El poeta norteamericano Boy Fracassa, contemporáneo de los beatniks, en algún momento viajó a Brasil para alejarse del ruido de la ciudad. Allí escribió, excediendo los límites de sus propios poemas: “inspirar hacia dentro del mundo, expirar nuestra presencia en el mundo”. Ese movimiento, derivado de The Four Quartets de Eliot (“The stillness, as a Chinese jar still. Moves perpetually in its stillness”) es también el movimiento de los ensayos que Fabián Casas nos presenta en este libro.
Si bien la cita de Eliot la utiliza Casas en el
hermoso ensayo final, “Campos de frutillas por siempre”, para hablar de su
manera de encarar las clases del taller que coordina, refleja una imagen cabal
de todo el libro y su estructura orgánica. El movimiento estruendoso,
grandilocuente, que suele agitar el ánimo de muchas y muchos literatos queda
acá fuera de línea (como ese alumno al que era mejor felicitar por teléfono por
su genialidad que soportar sus comentarios); la prosa de estos ensayos es
genuina, sin espasmos, y por ello puede deslizarse con la suavidad de lo se
tiene bajo control. ¿Y de qué otra cosa puede uno disponer más que de la
experiencia? El resto de lo vital, las palabras por ejemplo, está más allá de
lo aprehensible.
La primera nota que volqué en mi cuaderno ni bien
cerré el libro decía: Pienso en esas
películas de kung fu: el maestro shaolín te da un golpe imprevisto mientras
barrés las hojas del templo. ¿Será que el aturdimiento es una forma de
claridad? Y ya cuando volvés, ese patio pequeño e infinito es parte de vos. La
lectura es un sueño dentro de un sueño. En este libro sueñan adolescentes en
disquerías, papás conduciendo en largos viajes, histriónicas empleadas de
videoclubs, pibes de Boedo que navegan con el Corto Maltés, hombres mosca
enamorados, forenses de videoclips y otra gente que sabe reír. ¿Qué más pedirles
a las palabras?
Lo que pensé ahí sobre la lectura tiene que ver con mi
experiencia, o mejor dicho con dos experiencias que se entrecruzan: la
posibilidad de crear (tal como la descubre el niño Fabián que escribe su propia
versión barrial de El Principito,
exaltando ya la potencia del “método fallido”) es una de las claves del lector
gozoso. Y de esa manera, uno encuentra en los textos de Casas la libertad de
escuchar un disco de Neil Young junto con uno de Julio Iglesias, de imaginar
conversaciones entre Mark Fisher, Charly García y Lucas Martí, de asistir al
backstage de un videoclip de Babasónicos… o de seguir barriendo las hojas del
templo. La riqueza de esta experiencia radica en que todas las opciones son
posibles a un mismo tiempo, ¡y cómo dejarlas pasar!
No resumiré el asunto de cada ensayo. De hecho, algo
de lo que más se disfruta es ir descubriendo hacia dónde van las tramas, poco
presumibles, a medida que se desenrolla el paño. Quien se interne en estos
campos lennonianos tendrá garantizado un puñado generoso de pasajes bellísimos,
muchos discos para repasar o conocer y muchos libros para ir a explorar (de
esos que no importa si ya leíste, porque son siempre nuevos: Williams, Artaud,
Pratt).
Para concluir, debo señalar que, si bien hay elementos
de autobiografía, de diario de época y de programa filosófico, resulta un libro
en absoluto presente. Algo muchas veces dicho pero no siempre tan ajustado. El
método fallido lo asegura. El asombro y el disfrute surgirán del mismo lector,
como esa respiración que se vuelve presencia cuando lo sutil sacude la obviedad.
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