sábado, 15 de noviembre de 2025

ÁNGEL CERVIÑO. CONTRA ORALIDAD

 

                                                                                                                                            chris burckard


Los que me conocen ya saben lo poco que me gusta leer en público, supongo que se trata de algo no premeditado, intuitivo o visceral, que tendrá que ver con la timidez y la inseguridad, pero, claro, a lo largo de todos estos años he ido teorizando esa disposición, esa no-disposición, y ahora ya me veo armado de un corpus teórico que la sustenta. Allá va.

 

En primer lugar, mi escritura se organiza de forma muy visual. Me interesan las estrategias plásticas de ocupación de la página: esas líneas oscuras desplegándose sobre la superficie del papel. En no pocas ocasiones he decidido el aspecto tipográfico de un texto antes de escribir una sola línea. Las diferentes secciones de un libro suelo ‘verlas’ plásticamente configuradas antes de comenzar a trabajarlas. Obviamente todo esto desaparece en cualquier lectura pública.

 

Cuido mucho también los aspectos musicales y la sonoridad de la escritura, pero yo diría que esos valores sonoros se asientan siempre sobre un trazado visual, sobre una arquitectura previa.

 

Suelo utilizar una amplia y variada gama de signos gráficos y procedimientos constructivos que plantean serias dificultades a la lectura y la oralidad: guiones, asteriscos, barras diagonales, notas al pie, parlamentos —entrecomillados o no atribuidos a los diferentes personajes que pasaban por allí. ¿Cómo leer una nota al pie en un verso? ¿Se va a la nota en el momento en que aparece, interrumpiendo el discurrir del texto, o se lee el poema completo y al final se va a la nota explicando en qué punto exacto se encontraba la llamada? No sé cuál sería la peor solución, pero ninguna es buena.

 

Por otro lado, la performatividad, o la simple lectura en voz alta, añadiría a mis textos toda una serie de valores no previstos, ni buscados (y quizá tampoco deseados): la entonación, la dicción más o menos clara o arrastrada, un ritmo rápido o más pausado, énfasis y silencios, toses, tartamudeos, errores de lectura, carraspeos... Valores que pertenecen al lector (aunque sea yo mismo) y a su pericia o estado de ánimo, pero no al texto. Al menos, no al texto tal como fue concebido.

 

Otra interferencia grave la proporciona el hecho de que toda lectura pública de poemas es, antes que ninguna otra cosa, un acto social, una reunión de personas, con todos los juegos de representación y exhibición de roles que esto conlleva. Un entorno sonoro y social que no deja de añadir capas de significación sobre el texto, sepultándolo bajo estratos de gestos y carantoñas; obstáculos, todos ellos, que desaparecen en una lectura privada y silenciosa.

 

Aunque quizá el reparo más sólido que puedo poner a la lectura pública de un texto es la linealidad irreversible que se le impone. El lector no puede aquí detenerse en un punto clave, y volver atrás, a algún pasaje anterior que ahora resulta iluminado por los versos que le sucedieron, y volver a paladearlo a la luz de estas nuevas aportaciones que lo enriquecen, lo matizan o lo contradicen (un recurso que he utilizado con cierta frecuencia). Tampoco puede pararse un rato a disfrutar con más detenimiento y delectación de una imagen inesperada o, simplemente, mantenerse en el clima verbal de un fragmento que le toca de forma más directa, y reflexionar sobre lo que va leyendo, dejándose llevar por una marea de evocaciones no previstas, que requieren de un paso más lento y de una atención diversificada. Así leo, y así me gustaría que me leyeran.

 

Y no estará demás terminar citando a J. M. Ullán, con una frase que muchas veces me ha servido de baluarte o burladero: “... todos los esfuerzos previos de despersonalización se hacen añicos, tienes que reconstruir el conjunto como si se tratara de una cosa propia, que lo será, pero que no tendría que serlo hasta el punto de proclamarlo”.

(J. M. Ullán, “Eso de leer poemas”. Entrevista con Eloísa Otero)

 

En realidad, la cosa es muy sencilla, siempre que puedo elegir opto por la palabra desnuda que se cuela silenciosa en la mente del que lee sin mover los labios, generando allí su propia música, resonando en los archivos verbales del receptor. Imágenes acústicas posándose en nuestra mente, depositándose sobre cláusulas y conceptos como el polen que cubre los charcos. Así me gustaría presentar mis textos, sin otro aditamento.

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