sábado, 15 de noviembre de 2025

ÁNGEL CERVIÑO. CONTRA ORALIDAD

 

                                                                                                                                            chris burckard


Los que me conocen ya saben lo poco que me gusta leer en público, supongo que se trata de algo no premeditado, intuitivo o visceral, que tendrá que ver con la timidez y la inseguridad, pero, claro, a lo largo de todos estos años he ido teorizando esa disposición, esa no-disposición, y ahora ya me veo armado de un corpus teórico que la sustenta. Allá va.

 

En primer lugar, mi escritura se organiza de forma muy visual. Me interesan las estrategias plásticas de ocupación de la página: esas líneas oscuras desplegándose sobre la superficie del papel. En no pocas ocasiones he decidido el aspecto tipográfico de un texto antes de escribir una sola línea. Las diferentes secciones de un libro suelo ‘verlas’ plásticamente configuradas antes de comenzar a trabajarlas. Obviamente todo esto desaparece en cualquier lectura pública.

 

Cuido mucho también los aspectos musicales y la sonoridad de la escritura, pero yo diría que esos valores sonoros se asientan siempre sobre un trazado visual, sobre una arquitectura previa.

 

Suelo utilizar una amplia y variada gama de signos gráficos y procedimientos constructivos que plantean serias dificultades a la lectura y la oralidad: guiones, asteriscos, barras diagonales, notas al pie, parlamentos —entrecomillados o no atribuidos a los diferentes personajes que pasaban por allí. ¿Cómo leer una nota al pie en un verso? ¿Se va a la nota en el momento en que aparece, interrumpiendo el discurrir del texto, o se lee el poema completo y al final se va a la nota explicando en qué punto exacto se encontraba la llamada? No sé cuál sería la peor solución, pero ninguna es buena.

 

Por otro lado, la performatividad, o la simple lectura en voz alta, añadiría a mis textos toda una serie de valores no previstos, ni buscados (y quizá tampoco deseados): la entonación, la dicción más o menos clara o arrastrada, un ritmo rápido o más pausado, énfasis y silencios, toses, tartamudeos, errores de lectura, carraspeos... Valores que pertenecen al lector (aunque sea yo mismo) y a su pericia o estado de ánimo, pero no al texto. Al menos, no al texto tal como fue concebido.

 

Otra interferencia grave la proporciona el hecho de que toda lectura pública de poemas es, antes que ninguna otra cosa, un acto social, una reunión de personas, con todos los juegos de representación y exhibición de roles que esto conlleva. Un entorno sonoro y social que no deja de añadir capas de significación sobre el texto, sepultándolo bajo estratos de gestos y carantoñas; obstáculos, todos ellos, que desaparecen en una lectura privada y silenciosa.

 

Aunque quizá el reparo más sólido que puedo poner a la lectura pública de un texto es la linealidad irreversible que se le impone. El lector no puede aquí detenerse en un punto clave, y volver atrás, a algún pasaje anterior que ahora resulta iluminado por los versos que le sucedieron, y volver a paladearlo a la luz de estas nuevas aportaciones que lo enriquecen, lo matizan o lo contradicen (un recurso que he utilizado con cierta frecuencia). Tampoco puede pararse un rato a disfrutar con más detenimiento y delectación de una imagen inesperada o, simplemente, mantenerse en el clima verbal de un fragmento que le toca de forma más directa, y reflexionar sobre lo que va leyendo, dejándose llevar por una marea de evocaciones no previstas, que requieren de un paso más lento y de una atención diversificada. Así leo, y así me gustaría que me leyeran.

 

Y no estará demás terminar citando a J. M. Ullán, con una frase que muchas veces me ha servido de baluarte o burladero: “... todos los esfuerzos previos de despersonalización se hacen añicos, tienes que reconstruir el conjunto como si se tratara de una cosa propia, que lo será, pero que no tendría que serlo hasta el punto de proclamarlo”.

(J. M. Ullán, “Eso de leer poemas”. Entrevista con Eloísa Otero)

 

En realidad, la cosa es muy sencilla, siempre que puedo elegir opto por la palabra desnuda que se cuela silenciosa en la mente del que lee sin mover los labios, generando allí su propia música, resonando en los archivos verbales del receptor. Imágenes acústicas posándose en nuestra mente, depositándose sobre cláusulas y conceptos como el polen que cubre los charcos. Así me gustaría presentar mis textos, sin otro aditamento.

viernes, 14 de noviembre de 2025

FORMOL DENTRO DE LA BOTELLA / ZHANG SHUGUANG. TRAD. MIGUEL ÁNGEL PETRECCA

 



richard tushman



A mi hija

Te creé de la misma forma que dios creó al hombre.
Te di la vida, y con ella también la muerte
y el terror. Esa primavera o tal vez
comienzos del verano, –el momento exacto
no puedo recordarlo– yo tenía cuatro
o cinco años (tu misma edad de ahora).
Un huésped venido de muy lejos
discutía con mi padre sobre los crueles castigos
del feudalismo tibetano, entre ellos uno
que consistía en despellejar viva a la víctima.
Era un mediodía, de primavera o comienzos del verano,
pero yo sentí una tristeza, sentí que la oscuridad
como arena se infiltraba en mi corazón.
La puerta de nuestra habitación daba
a un pedazo de jardín verde y soleado. Más lejos,
un galpón con troncos gigantescos, semipodridos.
En la sala de patología del hospital había visto
Órganos humanos sumergidos en formol,
rojos y nervados, y estuve a punto de vomitar,
como si una mano invisible me atragantara.
Más tarde leí sobre el sistema feudal y la historia medieval,
leí el diario de Ana Frank, y vi la muerte cara a cara:
mi madre tranquilamente acostada, parecida
a un tronco incapaz de respirar. La sábana blanca
me hizo pensar en un campo lleno de flores frías
en medio del otoño, la nieve brillante en la cumbre
del Kilimanjaro. Pero mi madre yacía serena e inmóvil,
revelando el sentido solemne de la muerte
o el sinsentido. Entonces aún no habías nacido
e incluso estuviste a punto de perder el valor de la existencia
en un plan de aborto, luego descartado.
La gente se muere, los parientes igual que castores
se apenan y lloran desconsolados –
todos estos años he estado pensando: lloran de hecho por sí mismos.
La muerte rodea a cada persona igual que el aire,
Igual que el formol dentro de la botella.
Xuefei en una carta me pregunta: ¿Por qué
en tus poemas siempre aparece la muerte?
No sé qué contestar. Dejo de pensar en esto,
y retrocedo rápido del paisaje de la muerte.
Estoy sentado frente a la ventana mirando,
absorto, los troncos negros rodeados por la nieve.
Ellos ya son muy viejos. Ojalá puedan mostrar,
Otra vez, la próxima primavera, su vitalidad.
Voy a estar sentado a su sombra
mirándote jugar al sol.

TANIA FAVELA DE UNA ESCRITURA CARDIOGRAMÁTICA. REYNALDO JIMÉNEZ: NETO*

 


Baudelaire confiaba en lectores a los que la lectura de la lírica pone en dificultades.
WALTER BENJAMIN 

                                                                           

 

“La poesía [anota Jean Starobinski], no es solamente lo que se realiza en las palabras, sino lo que tiene origen a partir de las palabras”. Si hay una escritura que pone el acento en lo anterior es la de Reynaldo Jiménez y su libro Neto es un perfecto ejemplo. Me atrevería a decir que Reynaldo es el poeta que ha llevado más lejos la idea huidobriana de la autonomía del lenguaje, de ese creacionismo que se sitúa no en la significación gramatical sino en la significación mágica, en esa palabra interna, latente, que el poeta escucha y libera de la jaula normativa para comenzar un viaje lúdico, ritual, encantatorio; al mismo tiempo que crítico y político. Es por esto que lo primero que llama la atención al leer Neto es la exploración que Reynaldo emprende de la dimensión matérica de la lengua y los múltiples hallazgos que van brotando: nuevas palabras, nuevos conceptos y nuevas sonoridades que se integran a nuestra experiencia de la lengua, tales como: Pranaderías, desierpertos, celulular, fugigustativas, amnióptico, escarabarajas, espermántrica, coevas, beatrizas, entre muchas otras; o esta complejísima palabra-maleta, un largo adverbio que resulta todo un trabalenguas: Minusmariposándoselenitamente. Están también las derivas sonoras o semántico sonoras: Muecas  mecas  mecánicas, Gula  alguna, Ejes  esquejes; los desdobles como en Encanta  canta, o las triadas como en mil anos, milanos, villanos; además del alargamiento de vocales como en extraaño, los cambios de acento como en comedía, las haches intermedias que rompen y alargan visualmente las palabras como en ehentihiendo, los sutiles injertos del inglés sunríe o Lodoletramen, y los distintos castellanos en los que el poeta navega: turro, huachafo, morlaco, se raja, faltaba más, por las puras, o el arcaico adverbio do. Neto nos sitúa frente a una lengua en movimiento, multiplicándose, que produce nuevas relaciones entre los vocablos, entre las sílabas que los componen e incluso entre los fonemas que componen a las sílabas. Una verdadera “fantasía verbal” (el término es de Roger Santiváñez), que se abre a todo tipo de derivaciones, permutaciones, resonancias, asociaciones, contigüidades y transposiciones, generando un fluido verbal, una materia lingüística en constante metamorfosis. En suma, robándome un concepto que el propio Reynaldo usa en Neto, diría que estamos ante una escritura cardiogramática, es decir, una gramática afectiva, intuitiva, que registra las intensidades y el ritmo del corazón-respiración, una gramática del cuerpo, una gramática afectada: arrítmica, alorrímica, eurítmica, ecoelástica, otro concepto que Reynaldo nos regala en su libro.

En Neto encontramos en todo momento esa “palabra abarcadora” sobre la que reflexionaba Haroldo de Campos, palabra que no pertenece exclusivamente a ninguna parte del discurso, inclinándose según las necesidades operacionales, hacia un lado u otro, conservando siempre la riqueza y concreción de algo vivo y cambiante; palabra que rompe las fronteras, que se descoloca, evitando quedar atrapada en un solo significado y en una única función. Reynaldo se entrega al ritmo, no como secuencia ordenada de movimientos, sino conectando etimológicamente con su primer sentido: rhythmós como fluencia, transcurso. Un fluir que se da principalmente desde el oído, un fluir que moviliza energías desde la escucha y la autoescucha. Como lo proponía Charles Olson en El verso proyectivo, Reynaldo trabaja con la sílaba, la parte más performativa de la lengua por su maleabilidad y su capacidad de acción. La sílaba, al no asociarse a ninguna unidad de significado, puede pivotear, en una mente alerta, múltiples palabras, e insinuar distintas direcciones posibles por las que transitar. En Neto siempre está ocurriendo algo, algo se suscita, es una lengua evento, una lengua acción, en la que la verba viborea, se arrastra, propiciando texturas, ecos, resonancias; pero también internándose en la estructura misma de la lengua, a la manera de un Girondo en su masmédula: aglutinando o atomizando palabras. En Neto leemos flujos y contra flujos, tensiones y fuerzas, y por momentos, como lo dice José Ignacio Padilla en un texto sobre Plexo, otro de los muchos libros de Reynaldo, “leemos pequeñas articulaciones de sentido”; nudos, chispas, que acaban explotando y explorando las zonas afectivas del lenguaje.

Uno de los retos que enfrentamos siempre al leer a Reynaldo es que, como lo dice Leminski en un poema traducido por el propio Reynaldo, tenemos que “desleer, trasleer, contraleer, enleerse”, es decir, aprender a leer de nuevo. Entrar en un espacio en el que todo está siendo, deviniendo, cambiando, no es sencillo. Entrar en una lengua móvil y espejeante, que desobedece como primera opción, opción que supone además una apuesta vital y ética, nos pone en una situación difícil, rompe nuestras certezas, abre interrogantes, nos obliga a detenernos en zonas movedizas de gran inestabilidad desde las que accedemos a lo preconceptual, al pensamiento pre-categorial, situándonos en los límites de la semiótica: en el intervalo, el intersticio, incluso en lo extático, como experiencia visionaria que rompe las fronteras del adentro y del afuera. Todas las palabras de Neto están vivas y la vida, lo vivo, como lo señala João Cabral de Melo Neto, “es lo más opuesto a la sensación de lo armónico o del equilibrio”, por eso nos hiere, nos despierta del adormecimiento rutinario al que nos lleva el lenguaje instrumental. La poesía, la buena poesía, al decir del crítico y poeta William Rowe, “pone a disponibilidad del lector [de la lectora], experiencias que no están en ninguna otra parte, abre espacios que están cerrados o produce experiencias que son críticas y necesarias y que no están en otro lado”. Eso es precisamente lo que se produce cuando leemos Neto, nuevas experiencias que impactan nuestra sensibilidad e inteligencia.

La lengua de Reynaldo, su español, es singularísima y colectiva a un mismo tiempo, privada y pública a la vez. El pretexto de Neto, el punto de partida es un graffitti que Reynaldo fotografió en el 2017 caminando por las calles de Santiago de Chile. Esa marca anónima y pública, que supone todo graffitti: pintura libre o grafía chorreada, se filtra en la poética del libro. Escribir es también marcar un espacio; la marca viene de un “yo” que inmediatamente se borra para dar paso a la escritura. “Cuando el yo se olvida de sí en el lenguaje, está del todo presente”, señala Adorno. El anonimato del graffitti nos recuerda la figura del autoolvido de la que habla el teórico alemán. Reynaldo se olvida de sí mismo, se borra, para dar paso a las palabras, para liberarlas del peso de ese “yo” que es el gran controlador. Neto remite también a la designación afectiva, familiar, cariñosa del nombre Ernesto. Quizá Reynaldo pensó esta palabra como un guiño que señala lo afectivo como núcleo energético de toda escritura poética. Desde el coloquialismo neto es sinónimo de sinceridad y podríamos pensar el libro partiendo de ahí: la poesía como una lengua que no miente, al decir de la poeta Olvido García Valdés. Neto significa también claro y bien definido, significado que pareciera entrar en contradicción con la hibridez y la falta de definición de esta escritura que huye de toda identidad que quiera constreñirla, que apuesta por las contaminaciones y no por la pureza de la lengua; aunque tal vez Reynaldo está pensando en otro tipo de precisión, en esas “exactitudes indecibles”, por ejemplo, de las que hablaba Cardoza y Aragón. Y neto es además el peso neto, es decir el peso que no incluye el contenedor ni los embalajes. Exagerando esta analogía, podríamos pensar que esos embalajes son todos los discursos que envuelven a las palabras; las múltiples codificaciones que coaccionan a la vida y a la lengua, e intentan homogeneizarla para domesticarla. Reynaldo nos da, por decirlo así, el peso neto de sus palabras. Ese elemento móvil y subversivo que pareciera anidar en Neto, que es, en definitiva, un significante abierto, me lleva a pensar incluso en este libro como un guiño consciente o inconsciente de Reynaldo a Perlongher, ya que Neto está inscrito en Nestor, ese maravilloso poeta que ve, al igual que Reynaldo, a la poesía como liberación, celebración, curación; en suma, como una forma del éxtasis.

 

 

Reseña publicada anteriormente, sólo en papel, en la revista Lectura, nº 1, Lima, dic. 2024.

 *Sol Negro, Perú, 2024.


Bibliografía citada:

 

De Campos, Haroldo. De la razón antropofágica y otros ensayos. Trad. Rodolfo Mata. México: Siglo Veintiuno Editores, 2000. 

“Exit, Reynaldo Jiménez” de José Ignacio Padilla en: Jiménez, Reynaldo. Plexo. México: Libros Magenta, 2009.

García Valdés, Olvido (2014): “Se llega a la poesía por carencia y precariedad existencial”. (Entrevista realizada por Andrés Villalba en Transtierros.

Jiménez, Reynaldo. Neto, Sol Negro, Perú, 2024

João Cabral de Melo Neto, Poesía y composición. Traducción de Víctor Sosa. México, Colección Poesía y Poética, UIA, 1999.

Olson, Charles, “El verso proyectivo”, El poeta y su trabajo II, Trad. José Coronel Urtrecho. México: Universidad Autónoma de Puebla, 1983.

Rowe, William (2014): “No se puede tomar por sincera la sinceridad del poeta”. Entrevista realizada por Víctor Vimos en  El telégrafo.

Starobinski, Jean. Las palabras bajo las palabras (La teoría de los anagramas de Ferdinand de Saussure).Trad. Lía Varela y Patricia Willson. España: Gedisa Editorial, 1996.

 

jueves, 13 de noviembre de 2025

LAURIE ANDERSON. EL CORAZÓN DE UN PERRO

 




Los siguientes textos pertenecen a 
El corazón de un perro, de Laurie Anderson. La traducción es de Patricio Grinberg.

Este es mi cuerpo de sueño, el que uso para pasear en mis sueños. En este sueño estoy en una cama de hospital. Y es como una escena de una película que ya viste un millón de veces seguidas. El médico sostiene un pequeño bulto rosado. Y se inclina sobre la cama y me pasa el bulto. Es una nena, dice. ¿No es hermosa? Mirá. Y envuelta en ese bulto, veo la carita de mi perra, una pequeña rat terrier llamada Lolabelle. Y nadie dice nada como … «Mirá, eso no es un bebé humano. Sólo pariste un perro». Pero yo estoy tan feliz. Apoyo mi cabeza sobre su frente y la miro a los ojos. Y es casi un momento perfecto, aunque la alegría se mezcla con un montón de culpa.

*

 

La verdad era que yo había diseñado todo. Había arreglado para que me cosieran a Lolabelle a mi estómago y así poder «parirla». Y en verdad había sido difícil. Lolabelle no era una cachorra. Era una perra adulta y en verdad se había resistido. Y estuvo ladrando y tratando de escaparse, y los cirujanos intentaban meterla otra vez adentro y coser. Y todo era un lío y yo me sentía mal, pero las cosas tenían que ser así. Bueno, le di un beso en la cabeza y le dije, «Hola, cabecita hueca. Siempre te voy a amar».

*

 

De chica, yo era una especie de adoradora del cielo. Era el medio oeste, y el cielo era tan inmenso, era casi todo el mundo. Yo sabía que había venido de ahí y que, algún día, iba a volver. ¿Para qué son los días? Para despertarnos, para ponerlos entre noches sin fin. ¿Para qué son las noches? Para atravesar el tiempo hacia otro mundo.

*

¿Cómo se llaman esas cosas que ves cuando cerrás los ojos? Creo que son «fosfenos»… los patrones rojizos, esas rayitas y puntitos, esas líneas borrosas que ves flotando cuando cerrás los ojos. Nadie en verdad sabe qué son, ni para qué sirven. A veces parecen surgir por el sonido, por disparos electromagnéticos al azar. A veces, a los fosfenos se les dice cine de prisioneros, una especie de película animada sin argumento, de vanguardia, interminable. O tal vez son protectores de pantalla… patrones de espera que sólo están ahí para que tu cerebro no se pueda dormir.

*

 

Cuando Lolabelle envejeció se quedó ciega. No quería moverse, se paralizó en su lugar. El único lugar en el que corría era la orilla del mar porque sabía que ahí no había con qué chocar. Y así salió corriendo a toda velocidad hacia la absoluta oscuridad.

*

 

En esa época, su entrenadora, Elizabeth, decidió enseñarle a pintar. Y así Lolabelle empezó a pintar varios cuadros por día…. Obras abstractas en rojo brillante. Y arañaba unas láminas de plástico, usando electricidad estática. También hizo pequeñas esculturas, presionando su pata contra pedazos de plastilina. Hizo un montón de cosas así, y yo no sabía dónde ponerlas. Pensé que podían ser platitos o zuecos chiquitos, como los que los perros japoneses usarían bajo la lluvia, tal vez podría venderlos por internet.

 

EDUARDO PADILLA. ESTO NO ES UNA PINTURA METAFÍSICA

 




                                                                                                                                                                debdata chacraborky



Coen

No codiciarás
el manual de tu vecino
ni robarás
su biblia
para atormentar al héroe
y que parezca eso
tener sentido.

 

Manitas calientes

Dijo el Diablo a los esquimales:
La nieve no es nieve.

Ellos lo miraron sin decir nada.

La nieve es más que nieve.
O bueno, dijo, al leer sus caras,
la nieve no es una,
es mil y una.

Algunos ya daban señales
de incredulidad
o aburrimiento
así que el Diablo
comenzó a bailar tap
y a cantar que:

La nieve es
la caspa del diablo
en el smoking
de un albino.

La nieve es
la sal apelmazada
en el polo sur
de un salero.

La nieve es
la cal que Dios
arroja con una pala
sobre la tumba del mundo.

La nieve es el esperma que deja el mar
en las sábanas de un motel
donde la mucama se harta
y renuncia.

La nieve es la huelga de los colores
que se rehúsan
a salir de la cama
hasta que mejore el tiempo.

La nieve es la piel
de una nación
fantasma
llamada
anhedonia.

 

Obediente

sigo las señas.

Voy lento por fuera
y por dentro
un velocista.

Me apresto
al ras.
Le doy afecto
con el alma colgando
de una pata de araña.

Pero
al abrir los ojos
ella es un poste;
y esto no es
una pintura metafísica
como para que yo me sienta
elegante
por amar un objeto inanimado.

Entonces mejor
camino hacia atrás
como si rebobinaran la cinta
e ignoro el miedo
de ver la cámara
reír tras el espejo.

 

 

 

EMILIANO BUSTOS. COMO LA SOLEDAD NAVEGA CON LA SOMBRA

 

                                                                                                                                                                                 ansel adams



Un almanaque de Ansel Adams

 

Tuve un almanaque con fotos de Ansel Adams, lo compré

en el aeropuerto de Río un día de marzo de 1994. Tiempo

después supe que los días que había pasado ese verano,

un poco más al norte, poco le debían a la ilusoria medición

que no llegué a colgar. Lo compré a la tarde, como una

plegaria de esa tarde. En un viaje, como la soledad navega

la sombra. Los pelos de un año. Tuve un almanaque con

fotos de Ansel Adams, lo compré en el aeropuerto de Río,

había dejado el mar de algas. Tuve una oferta de los

pescadores de la playa Stella Maris, nunca voy a olvidar

esa oferta. El marinero viejo, el mar viejo de todos esos

marineros también estaba ahí. Pagué tragos toda la tarde,

la tarde antes de irme. ¿Qué hubiera hecho con esos

pescadores? El mar es tan largo como el cielo, el mar de

algas de ese verano. Tuve un almanaque con fotos de

Ansel Adams. Guardado en el mueble negro por años,

un almanaque como lo que fue. ¿Hay tanta distancia,

realmente es tanta la distancia? Al bajar del avión compré

el almanaque y unas postales, pero nunca salí del aeropuerto.

Me senté y empecé a quedarme solo, recordaba todavía la

oferta de los pescadores, como la recuerdo ahora. Me debo

recordar esos días, porque esos días vuelven, la madeja de

esos días, no hay como desenrollar por toda la casa el hilo

imposible. Lo que quiero decir es que realmente me quedé

solo en ese aeropuerto, sentado, con mi mochila, hasta

que me di cuenta que estaba demasiado solo. Estaba tan

solo que me levanté y caminé por todo el aeropuerto; la

oferta de los pescadores, en silencio en mi mente que

regresaba. Era tanta la tristeza como en ese almanaque

de Ansel Adams. Todavía no la había besado, nos habíamos

escuchado demasiado jóvenes decir. No respiramos juntos,

no vivimos juntos. El aeropuerto era grande y tenía que

volver. Antes de bajar, el carioca me había dicho, señalando

a un joven que bebía y bebía, “tiene miedo”. Tiempo

después supe que los días que había pasado más al norte

poco le debían a la ilusoria medición de Ansel Adams y

de cualquiera. Cualquiera, solo en ese gran aeropuerto.

Te besé algunos días más tarde pero no te volví a ver.

La fragilidad de la soledad del viaje, de ese viaje un poco

más al norte, la oferta de los pescadores, el almanaque

en el mueble negro.

 

 

Un fantoche de polvo de hierro embelesado

con la sombra de las gaviotas  

 

 

Recuerdo el tiempo, subíamos entre navíos por

unas calles, espacio multicolor de piedras que

se nos venían a la cara; esa sangre imaginada,

aunque nada era sangre. Jóvenes viejos,

remábamos con las manos plateadas por la luna.

Recuerdo ese tiempo porque escribimos poemas

que todavía guardo. Y seguimos hablando ahí,

como jóvenes viejos, recibimos el sol dentro del

504 y cerca de Lola Mora. Ese día hablaban M y E,

afuera, lejos. ¿Qué decían? A veces nos miraban,

pero estaban muy concentrados, muy concentrados.

Nosotros, otras dos E, hablábamos también. Los

muros que veíamos y con los que llorábamos y

reíamos, se corrieron, viejo rush. M había

manejado por las calles del bajo hasta Lola Mora.

Creo que hablábamos de juventud. El auto viejo

era una nave espacial color té con leche parada

frente al río. Lanzar pequeñas bocanadas, peces

fritos, ¡ser jóvenes! Habíamos tomado en muchos

lugares, me habían acompañado al entierro de mi

madre; pequeña puerta que todavía abro para

verme con ustedes. En esta tarde gris soy el rey

de ustedes, y hablamos sin cara, sin actualidad.

¡Sin cara en los oídos! Fantoches de polvo de

hierro embelesados con la sombra de las gaviotas.

M llevó las cenizas de su abuelo hasta algún lugar

de la costa. Nadie sabe que somos jóvenes y que

hoy hablamos cerca de nuestra nave espacial.

Rugimos pero somos bambis rodeados de tristeza.

No sabemos la tristeza que nos espera. Hablamos

nuestro idioma y creemos en la poesía. ¿Dónde

estabas, me pregunté en algún momento dónde

estabas? Podría haber sacado la mano de aquel

504 y hubiera sentido en el aire, todavía, el tiempo

en el que nos conocimos. ¡Tiempo de juventud!

Cerca del río, ¿de qué hablamos ese día? Todavía

recuerdo la mitología que nos afectaba, el rumoroso

declive de nuestros párpados preciosos. Éramos

gigantes de huasca hablando del porvenir, y esa

tarde era nuestra y éramos poetas y pintores y

podíamos repartirnos el paisaje frente a una gran

escultura y hablar de todo nuestro amor. Pero

empezábamos a perder algo, algo que todavía

flotaba en el aire, contemporáneo a nosotros.


 

El templo de la suciedad

 

 

Un templo no es un panal. Donde las abejas

muelen las flores de la vida no parece haber

lugar, ningún lugar. La suciedad necesita su

lugar, un lugar abierto pero cerrado. El templo

de la suciedad. ¿Se pueden estirar las piernas

un poco por demás? Un poco más allá del

mundo y llegar a la edad en donde todavía

nieva como un beso. Estirar las piernas todo

el día, el puto día con la cabeza hecha una

guirnalda, una linda guirnalda azul y amarilla

de lado a lado del templo, ¡como un dios sin

hacer nada! Nada y a pasos de los pensamientos

profundos, tan profundos de la suciedad. Después

de un gran día, de un largo hermoso día las ramas

cuelgan del horizonte, son negras venas del

horizonte. Por ahí empieza la suciedad. “Los

pesados días de ayer no volverán”, te decís.

Como una linda abejita de azufre diabólico

mirás unos recuerdos que apestan. Tirado

en tu trono, la soledad es una cosa, es otra,

¿qué es? En la ropa o en el pelo guardás el

viejo humo, lo guardás como una hélice de

tu juventud, y aumenta las horas. Las paredes

se descascaran, los papeles, podría felicitarlos

por su clima intraducible, las horas aumentan.

Creo entender el tipo de suciedad que me toca.

Es polvo y a veces barro, baja todo el tiempo

de las cosas; mis ojos son un par de estudios

improvisados en el barro. En realidad, nadie

puede dar por muerto al amor, lo vemos a cada

paso y en cada lugar. Nos sentamos en un lugar

fresco para descansar y vemos a los que se

aman y los vemos tragar vidrios y esmeraldas;

en cualquier lugar, en cualquier tiempo. El

tiempo de los asesinos no llegó en ese sentido,

aunque todo el tiempo me reúno con los que

odian puedo mantener un dedo blanco por

ese sueño. Estúpido mal en el templo de la

suciedad. Si por mi alma pudiera llegar al

tiempo de los asesinos, extraño cordel,

tiraría y tiraría, y le podría pedir a mi mujer

y a mi hijo también que tiren. En el templo

de la suciedad es posible, se reúnen los que

tiran, los que bullen, los titanes de un ritmo

feliz que todavía existe, como el amor, los

que están limpios y no quieren ensuciarse

por cualquier cosa, los que aman estirar sus

piernas como si el mundo descansara sucio

a sus pies.


 

La diminuta araña sobre el escritorio en peligro

 

Todo lo que pensás sobre las cosas más pequeñas,

puede que en realidad penda de esa arañita que se

desliza rápido sobre la superficie pulida del escritorio.

¿Las cosas pequeñas? El destino no es para nada

pequeño, sin embargo, podría ser esta arañita,

enfrentada al gigante de buzo negro, cincuentón,

algo desdentado, que mira fijo por si algo –lo que

sea- le dice cualquier cosa. No es para nada pequeño,

sin embargo, ¿no son ligerísimas listas de oro a la

hoja pisadas por alguien enfermo, pero monumental?

¿El enfermo es el escritorio, la arañita, el destino?

Todo lo que pensás del destino puede que en realidad

penda de esa arañita? No sube ni baja, patina sobre

la pista de baile del escritorio. La diminuta araña

sobre el escritorio en peligro. En definitiva, el hombre

de buzo negro, ¿tiene sangre o es de piedra? No se

mueve, subejecuta sus funciones vitales, inteligentes,

como si se tratara de resistir entre las sombras, imper-

turbable y nada más. todo lo que pensás sobre las

cosas pequeñas y en peligro puede ser tu destino.

El escritorio y el pasillo que hacen crujir almas en pena,

íntegramente recauchutadas por el tedio. Pero estas

relaciones no deberían hacer olvidar a nadie el qué,

el quién y el cómo: arañita, escritorio, monstruo de

buzo negro. Una orquesta no es un enchufe. Alguien

tiene que correr el riesgo de ser diminuto, alguien el

de ser enorme y triste, algo es la materia. El duro

destino se colará entre estos obstáculos disciplinando,

a su manera, la posta violenta que le da forma. Todo

lo que pensás sobre el destino tal vez ni siquiera

corra peligro. Por eso, no persigas la diplomacia de

esa arañita, que sobre tu escritorio dibuja su propia

constelación; eso es inequívocamente un destino.

Pero tampoco busques destruir a martillazos a ese

cincuentón de buzo negro, porque a su manera se

arrima a la compasión. Te queda el escritorio, que

es un fácil blanco material. Tiro al pichón. Pero en

él, ¿no huyen todas las pequeñas restricciones de

este mundo? ¿No hay inquietantemente un filtro,

en su dura superficie, que está esperándote, más

allá del Tartufo de la materia? En definitiva, aún en

el más seguro de los mundos, ¿no titubea la

lamparita que cuelga del techo, como soplada

por alguien, cuando buscás hacer puntería?

¿El destino es incorpóreo, material? ¿El destino

no es el salvataje epidural que a sus anchas cruza

el desierto? ¿La diminuta araña sobre el escritorio

en peligro?


 

Capa roja, juventud perdida

 

Hoy te vi en la estación. Siguiendo

al libro de los viajes de Basho, fragmentos.

Hace años el tren era un hormiguero, y me

pisaste. Cruzamos sonrisas. Después, nos

vimos en el invierno, y hablamos unas

palabras como para obtener un poco más

de ese primer encuentro. Las pisadas de la

juventud, cerca del trueno. Recuerdos que

no son testimonios, ni sombras, tampoco

puentes para admirar. Hoy te vi en la estación

con un saco rojo, como una capa. Y después,

en el hormiguero del tren, vi que te cuidabas

del aire impuro, como en pandemia. ¿Valieron

la pena estos años que cada uno vivió por su

lado? ¿Es verdaderamente tuyo, mío el recuerdo

que huye? ¿Vive el recuerdo que huye?

 

 

 

 

 

 

Emiliano Bustos (Buenos Aires, 1972). Poeta y dibujante. Publicó Trizas al cielo (1997), Falada (2001), 56 poemas (2005), Cheetah (2007), Gotas de crítica común (2011), Poemas hijos de Rosaura (2016), Mutación de la esperanza (francés-castellano, 2021). En 2016 realizó su primera muestra individual de dibujos en el Centro Cultural Borges. Participó en la muestra colectiva El dibujo es mentira (2020 y 2025), en la Alianza Francesa de Barranquilla, Colombia. Escribió textos de catálogo, artículos y reseñas. Ilustró la antología Interestelaria, compilada por Julián Axat, y el libro de poemas Hontanar, de Reynaldo Jiménez.