café negro. Mientras los piratas discuten con gravedad absurda
la longitud de sus propias corbatas, Cervantes anota mentalmente que si el
hidalgo cabalgara por Stradun Dulcinea sería eslava. La Historia conspira así para enseñar que el humor es
filosofía práctica espada y escudo mapa y brújula remedio y conjura
simultáneos.
Los bećarac flotan sobre plazas y tabernas mezclando insulto y elogio, deseo y
burla, en una sintaxis oral que no distingue entre celebración y ataque. Los
niños erigen anfiteatros líquidos en los charcos, los gatos ejercen crítica
literaria silenciosa, los perros narran tragedias no solicitadas. Los taxistas
abandonan turistas en callejones inexistentes y declaran con gravedad
hermenéutica que la ciudad ha decidido otro comienzo. Aquí perderse es método, equivocarse es rito y la confusión sacramento, en tanto la poesía solemne
permanece en las alturas, incapaz de contener la volatilidad vital de una risa
que se despliega en cafés corbatas refranes y charcos.
EPISODIO 2: Un ensayo que no se
deja archivar
No existe un acervo de chistes croatas pretenderlo es como exigir que el sauce dé uvas y aun así la tentación clasificatoria persiste porque la academia confunde perseverancia con método. El humor croata no se conserva, se ejercita, se transpira, se traga antes del desayuno con un vaso de rakija, y quien no lo hace corre el riesgo de ser observado con desprecio por un perro invisible que ladra solo por sí mismo ,como si el mundo entero fuera un teatro de abstracciones y uno apenas un actor que llega tarde al ensayo.
A
diferencia de la amargura que se estaciona en la solemnidad y espera devoción
con ceja arqueada, el humor croata se retuerce, tropieza, se golpea contra la
pared de la historia, y se levanta agitando su abanico de ironía y proverbios. Sin esfuerzo no hay aprendizaje, pero nadie dijo que el
esfuerzo no pudiera ser risible, performativo, incluso grotesco, como estudiar
metafísica mientras se mastica pan rancio pensando en la última crisis
municipal.
En este
teatro de tensiones aparece Kusturica como orfebre del folclore exportable, afinador de acordeones simbólicos, fabricante de un humor impostado que se contempla
demasiado y se vuelve postal. Frente a él irrumpe Žižek no como representación
sino como detonación mezclando filosofía con chistes obscenos y teoría con la
eficacia de quien arroja pólvora en las salas de profesores en los que uno estiliza, el otro desordena donde uno embalsama el otro contamina. No es una disputa
estética sino epistemológica porque el humor auténtico no ilustra identidades
las descompone.
Hay aves que vuelan en espiral para burlarse de la geometría. En ese punto las farmacias antiguas la de los franciscanos o la atribuida a Alighieri, dejan de ser depósitos medicinales para revelarse como habitáculos simbólicos en los que se dispensan ungüentos contra la vecindad histórica, jarabes de paciencia, pomadas de ironía para paliar trastornos crónicos de convivencia balcánica. No curan el pasado lo vuelven soportable y risible.
Dubrovnik deja de ser ciudad y deviene órgano
palpitante corazón abierto que late con carcajadas minerales. Caminas tropiezas, bebes, escuchas, y entiendes riendo, que la risa croata no es ornamento cultural
sino condición de existencia. Y si todo esto es exageración bendita, exageración
porque confundir la vida con un pie de página es el único error que aquí no se
perdona.
EPISODIO3: Nota sobre la risa cuando se le
quita el cuerpo
Conviene ahora retirar el ornamento no por virtud sino por método. Si lo anterior opera por proliferación este episodio procede por sustracción deliberada. No añade resta. No celebra enumera. No ríe, observa la risa como si ya hubiese ocurrido y dejara solo un residuo conceptual. Aquí la risa no es experiencia sino objeto. No es universal no es espontánea no brota del carácter ni del clima ni de la identidad. Es una técnica de relación con la contradicción. Donde la contradicción se reprime aparece la solemnidad. Donde se administra aparece la ironía. Donde se habita aparece la risa.
Desde esta
perspectiva no existen humores nacionales sino regímenes históricos de gestión
del conflicto. El problema comienza cuando la risa se estetiza hasta convertirse en representación, cuando pasa a ilustrar lo que debería interrumpir.
En ese punto pierde su función principal: desactivar el exceso de sentido y
comienza a confirmarlo. Ya no corta decora. Ya no incomoda tranquiliza.
La corrección política no elimina el humor lo neutraliza. Produce chistes previsibles sin riesgo, sin desplazamiento, sin costo subjetivo. La risa que no compromete al que ríe es una forma menor de lenguaje, una cortesía sin efecto. Por eso cuando el humor se clasifica, se explica, se traduce, suele ser señal de que ya ha perdido eficacia. El humor verdaderamente activo no se deja explicar del todo, no por profundidad, sino porque opera antes del concepto. Cuando llega la teoría la risa ya ha hecho su trabajo.
Este texto
no propone alternativa, fija un límite.No todo exceso es resistencia.
No toda risa es subversiva. A veces la risa es solo síntoma de adaptación exitosa.
El exceso anterior necesitaba este espacio seco para no convertirse en ornamento puro. Este ascetismo sería ilegible sin aquel exceso. No se corrigen se necesitan. Si antes se afirmaba que quien no ríe no participa de la ceremonia, aquí se añade con sobriedad incómoda que no toda ceremonia merece risa.
No hay
cierre. No hay epifanía. Solo una pausa.
La risa si vuelve que vuelva sola. Y sin embargo todo queda dicho. Porque si este ensayo ha venido avanzando en espiral, y retrocedido por exceso, no ha sido para demostrar nada, sino para ejecutar una operación mínima: mostrar que la risa cuando es real no pide permiso, no solicita marco teórico, no comparece dócil ante el índice ni ante la nota al pie. La risa acontece o no, acontece y cuando acontece deja residuos que la erudición recoge tarde como quien llega a un incendio con un cuaderno. Aquí se ha exagerado para que el gesto fuera visible. Se ha secado después para que no se confundiera con estilo. Se ha citado para no caer en el grito y se ha reído del formato para no confundir el rigor con obediencia.
El resultado no es una teoría del humor, una identidad cultural o una defensa del chiste, sino una constatación incómoda: que pensar sin risa produce solemnidad y que reír sin pensamiento produce decoración. Todo lo demás —ciudades, murallas, piratas, filósofos, obispos, farmacias, proverbios, cafés— ha sido material de combustión.
El texto se cierra aquí no porque haya concluido sino porque continuar sería repetir el gesto y toda repetición de la risa es ya su domesticación. Queda entonces lo único que no puede archivarse :la interrupción.
Notas:
Dubrovnik fuera de plano
Cuando Dubrovnik fue rebautizada como King’s Landing por la liturgia del espectáculo, Lena Headey (Cersei Lannister) caminó por sus calles esperando el temblor devocional que suele preceder a las reinas de pantalla. No lo hubo. La ciudad, veterana en destronar símbolos, prefirió atender su contabilidad diaria.
Peter Dinklage (Tyrion Lannister), según
comentó en entrevistas, encontró “extraña” esa normalidad que no se arrodilla:
la capital de Poniente no se comportaba como set sino como ciudad, error
imperdonable para la industria.
Llegaron también Emilia Clarke (Daenerys Targaryen) con su carisma de dragón domesticado por el marketing y Kit Harington (Jon Snow) con su melancolía de héroe exportable. Esperaban reconocimiento, esa forma abreviada de amor que vende el culto al espectáculo.
Dubrovnik, en cambio, estaba ocupada negociando
con el clima, con el turismo, con su propio desgaste. No hay tiempo para la
épica cuando el café se enfría y el pescado no espera.
Las declaraciones —pulidas por la prensa— insistían en el desconcierto: que nadie pidiera fotos, que los saludos no se multiplicaran, que King’s Landing no funcionara como parque temático.
El error fue teológico. Confundieron capital
con altar, ciudad con audiencia, habitantes con extras. Dubrovnik, barroca
hasta la insolencia, respondió con su crítica más feroz: la
indiferencia organizada. Las murallas, que ya habían visto pasar repúblicas y
cañones, no distinguieron entre Cersei
y una turista más; los adoquines no reconocieron a Tyrion; los gatos —críticos implacables— ignoraron a Daenerys y a Jon con idéntica elegancia.
Así quedó expuesto el dogma del espectáculo: creer que existir es ser visto, que una ciudad debe comportarse como fanbase.
Dubrovnik no lo hizo. Hizo algo peor para la industria: siguió viviendo. Y al
hacerlo, desnudó la ficción más cara de todas —la de la centralidad— dejando a
las estrellas con nombre propio y personaje célebre frente a la única soberanía
que no concede close-up: la del tiempo.
El obispo Marko Medo, titular de la Diócesis de Gospić-Senj, una jurisdicción extensa, montañosa y obstinadamente ajena a cualquier tentación de prime time, dejó caer en una homilía —sin focos, sin plano medio, sin subtítulos emocionales— que “una comunidad demasiado atenta a ser mirada acaba por olvidar qué estaba haciendo antes de posar”.
La frase, dicha con la tranquilidad de quien no espera ser citado ni recompensado por su lucidez, parecía destinada a una vida breve y parroquial, pero tuvo la mala educación de funcionar demasiado bien fuera de su contexto.
Medo, claro está, no hablaba de actores con abrigos largos ni de ciudades temporalmente alquiladas por la ficción global; hablaba desde un territorio donde la fe no compite por atención y donde la visibilidad es un problema menor comparado con la perseverancia. Y sin embargo, su observación —desprovista de intención crítica explícita— resultó demoledora para cualquier economía del espectáculo: señaló, sin elevar la voz, que el deseo de ser visto no es profundidad sino distracción, y que posar, cuando se vuelve hábito, sustituye con eficacia alarmante a vivir.
Leída desde Dubrovnik, la frase adquiere un brillo casi cómico: mientras unos interrumpen la vida para demostrar que están en ella, la ciudad continúa con su rutina arcaica y ofensiva para la industria, esa rutina que consiste en no actuar, no explicar, no reaccionar a tiempo.
El obispo, sin proponérselo, formuló así una teología perfectamente aplicable al turismo cultural y a la televisión de prestigio: no todo lo que convoca miradas merece atención, y no todo lo que importa necesita testigos.
Dubrovnik no citó a Medo, no lo compartió, no lo convirtió en lema. Hizo algo más grave para el espectáculo: siguió funcionando. Porque hay frases que no buscan viralidad y ciudades que, con una crueldad exquisita, las practican sin enterarse.
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(Autor serbio-croata; inclusión deliberada por
fricción histórica y literaria.)
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