
Hace
algunos meses discutíamos con Martín Gubbins algunos de los poemas que entonces
escribía (y que ayer nos presentó (2)), basados en la
formación de palabras a partir de las letras contenidas en un vocablo mayor. El
valor de estos juegos consistía, evidentemente, en encontrar la mayor cantidad
de términos, pero mientras los revisábamos comenzamos a discutir hasta qué punto
ese rendimiento era necesariamente la medida de una mayor o menor efectividad
expresiva. Implícitamente, también estábamos pensando en una serie de prácticas
experimentales cuyo énfasis está puesto en el agotamiento de las posibilidades
disponibles de un determinado procedimiento o tecnología. Y entonces comencé a
apuntar algunas preguntas que quisiera plantear hoy: dentro de las innumerables
experimentaciones poéticas contemporáneas, ¿qué espacio cabe para un uso no
definitivo sino parcial de esos hallazgos? ¿Qué ocurre si decidimos explotar
una técnica vanguardista sólo a medias, o en una dirección contraria a la que
se supone que debería tener, o detener la maquinaria cuando el experimento aún
no se ha terminado? ¿Es posible un titubeo, una retracción?
Eran
preguntas retóricas, por cierto, pero no inocentes. Calzaban con una tendencia
latente en algunas obras que había preparado en años anteriores, y surgían
ahora como una justificación tardía. Podían servir, por supuesto, de excusa
para una performance inmóvil (3). O para una sextina
que realicé sin siquiera intentar mantener las estrofas que contuvieran las 6
palabras-rima, sino escogiendo simplemente seis versos-rima que se combinaban
sin ningún esfuerzo(4). O un soneto que,
en realidad, era un texto en que cortaba pedazos de prosa incrustándoles las
rimas perfectas de un soneto de Lezama Lima(5). O un libro con sus
páginas cortadas en tres, pero en el que la última sección repetía siempre la
misma frase, como un ostinato, y así reducía la cantidad de combinaciones
posibles (6). O el que, según
creo, es el primer poema-mascota virtual del mundo:
Me
siento incómodo con mi cuerpo arriba de un escenario y no sé improvisar. No me
creo capaz de escribir bien una sextina o un soneto. Una vez que me he
propuesto trabajar con una restricción, limito su aplicación porque pierdo el
impulso. Mi relación con todo tipo de técnica es ansiosa pero torpe. He perdido
mucho tiempo solucionando los aspectos visuales o gráficos de una presentación,
y aún más editando un poema sonoro, ocupando procesos muy engorrosos que,
probablemente, se solucionarían con una función del programa que aún
desconozco. Como no sé hacer animaciones, he tenido que suplirlas con lentas
sucesiones de diapositivas en powerpoint. Dudo que alguna vez pudiera
desarrollar un software. A estas alturas de mi vida, ya he asumido que nunca
podré hacer un poema holográfico, ni menos producir un conejo verde. Aunque
tengo un computador moderno y sofisticado, no soy moderno ni sofisticado.
No
soy original, tampoco, en mis planteamientos. A pesar de los excesos de
optimismo y seriedad en las vanguardias y neovanguardias, también ha habido
espacios para la ironía y el descreimiento, o al menos la soltura y el juego.
Hoy mismo, en esta era de fetichización tecnológica, se rescatan ciertas
estéticas del error (como el «glitch» en la música electrónica) y retro (el
movimiento «8 bit» en el mismo campo), o el uso de herramientas sencillas con
fines más banales o deformadores (como el género «flarf» en internet). Hace
algunos días leía también la propuesta pedagógica de de Kenneth Goldsmith, su
«uncreative writing», sugiriendo como técnica básica el traslado de un
contenido hacia distintos contenedores, es decir, la escritura como simple
copia. Todas estas tendencias parecieran oponer su sencillez o intrascendencia
a aquellos ímpetus cibernéticos que Marjorie Perloff caricaturizaba en uno de
sus ensayos: «As in any case of any medium in its early stages, digital poetry
today may seem to fetishize digital presentation as something in itself
remarkable, as if to say, ‘Look what the computer can do!'». Pero también
podríamos revertir esa misma acusación en mi contra: «Look what the computer
can do wrong!» o «Look what the computer can’t do!».
Sería
una estupidez, sin embargo, que esta acumulación de prevenciones y falsas
modestias impidieran mi acercamiento como lector a las producciones basadas en
técnicas que nunca llegaré a manejar plenamente; la oportunidad de conocer y
aprender de todo el rango de sus posibilidades es justamente una de las
principales motivaciones para encontrarme aquí hoy. Es evidente que el uso del
cuerpo, las matemáticas o la tecnología son capaces de marcar una expansión
insospechadamente fértil para la poesía, llevando a un uso casi infinito de
todas las posibilidades del lenguaje. Pero creo también que cada uno de
nosotros debe detenerse a evaluar las propias capacidades e intenciones. ¿Qué
ocurre, por ejemplo, si nos damos cuenta que, a pesar del entusiasmo, nuestros
experimentos no dan para una digna emulación, ni siquiera para una mala
parodia? Como en cualquier tipo de producción artística, considero ineludible
una reflexión profunda sobre las características específicas de cada
herramienta, de cada soporte, por lo que es preciso un conocimiento de esas
posibilidades antes de tomar como opción estética la subutilización. No es un
primitivismo impostado, ni una negación de la técnica, ni menos flojera, sino
una conciencia crítica: si asumo que no soy capaz de recorrer hasta el límite
las posibilidades de la plenitud y exuberancia de los procedimientos,
renovándolos y cargando de sentido, debo girar para encontrar los riesgos que
se abren, también, en los usos parciales, los tiempos muertos, los efectos
fallidos, la ambigüedad y el malentendido. No se trata, entonces, de una vuelta
conservadora a los usos mesurados del lenguaje convencional; se trata de
encontrar, en la renuncia, la posibilidad de un descontrol que no es tan
distinto al desenfreno del optimista.
Es
necesario, entonces, disolver la idea de vanguardia como una búsqueda en una
sola dirección: los límites no están sólo al frente, también están detrás, o al
interior de cada palabra. Y esos límites los podemos traspasar mediante un uso
excesivo de la sintaxis, la combinatoria o la explotación de su carga gráfica o
sonora pero también mediante su vaciamiento. Es esa dirección negativa la que
me ha interesado desarrollar, buscando una pérdida progresiva del sentido. Una
forma de hacerlo es la problematización irónica de los formatos, ya sean
clásicos o experimentales, en los ejemplos ya citados. La otra es el intento
por dejar los contenidos de mi mensaje en un plano cada vez más distante, por
ocupar las palabras para decir cada vez menos.
Hace
años venía rumiando esta pretensión, pero sólo recientemente he llegado a la
convicción cierta de que no tengo nada verdaderamente importante que decir al
escribir poesía, que no tengo un mensaje particularmente atractivo para el
resto del mundo ni para nadie. Un artículo de Ian Wallace plantea este problema
como una marca del contexto contemporáneo: luego de siglos en los que la
cultura ha acumulado obras maestras que dicen muchas cosas, «the ‘something to
say’ given by literature is no longer needed, or rather, the preservation and
accumulation of ‘great works’ renders contemporary works into pathetic clichés
of greatness». Ahora, entonces, «we have nothing to say. That this is true is
indicated by the fact when literature does maintain an attempt to say something
of importance, it inevitably talks about its own emptyness». Y ésta es la
experiencia de desprendimiento de la que otros poetas contemporáneos también
dan testimonio: al indagar en las posibilidades de la retracción del lenguaje
cabe la posibilidad de ir desapareciendo lentamente, no sólo como sujeto, sino
como conciencia y comprensión. Luis Cardoza y Aragón lo explica
inmejorablemente: «Yo escribo lo que no puedo decir. / Yo escribo lo que no
puedo callar. / Cuando dije algo y después no lo entiendo, lo dejo, tal cosa
quería decir. / Yo sólo quiero escribir lo que no entiendo». Del mismo modo,
Ulises Carrión se sitúa en esta incertidumbre: «Yo no quiero ni puedo imponer
un contenido porque no sé qué quieren decir exactamente las palabras (¿y cómo
saber si el lector sabe?)». Pero es allí, precisamente, donde, una vez perdida
la intencionalidad, surge la capacidad de provocar nuevas relaciones: «en mis
textos las palabras no cuentan porque significan esto o aquello para mí o para
alguien más, sino porque, juntas, forman una estructura. Esta abstracción de
los contenidos particulares es, precisamente, la mejor (no la única pero sí la
mejor) posibilidad de contener su propia negación».
Es
ese punto donde creo que se reúnen estas reflexiones: no sólo se trata de la
subutilización de los procedimientos, sino también la subutilización de las
palabras. Vaciar sus significados, inutilizarlos, y buscar allí la posibilidad
de una liberación, de una subversión. No ocuparlas para lo que sirven, sino
para otros fines. Hacer como que escribo, pero no escribir, hacer como que
hablo, pero no hablar, hacer como que digo, pero no decir.
La
poesía es la mejor manera de quedarse callado.
NOTAS
(1) Este texto
corresponde a una conferencia leída el 30 de agosto de 2008 en el Encuentro
Internacional de Poesía Experimental «Amanda Berenguer», realizado en el
Centro MEC, en Montevideo, bajo la curadoría de Clemente Padín.
(2) Se trata de
los poemas correspondientes a su serie Escalas, que fueron presentados en una
performance el 29 de agosto en el mismo Encuentro.
(3) Esta
«Performance» la presenté antes de mi conferencia, y consiste en un texto leído
en el que el performer no realiza ninguna acción.
(4) «Courant
dolorosa», incluida en la antología Diecinueve (Poetas chilenos de los novena),
compilada por Francisca Lange.
(5) «La verdad
sin dobleces», incluido en la misma antología.
(6) Esto es la
globalización:, editado por Foro de Escritores el año 2005.