Con Héctor Hernández Montecinos, figura fundamental de la poesía hispanoamericana, durante una época compartíamos el gusto por descubrir “escrituras disidentes”, y tal vez llegar hasta su origen, solo para negarlo. Fue Héctor, quien hace más de algunos años, me hablo por primera vez de Arturo Borda, poeta boliviano quien en 1866 publicó una monumental obra titulada “El loco”.
Conseguí y comparto el libro de este
personaje, casi un secreto de la poesía boliviana para el mundo. Uno de esos
autores que podría arrogarse el derecho de exclamar: “Rimbaud, tranquilo. A mí
no me jodas”.
MM
ARTURO BORDA. EL LOCO
M. MUNICIPALIDAD DE LA PAZ
BIBLIOTECA PACEÑA
La Paz – Bolivia – 1866
Sabe que
lo que leas aquello que te
hiera, lo que descubra tus laceríasen lo
profundo de la conciencia, eso,
yo, que cuando
vivía aun
no nacieron tus padres, lo hice para que por acto reflejo te indigne, para que reacciones y triunfes.
Ahora, si quieres, ódiame; pues no te necesito ni me fueron necesarios tus antepasados.
Ahora
considera que tu victoria es el fin de tus
luchas, la hora
del reposo
en el cansancio de tus abriles, la iniciación de las
impotencias,
el hartazgo de tus sufrimientos,
la urgencia de silencio, la hora de la última
soledad.
Mas, si caiste, tiembla ante las
sonrisas misericordiosas. Se duro
y cierra
el oído para no entender la rechifla en el
misterioso silbo de
las sierpes.
Con tu
experiencia has roca de
tus hijos.
Si
llora, de cada
lágrima forjarás, para
ejemplo, una centella;
de cada suspiro
harás un himno y de cada caída fabricarás un poema
de rebelión;
de la impotencia de cada postración es de donde
exprimirás
la energética para los avances.
Vencido
o vencedor sé duro
de corazón y avanza á tajo de
machete.
NOTA DEL EDITOR: — El autor,
como se verá
más adelante, dice que
cada artículo que ha escrito es la
reacción inmediata de un fracaso;
de consiguiente «El Loco»
es algo como un ramillete
de las floraciones de sus caídas, siendo, por tal manera, el ejemplo y la
esperanza de la victoria de todas las impotencias y derrotas.
* Esta Nota del Editor
corresponde a una
anotación que aparece en los originales del autor.
Ofrenda ígnea
Llegó la noche y me dormi con
opresiones.
•
En
sueños supe que por
los que me querían se
quemaba
en angustia
mi corazón,
incendiando mi
ser;
por eso me detuve
sediento en la selva, é, inclinándome
sobre
un
manantial,
bebí agua
en la cuenca
de
mis manos,
las que luego
me lavé estrujando
jabonosas
moreras. En mis
entrañas hubo
un instante
de sosiego.
Después
vi cómo esas espumosas
aguas se iban
al
través de las
brumas, vertiéndose sobre
un mundo
informe
que rodaba en el
espacio. En
él reconocí
LAS
AMERICAS, en las cuales,
pululando las multitudes
juveniles,
iban
soplando
en las aguas millares
de
globitos, los
que reflejando
en su líquido cristal
aquella
muchedumbre, hendían lentamente el azul.
Entretanto
yo era ya una
llama v iva, en la que
toda
esa chiquillada
inocentemente
alegre encendía
sus
cigarrillos, inflamado con humo
las pompas tornasoles
que
al
través de
los cielos andinos
iban á
reventar
en los éteres
de donde caían
en fecundo
rocío.
Luego, cuando
hubieron desaparecido, combustionados
ya,
mi
carne y
mis huesos,
y sólo mis
sesos
y mis
tuétanos se acababan en mi
propia lumbre,
dando
la mas
roja llama,
entonces, a medida
que
me consumía
en esa
fría eterización del luego,
yo iba despertando y
•
El sol estaba alegrando ya la
mañana
EL SOPLO AUGUR
Siempre todo parecía mudo y desierto en las
alturas
de los atalayas escondidos en las opacas
brumas; en vano
alerteaba tenazmente el clarín, anunciando el
cansado clamor
de la tierra baja. Mas, la fatiga iba
agotando aún la
paciencia en los yermos mismos; por eso las
tierras de
oriente y occidente, y de
levante y poniente, crujen,
revientan
y saltan, y, al choque de los opuestos
vientos, surgen
innúmeros torbellinos que avanzan en
tropel, adentrándose
en la densa noche. Entonces ya no se oye
nada
más que un lejano y sordo vocerío de
muchedumbres que
fermenta la pesadilla. El ambiente se inquieta
con angustia
de presagio; pues los ensueños se cuajan de
sanguinolentos
resplandores de incendio. Y…
…………………………….
Inquietando el cielo
tras los inmensos Andes,
algo anuncia en el alba
ese trágico reverbero.
*
Del punto en donde nace el sol,
tramontando los sempiternos hielos,
llega el ignoto soplo,
oscuro, denso y vasto
opacando la aurora,
cual si fuese un indómito huracán.
De esa suerte calígeno,
arrollando todo, avanza veloz,
dilatándose de horizonte a horizonte,
por lo que huyen los reptiles,
las aves y las fieras,
a sus antros o a sus nidos y cubiles.
*
Más tarde,
eclipsado en su orto,
al través del negro ventarrón,
está rojo ya el sol
y los mares se estremecen,
rezongan los montes,
el aire se quiebra y suspira
cual si fuese hielo o cristal.
*
Y, probablemente, porque en la niñez los ojos no
están acostumbrados a medir las distancias y
desconocen
la perspectiva, mirando todo cual si estuviese en
un solo
plano, es que el chiquitín aquél, contemplando en
lontananzas
el torbellino, o, más bien dicho, la tromba que
avanzaba
danzando en el arenal, reía y reía a la vista de
sus
ondulantes retorciones, y, posiblemente, cuando al
inclinarse
parecía caerse, acaso criticando su mala
construcción
de columna, extendió deliciosa y febrilmente sus
finas y
suaves manecitas, como para componerla o atajarla.
Poco
rato después, reconociendo, tal vez, que sólo era
de arena
y aire, y suponiendo, quizá, que se hallara al
alcance de
sus pulmoncitos, se puso a soplar, encantadoramente
sofocado,
contra la tromba que avanzaba incontenible. Y el
niño reía y reía hermosamente, soplando cada vez
con más
fuerza; pero aquello, ese beso o succión de cielo y
tierra
en iracundo maridaje, se aproximaba rápido,
oscureciendo
el firmamento; mas el muchacho se le enfrentó
inocentemente
impávido y temerario a tiempo que desde su distante
hogar llegaban unas desesperadas y débiles voces,
lamándole en vano, porque al llegar el soplo fatal,
caldeando
la atmósfera, lo suspendió en su vórtice, entre
sierpes,
leopardos, antas, arbustos y gigantescos robles,
entre
enseres, cóndores y bestias menudas, girando todo
en la
fuerza del torbellino. La familia del niño no tuvo
más remedio
que esconderse en la casucha en parte derruida por
el paso del simún, torbellino o tromba que se fue
alejando
tras los confines.
Entonces, bajo la gran cerrazón, el ambiente quedó
caldeado como por un incendio.
De esa suerte, saturándolo todo, seres y cosas,
en el mundo se esparce y dilata
una inquietud febril, de angustia mortal:
que, pues, por la terca incomprensión
del avaro egoísmo guía,
ya no se presiente, ni lejano siquiera,
ni alivio ni remedio, a ese recóndito mal;
porque alzándose amarga, lenta y severa,
la tierra buena, árida y dura ya,
encrespa y arma las almas
en son sigiloso y abierto de lucha larga y cruenta
aunadas en fuerza de la urgencia propia,
orientadas, por instinto, sin credo ni doctrina, ni
guía,
a su único norte, su salvación.
Tal trasuda el mundo, al fin,
queriendo y sin querer,
sabiendo y sin saber,
la honda revolución social,
en la que de onda en onda,
la humanidad proletaria
va entonando de polo a polo
el grito del hambre.
*
Así se halló enlutada la luz,
desde la mañana al anochecer,
con el viento negro que cruzara bramando
hacia donde se pone el sol.
Y en la noche helada y larga,
llena de tinieblas,
incierto vacila el orbe
y un secreto horror,
que entenébrese la razón,
aterra a los hombres
porque en el abejeo de los silencios neuróticos aún
(se oye
el cantar lejano:
«Arriba los pobres del mundo,
de pie los esclavos sin pan…»
…………………..
Todo parecía adormecerese en un vago sopor en la
vasta pedregosa pampa; sólo el viento salmodiaba
secuencias,
larga, melancólicamente.
Tal era el aspecto de la naturaleza, cuando salimos
de la sombra.
En el horizonte el cielo rayaba una difusa
claridad.
Yo vacilaba, desviándome a cada momento, porque
de tiempo en tiempo pasaban unas rachas de niebla
muy
densa.
—Por acá. Por acá. Pasito a paso. No titubees. Ven:
rompamos de una vez estas atmósferas. Ven por acá;
si no
te asfixias.
—Pero ¿a dónde vamos?
—¿No ves que estamos retrocediendo?
Y tomándome de la mano, me condujo hasta la ceja
de un precipicio.
En Oriente el sol amanecía pálido y frío
Al fondo del abismo, vi una ciudad de aspecto
rarísimo;
formábanla los sepulcros, y parecía salir de las
tinieblas de una
catacumba inmensa; se extendía en el valle
y sobre el lago. Después subía las faldas de los
montes,
descendía a zonas tropicales, escalaba escarpas
inaccesi-
bles, se dilataba en pampas
fatigantes y continuaba
ascendiendo hasta coronar las cumbres de las
cordilleras que
se esfumaban en los azures.
I
LA FIESTA DE LA RAZA
es el divino fervor
de una alegría
en la gloria de su victoria
y no el dolor
de un ser ilota
en la vergüenza
de su derrota.
La naturaleza reverbera bajo el sol canicular y la
luz
hiere mis retinas; tanta es la claridad del sol.
Hoy es la Fiesta de la Baza. En el
ambiente flota un
constante y acompasado son, cual si fuese el
angustiado latir
de la tierra. Luego, más oír, se adivina un lejano
llanto;
notas fugitivas de yaravíes.
Mi corazón palpita, desesperado por huir ¿acaso a
dónde?
…………………………………………………………
Estoy sentado en el corredor, recibiendo la lluvia
del
sol que cae a modo de un chorro de agujas.
La música indígena se acerca momento a momento,
a semejanza de una pulsación ambiente, dolorosa y
monótona,
tanto que más parece un eco de las tumbas.
A consecuencia de semejantes melodías, la sangre
que cae en mi corazón, casi traquetea en mi oído,
adquiriendo
el acento de una voz que insinúa hacer porque se
aclare y precise pronto ese lejano y matador son
indígena,
que viene lentamente, a modo de una marcha fúnebre
soterrada.
Pero ya llega. El vecindario se alborota y sale a
la
calle.
………………………………………………………………….
Corro a la ventana de mi dormitorio. Agitado con
las
más violentas pulsaciones, espero un momento.
………………………………………………………………….
Al compás de la música que se acerca, el gentío se
aglomera en la esquina. La mayoría del populacho
componen
los aborígenes, descalzos y emponchados. Lila,
esmeralda,
graneé, bermellones, negros y morados, ostentan
en sus ropas. Entre los espectadores se ve algunos
mestizos.
La orquesta o banda se compone de cornetas, kgenas,
platillones y bombos, cuyos sones repercuten
sordamente
en mi pecho.
La multitud desemboca en la esquina, semejando un
olaje de torrentera.
………………………………………………………………….
Me acodo en el pretil de la ventana.
En hilera, en medio de
la poblada, aparecen unas
indiecitas, ataviadas a la usanza inca. Vienen con
las caras
cubiertas con tul; y también a la izquierda, en
columna,
los varones.
Son los aymarás.
¡Qué danza tan rara y tétrica!
Con lujosa vestimenta recamada de oro y plata,
acompasando con el cetro el latir de los corazones,
viene
llorando el inca Huachacuyac. Le
acompañan dos incas,
gravemente, hilando en grandes ruecas. Todos tres
se hallan
escoltados, a la izquierda por auquis y curacas,
que
van escarmenando lana blanca; y a la diestra,
hilando, las
ñus tas y pallas, que, núbiles aún, avanzan
llevando al compás
con las caderas. Hay derroche de colorín en sus
ropas
de lana.
Todos, como por resorte,
llevan con sus cuerpos
pesados ese ritmo de música taladrante.
Luego el Inca, deteniéndose en la esquina, hace la
señal de ¡Alto!
Al momento calla la música y todos forman círculo
en derredor del monarca, mientras que una de
las ñustas,
cargada del Real Heredero, enjuga con su
lujosa llijlla el
largo y silencioso llanto del Rey, el cual hace a
instante señal
de ¡Marcha!
Nuevamente resuena la música. Y la comitiva se va,
hilando siempre su nostalgia racial.
………………………………………………………………….
Esta no es una danza, es, más bien, una procesión
que año por año repite el mismo grito, como
recordando a
la raza el deber de buscar el sucesor de
Atahuallpa. Son los
Kullahuas.
Y no puedo más; la fiesta me inocula toda su
tristeza.
¡Qué danza de pena tan honda! Mi espíritu y mi
corazón
sufren opresiones con tan monótono e incansable
son.
*
Cierro la ventana. Me pongo el sombrero, tomo el
bastón y salgo. Echo llave a la puerta y me dirijo
al campo.
Pero cuanto más huyo tanto más me sigue el monótono
e incansable compás.
Así he dejado ya muy atrás el camposanto. El camino
por el que voy, es pedregoso y está cercado de
retamas,
de menta y toronjil. A mano derecha, detrás de una
tapia, se yergue un espino en flor, en la cual bebe
la miel
un colibrí, sosteniéndose con revolar febril sobre
un luminoso
azul.
………………………………………………………………….
Trepo la cima del monte.
La música aymara me
persigue; está en mí: se ha
infiltrado en mi ser y
tiene el ritmo eterno del corazón en
angustia. Es la congoja de la vieja raza, por eso
tan dolorosa;
para quien sepa oírla, cada compás es un latido,
cada son
es una lágrima que viene de muy lejos, de remotas
edades.
¿No se recuerda su origen? Sí: la opresión
esclavizadora
del español.
Sopla el viento solano, gimiendo en la paja brava,
cual si fuere el eterno dolor de las tierras
eriales, clamando
la vuelta de las civilizaciones aborígenes.
Luego, cuando los vientos se aquietan, el universo
parece en modorra.
Andando así, sin rumbo, pienso que se reconoce la
música aymara, cuando oída aún de lejos, se
advierte en
ella el ritmo de la sangre, que, sumergiendo la
vida en la
melancolía caótica, asfixia las almas en su
misteriosa congoja:
es el llanto de los harevecs o Uaquiarus soñando
el
retorno del Inca victimado; es el lúgubre miserere
de una
ronda fantástica de auquis y curacas que gimen en
su profunda
desolación, buscando en vano el perdido imperio. Es
más: es la soberbia del dolor recogiéndose en sí.
Meditando de esta suerte, y ambulando bajo un sol
de plomo hirviente, tuve con los ojos abiertos el
siguiente
casi ensueño.
Hálleme sentado en la cima de un alto monte,
mirando
la sucesión de colinas y lomas, de sierras y
collados, y
más allá, los inquietos cristales rotos del lago, a
continuación
del cual distinguí nueva sucesión de quiebras y
lomas,
y, al fondo, los Andes, detrás de cuyas nevadas
crestas se
hundió el sol, entintando el cielo, desde el
violeta leve del
cénit al encendido escarlata de los horizontes.
Luego, más que ver, presentí que alguien turbaba
el sacro silencio del instante. Mas, todo se ahogó
en la mística
calma. Entre tanto el crepúsculo se apagaba
funeralmente.
Después soplaron los cierzos, de Poniente a
Levante,
y emergieron de lontananzas nubarrones siniestros.
De pronto veo que trepando escarpas se aproxima
un viajero; pero al instante desaparece detrás de
las breñas.
Los vientos resoplan ya con furia, y, sorda, muge a
lo lejos la tempestad.
¿Es visión de mi mente acalorada o es una aparición
la de este viajero que se aproxima, sin más abrigo
en plena
cordillera, que su burdo sayal, en tanto que su
enmarañada
melena, batida por los soplos, semeja una umbreola
forjada en tinieblas?
En esto, mientras la sombra nocturna se difunde
en el orbe, los relámpagos abaniquean
instantáneamente,
disipando un punto las lobregueces, que luego caen
más
hondas.
(Fragmentos extraídos de la edición original de El Loco)




