Los que me conocen ya saben lo poco que me gusta
leer en público, supongo que se trata de algo no premeditado, intuitivo o
visceral, que tendrá que ver con la timidez y la inseguridad, pero, claro, a lo
largo de todos estos años he ido teorizando esa disposición, esa
no-disposición, y ahora ya me veo armado de un corpus teórico que la sustenta.
Allá va.
En primer lugar, mi escritura se organiza de forma
muy visual. Me interesan las estrategias plásticas de ocupación de la página:
esas líneas oscuras desplegándose sobre la superficie del papel. En no pocas
ocasiones he decidido el aspecto tipográfico de un texto antes de escribir una
sola línea. Las diferentes secciones de un libro suelo ‘verlas’ plásticamente
configuradas antes de comenzar a trabajarlas. Obviamente todo esto desaparece
en cualquier lectura pública.
Cuido mucho también los aspectos musicales y la
sonoridad de la escritura, pero yo diría que esos valores sonoros se asientan
siempre sobre un trazado visual, sobre una arquitectura previa.
Suelo utilizar una amplia y variada gama de signos
gráficos y procedimientos constructivos que plantean serias dificultades a la
lectura y la oralidad: guiones, asteriscos, barras diagonales, notas al pie,
parlamentos —entrecomillados o no—
atribuidos a los diferentes personajes que pasaban por allí. ¿Cómo leer una
nota al pie en un verso? ¿Se va a la nota en el momento en que aparece,
interrumpiendo el discurrir del texto, o se lee el poema completo y al final se
va a la nota explicando en qué punto exacto se encontraba la llamada? No sé
cuál sería la peor solución, pero ninguna es buena.
Por otro lado, la performatividad, o la simple
lectura en voz alta, añadiría a mis textos toda una serie de valores no
previstos, ni buscados (y quizá tampoco deseados): la entonación, la dicción
más o menos clara o arrastrada, un ritmo rápido o más pausado, énfasis y
silencios, toses, tartamudeos, errores de lectura, carraspeos... Valores que
pertenecen al lector (aunque sea yo mismo) y a su pericia o estado de ánimo,
pero no al texto. Al menos, no al texto tal como fue concebido.
Otra interferencia grave la proporciona el hecho de
que toda lectura pública de poemas es, antes que ninguna otra cosa, un acto
social, una reunión de personas, con todos los juegos de representación y
exhibición de roles que esto conlleva. Un entorno sonoro y social que no deja
de añadir capas de significación sobre el texto, sepultándolo bajo estratos de
gestos y carantoñas; obstáculos, todos ellos, que desaparecen en una lectura
privada y silenciosa.
Aunque quizá el reparo más sólido que puedo poner a
la lectura pública de un texto es la linealidad irreversible que se le impone.
El lector no puede aquí detenerse en un punto clave, y volver atrás, a algún
pasaje anterior que ahora resulta iluminado por los versos que le sucedieron, y
volver a paladearlo a la luz de estas nuevas aportaciones que lo enriquecen, lo
matizan o lo contradicen (un recurso que he utilizado con cierta frecuencia).
Tampoco puede pararse un rato a disfrutar con más detenimiento y delectación de
una imagen inesperada o, simplemente, mantenerse en el clima verbal de un
fragmento que le toca de forma más directa, y reflexionar sobre lo que va
leyendo, dejándose llevar por una marea de evocaciones no previstas, que
requieren de un paso más lento y de una atención diversificada. Así leo, y así
me gustaría que me leyeran.
Y no estará demás terminar citando a J. M. Ullán, con
una frase que muchas veces me ha servido de baluarte o burladero: “... todos
los esfuerzos previos de despersonalización se hacen añicos, tienes que
reconstruir el conjunto como si se tratara de una cosa propia, que lo será,
pero que no tendría que serlo hasta el punto de proclamarlo”.
(J. M. Ullán, “Eso de leer poemas”. Entrevista con
Eloísa Otero)
En realidad, la cosa es muy sencilla, siempre que
puedo elegir opto por la palabra desnuda que se cuela silenciosa en la mente
del que lee sin mover los labios, generando allí su propia música, resonando en
los archivos verbales del receptor. Imágenes acústicas posándose en nuestra
mente, depositándose sobre cláusulas y conceptos como el polen que cubre los
charcos. Así me gustaría presentar mis textos, sin otro aditamento.

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